Vie 15.11.2002
las12

TELEVISION

SEXO Y BEBES EN LA CITY

En su cuarta temporada, Sex and the City no puede eludir el tema que desvela a las treintañeras, por más divertridas y lujuriosas que sean, cuando se aproximan a los cuarenta: los embarazos y las parejas estables.

› Por Sandra Chaher

En Nueva York, a la gente le cuesta estar a solas con otros, especialmente si entre ellos hay algo más que sexo.” Así podría empezar un capítulo de la cuarta temporada de “Sex and the City” que actualmente se está viendo en la Argentina por Cinecanal. Con la mayoría de las protagonistas promediando la treintena, guionistas y productores decidieron sumergirlas en los desafíos de los compromisos emocionales. Desde agosto, las cuatro chicas no hacen más que intentar lidiar con el “sí, quiero... ay, en realidad no sé... ¿y si lo hablamos mañana?”. Miranda, la abogada exitosa, contenida y racional, tendrá un hijo fruto de una noche de “sexo compasivo” con su ex. Charlotte retoma con firmeza las riendas de su vida de soltera después de comprobar que el leitmotiv de su marido no es armar una familia con niños felices. Samantha intenta librar una batalla lógica, perdida de antemano, contra el primer sentimiento amoroso –y no excluyentemente sexual– que tiene por un hombre. Y Carrie es abandonada por su novio porque no se siente lista aún para casarse.
Las cuatro mujeres, más sus actuales, sus ex y sus amigos, están solos en la noche neoyorquina. Queriendo amar y ser amados, pero con obstáculos para lograrlo. Las cuatro están frente a situaciones que demandan compromiso emocional, desnudas y sensibles ante la evidencia de que en Nueva York reina el individuo, con sus necesidades, deseos y vicios urgentes. La templanza o la paciencia, o al menos el famoso “deja que el tiempo corra”, no vale en la ciudad de la fast life. No sólo el sexo debe tenerse hoy, porque mañana el hombre puede no estar, una puede estar arrugada y vieja, o la ciudad puede haber desaparecido (una presunción no necesariamente fatalista en la versión 2002 de Manhattan), sino que los sentimientos también parecen tener fecha de vencimiento. Cuando aparecen, hay que sacarles el jugo, concretarlos ya. Darles tiempo a que maduren, florezcan, quizá evolucionen hacia algo mejor o distinto, no es para neoyorquinos. Quizá pueda esperarse eso en el ¿aún hippie? San Francisco, o en la modernidad new age de Los Angeles, pero habría que ver. Donde seguro todavía puede verse el tiempo correr es en los pueblos del interior del país, donde la constancia puede ser una virtud tan fuerte como un mandamiento. Pero en Nueva York hay que vivir mucho, rápido, intensamente, con excitación, sin aburrirse, sin cansarse... agota de sólo pensarlo. Pero ahí está el éxito de “Sex and the City”: la cámara es el gran voyeur de los vaivenes, los bamboleos y el vértigo de vidas tumultuosas.
En esta cuarta temporada en la que Charlotte y Trey deciden recomponer su matrimonio, ¿qué habría pasado si ella no se hubiera obsesionado con quedar embarazada, presionando sobre los encuentros sexuales y la vida emocional de una pareja que en la cama ya se las traía? Es cierto que cuando queremos embarazarnos el tema puede volverse neuróticamente obsesivo, pero, ¿es necesario hacer una consulta de fertilidad apenas tres meses después de dejar los anticonceptivos? ¿Aprender mandarín porque el plan B es adoptar un niño oriental? ¿Qué está primero: la ansiedad por cumplir el deseo propio o el vínculo de pareja? Trey siente la presión, confiesa que podría ser feliz con ella, sin hijos, que si el crío viene, bienvenido, y que mientras tanto se relajen. Y a Charlotte la invade lafrustración. La distancia entre ellos quintuplica el metraje del ya enorme departamento que habitan. Entonces él vuelve a su vida de soltero en casa de su madre, y ella inicia cursos-para-poder-olvidar.
Samantha se entrevera en una relación profesional que rápidamente deviene erótica con un empresario tierno y sensual, que insinúa pretender momentos de cariño además de lujuria. Ella se debate, no bajo la presión de él sino de sus propios sentimientos: por primera vez parece haber sucumbido a algo que ni se atreve a imaginar como amor. Tolera con altura su lucha interior, pero no puede con las evidencias de los flirteos de él con otras mujeres. Porque si bien ella no se abandona en sus brazos como una dama romántica, ya no hay otros hombres en su vida. Se volvió monógama. Y en un arrebato público y pasional lo insta a mantener la misma conducta para con ella. El se niega, en principio. Samantha no puede esperar, incinerada por el despecho y porque el sentimiento por un hombre amenace su histórica autonomía. Y cuando su hombre viene a decirle que bueno, que podrían intentarlo, que ella finalmente es diferente de las otras, ella quizá sienta que el destino le está cobrando alguna cuenta impaga: él la pesca in fraganti y sonriente vuelve a su ruedo: “Samantha, tú eres así, de cama en cama”.
En la forma en que Miranda lleva adelante su embarazo también pueden leerse los párrafos de relatos de vida escritos a solas. No sólo se demora un par de meses en decirle a su ex que quedó embarazada y que decidió tener al bebé (él no es tampoco un desconocido como para obviarle semejante información), sino que no comparte con él, pese a sus pedidos, la maternidad-paternidad. Ni visitas obstétricas ni ecografías de a dos.
Y Carrie es abandonada por Aidan porque apenas seis meses después de haber reanudado el romance, y a un par de meses de compartir mesa y lecho, él no tolera que ella le pida tiempo para animarse a usar un vestido blanco frente a todo Nueva York. “He tenido novias por 20 años –protesta el hombrón–, ahora quiero una esposa. Quiero saber que eres mía.” Y ahí, en esa frase, y en esa historia, donde también se anteponen los deseos y las necesidades personales a la posibilidad de construir con otro, se evidencia con más potencia que en ninguna de las demás otra línea argumental de esta serie paradigmática de una época quizá ya en transformación: la histórica ambivalencia norteamericana entre las convenciones por un lado y el culto a la persona por otro. Las convenciones indican que las parejas que se aman, se casan, tienen hijos y viven felices, o lo aparentan. La Estatua de la Libertad, en cambio, levanta su antorcha por una vida sin límites, fronteras ni restricciones. En esa lucha se pierden, como bien dice Carrie, las posibilidades de innovar, de vivir otras opciones.
La ciudad que le enseñó al mundo nuevas tendencias en arte, diseño, moda y hasta estilos de vida no pudo darle a su gente cierta sabiduría de las emociones para enfrentar lo diferente que esa cultura creaba. Debajo de la vida cool y relajada, de los encuentros casuales, de los happenings obligados, Nueva York quizá no sea diferente de Boston, Seattle o Houston. Sus habitantes tienen vidas más anónimas, libres y excitantes, pero apelan a fórmulas clásicas cuando de darle un sentido a sus vidas se trata. “¿Será que estar acompañados es más difícil que estar solos –podría preguntarse Carrie Bradshaw, la antropóloga sexual de Nueva York–? ¿Que sostener una relación amorosa es inversamente más complejo que construir amistades duraderas?” Por ahora, las chicas siguen encontrando más confortable bailar solas.

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