URBANIDADES
› Por Marta Dillon
Hay imágenes y sensaciones que quedan como una cicatriz en el cuerpo, el recordatorio deformado de lo vivido que puede ofrecerse como soporte para el relato de una vida. Dicen que las cicatrices duelen los días de humedad. El martes, perdida por causa del oficio en la manifestación que ocupó la avenida del Libertador, cicatrices que no recordaba se abrieron otra vez acusando la herida que hace tiempo sucedió. Fue cuando me encontré con una compañera de secundario en el colegio católico donde pasé algunos años. Un colegio de origen irlandés, de rancio catolicismo y un remedo vetusto de glorias pasadas. El colegio estaba entre Caballito y Flores, frente a la plaza Irlanda. Clase media no demasiado acomodada, apellidos difíciles de pronunciar en castellano, mucha población llegada del campo –había una tradición de pupilaje que ya no era a principios de los ’80 pero que había dejado esa resaca de recibir alumnas venidas de fuera de la ciudad– y una carga equivalente de culpa y ambición por subir un peldaño en la escala económica ya que la social parecía saldada por las tardes pasadas a puro inglés y esa sensación de pertenecer a otro lado que no era el barrio que brindan en estas pampas los orígenes extranjeros. En esa escuela atravesé los primeros años de secundaria escuchando a profesoras de Educación Cívica –o como se llamara la materia entonces, que no lo recuerdo– defender a rajatabla a José Alfredo Martínez de Hoz y los miembros más relevantes de la dictadura asesina. En esa escuela aprendí el difícil equilibrio entre callar y decir basta. Callar la bronca frente a esos alegatos autoritarios para no ser expulsada –una vez más, otras monjas ya lo habían hecho–, decir basta cuando las compañeras repetían que los desaparecidos estaban en Europa o habían sido asesinados por el terrorismo. “¿Pero vos la buscaste?” Era la pregunta a la que aprendí a acostumbrarme cada vez que hablaba del secuestro y la ausencia forzada de mi madre. Y no, tal vez no la había buscado, no hubiera sabido cómo a los 14 años, aunque más de una vez fantaseé con presentarme en las cárceles disfrazada de alguna cosa y preguntar, así, como quien no quiere la cosa. Las que preguntaban tenían la misma edad que yo, su curiosidad estaba atada a un cúmulo de sentidos que se tejían en casa y en el colegio, entre revistas Para Ti y programas de televisión, entre campañas para lavar la imagen argentina y el silencio de terror que se imponía como método de supervivencia. Aun así cargué con el estigma. Había quien se animaba y me decía con tono de sorna “la terrorista”, quien me confesaba que en su casa mi presencia no era bien recibida, quien asociaba las veces que decía basta con otras faltas morales propias de la rebeldía, más atadas a otros fantasmas de católicos/as bienpensantes como la sexualidad.
El martes, en medio del acto de los dirigentes agrarios y la clase media y media alta porteña, no pude evitar volver a sentirme en ese secundario –hubo otros, no menos peores, pero en otras latitudes–, ser una minoría con un saber tan doloroso como peligroso, motor de una impotencia que no se acaba. El martes las cicatrices se abrieron frente a la soberbia de quienes se adjudican como entonces términos como patria, identidad nacional, incluso gente. Y oh casualidad, allí mismo me encontré con algunas compañeras de colegio, contentas al menos en apariencia con lo que había sido de sus vidas: habían conseguido maridos más pudientes que sus familias, habían reconstruido su apariencia para parecerse a lo que creían que eran, habían salido del barrio para mudarse al norte, ese mismo norte que parecía haber sacudido los edificios para volcar la “gente” a la calle. No puedo evitarlo, no creo en las casualidades.
Y tampoco puedo evitar que duela eso que nombro como prepotencia aunque prepotencia y soberbia sean palabras expropiadas por quienes coparon la avenida del Libertador. Prepotencia por saberse la Argentina blanca, que evoca el bien y la conciencia recta a través de oraciones repetidas. Soberbia de quienes se sienten aliados del dogma que no les permite equivocarse. Para estar en lo correcto basta mirar en la Biblia como en un diccionario, rezar unos avemarías y a otra cosa.
Más allá de las retenciones o de la distribución de la riqueza, hay una puja de sentido en este conflicto. La Argentina blanca lava sus culpas en la calle, ese espacio que descubren ahora que hay razones de peso (¿de pesos?) para habitarla, calles conocidas y amables donde todos y todas se reconocen por modales, por vestimenta, incluso por religión. Lava más blanco la Argentina uniforme aunque no reconozca la sangre en las manos y le tenga tanto miedo a la barbarie que le gusta imaginarla dentro de un zoológico o sin voluntad propia para manifestarse.
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