INTERNACIONAL
Adicta al shopping y poco amiga de la lectura y la política nacional, Chen Luyu es la conductora del programa más visto de China. Un talkshow nocturno que, a pesar del recato y la censura de la TV local, muchos comparan con el de Oprah Winfrey y al que es fácil avistar como un síntoma de la China que se viene.
› Por M. B.
Parece un personaje de una película de Wong Karwai. Exquisita, de cuerpo menudo y delgado, Chen Luyu no es actriz, pero podría serlo. A los 38 años, es una de las mujeres más influyentes de China. Desde principios de este año, cada noche, unos 130 millones de chinos sintonizan Cita con Luyu, el talkshow que conduce, el más visto de la TV local si se exceptúan los noticieros. Por primera vez en la historia de la República Popular China, por su programa pasan transexuales, homosexuales sexagenarios y personas con VIH, temas todavía fuertemente censurados en cualquier otra emisión, a pesar del veloz proceso de apertura y reforma económica y cultural que desde hace unos años se ha acelerado en el país. Una suerte de pacto tácito con el Departamento de Propaganda del gobierno, que controla la radio, la TV y el cine del país, le permite a esta egresada de la Universidad de Comunicaciones de Beijing esquivar la censura. A cambio de que la dejen tranquila, en su programa, esta Oprah Winfrey de Oriente, como muchos la describen, no pronuncia una sola palabra de política. “A mi público no le gusta escuchar hablar de cómo marchan la economía o el gobierno. Occidente cree que a los chinos sólo les interesa eso. Y no es así. Al contrario: nos gusta pasarla bien y sentirnos bien con nosotros mismos”, se defiende Luyu. Así que por su sillón desfilan celebridades chinas, alguna que otra estrella internacional como Sharon Stone, y gente común que atraviesa situaciones extraordinarias o simplemente problemas como los de cualquier vecino. “Mi misión es hacer sentir bien a los invitados y a los televidentes porque la vida ya es bastante difícil para todos”, dice. Así, indican sus detractores, a pesar de vanagloriarse de convocar a invitados políticamente incorrectos –para la sociedad china, al menos–, Luyu se ha convertido en una figura funcional al régimen del presidente Hu Jintao.
El costado frívolo de la reina de las noches chinas no termina ahí. Hija única de un periodista radial y malcriada por sus abuelos, con los que vivió hasta la adolescencia, en su escaso tiempo libre, la conductora se consagra por completo a su actividad favorita: hacer shopping. Dos veces por año viaja a París y Nueva York: en cada una de estas ciudades, se levanta muy temprano para inspeccionar cada boutique del Soho y del Marais, y así pasa sus vacaciones hasta la hora del cierre de las tiendas. Lee poco y, a pesar de que publicó un libro, tampoco le gusta escribir. “Soy muy lenta”, explica Luyu. Tampoco presta demasiada atención al hecho de ser una joven rica y poderosa en un país donde las mujeres no tienen lugar en la toma de decisiones. “Me han enseñado que no soy distinta a un hombre y que los dos sexos son iguales”, se apura a declarar cuando la prensa internacional le pide su opinión sobre los derechos de las mujeres en China. “Pero soy consciente de que en la mayoría de los países, las mujeres reciben un salario menor al de los hombres”, sostiene la niña mimada del canal Phoenix TV, que diariamente emite su talkshow, y cuyos dueños se ufanan de “transmitir la realidad china de una forma amistosa”.
Así y todo, esta cadena, la única privada del país, es a veces una piedra en el zapato del gobierno. Su noticiero se anima a dar primicias sobre el tráfico de órganos en Shenyang o, peor aún, como ocurrió en 2005, a dar la noticia antes que cualquier otro medio del fallecimiento de Zahao Ziyang, ex secretario general del Partido Comunista, eyectado de su cargo después de la revuelta de Tiananmen. Uno de los dueños del canal, Liu Changle, ex propagandista de la revolución cultural y exiliado en Texas en los años ’90, es uno de los padrinos artísticos de Luyu. Hace unos años, y gracias a una alianza con el magnate australiano Rupert Murdoch, lanzó Phoenix, que pronto convocaría a Luyu como conductora de uno de sus noticieros. Así fue como antes de la guerra en Irak, esta periodista que habla inglés perfectamente entrevistó a Saddam Hussein con ayuda de un intérprete.
Luyu se muestra halagada de que la comparen con la Winfrey, la reina de las tardes televisivas norteamericanas, “pero el público chino no es como el de Oprah, que grita y llora durante el programa. Nosotros somos tímidos y cautos al expresarnos. Pero no me privo de hacer preguntas comprometedoras a mis entrevistados”, indica esta conductora nacida en Shanghai, divorciada y casada en segundas nupcias con un hombre del que poco se sabe.
Luyu es hija de la apertura económica iniciada en 1978 por Deng Xiaoping. Cuando ella era chica, como para tantos chinos, tener un televisor era un lujo para pocos. Por entonces, las únicas dos cadenas, las estatales CCTV y BTV, emitían apenas tres horas de programación por día. Treinta años después, en el país, más de 2500 canales se disputan una audiencia que, acicateada por los Juegos Olímpicos, no para de crecer. Diariamente, mil millones de televidentes miran televisión, un medio que con los años ha contribuido enormemente a ser el vector de “la armonía social”, que propulsa el gobierno de Jintao. Mientras, Luyu disfruta de su éxito y su abultada cuenta bancaria y planea lanzar una revista de “moda y estilos de vida”. Para ella, no parece haber otro credo que el acuñado por Xiaoping a fines de los ’70: “Dejen que se enriquezcan algunos primero”.
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