HISTORIA
Política, sexualidad, consumo, costumbres, revoluciones, virginidades y vida cotidiana son elementos que, por lo general, no suelen relacionarse cuando de estudiar la historia argentina reciente se trata. Sin embargo, eso está cambiando, como lo demuestra que ayer mismo un grupo de investigadoras se reuniera para poner en común algunos trabajos en Los 60’ de otra manera: vida cotidiana, género y sexualidades en la Argentina.
› Por Soledad Vallejos
El sentido común cifra en un número toda la magia de la modernidad: 60. Esa década vendría a ser el inicio de un nuevo siglo dentro del siglo XX, el barajar y dar de nuevo a partir del cual lo blanco se convirtió en negro, y lo gris fue no tibieza sino ruptura. Un vago saber que, en realidad, tiene más de leyenda que de datos dice que fue entonces cuando, por ejemplo, las mujeres argentinas tuvieron la fortuna de vivir los cambios en las definiciones de género, las familias abandonaron la rigidez que sólo garantizaba apego a las convenciones e infelicidad y la dictadura de la decencia dejó de regir sobre las prácticas sexuales.
Y sin embargo son pocos los argumentos que se pueden esgrimir para que todo aquello tenga realmente un fundamento. Tan poco que, inclusive, en ciertos casos esas afirmaciones no son más que todo lo contrario de lo apuntado por las evidencias. Al menos hasta ahora, porque justamente ayer se dio el primer paso formal para conectar –entre sí y también con un público posible– a investigadoras (todas mujeres, aun cuando el tema no prescribe necesariamente la exclusión de los varones) interesadas por acercarse a esa década tan conflictiva como productiva y apenas valorada por la exploración histórica. La Reunión de Trabajo llevó por título Los ’60 de otra manera: vida cotidiana, género y sexualidades en la Argentina, y estuvo coordinada por Isabella Cosse (autora de Estigmas de nacimiento. Peronismo y orden familiar 1946-1955), Karina Felitti (parte de cuya investigación de doctorado, todavía en proceso, sobre natalidad, anticoncepción y sexualidad en Argentina ha sido comentada hace unos meses en este suplemento) y Valeria Manzano (cuya tesis, en curso, se centra en la emergencia de la juventud como categoría y actor cultural y político). Que ellas fueran las coordinadoras, además, acarreó el auspicio de instituciones en las que se circula habitualmente: la Universidad de San Andrés (Cosse), el Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA (Felitti) y el Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad de San Martín (Manzano).
La construcción de una historia con perspectiva de género necesariamente lleva a preguntarse, por ejemplo, por la incorporación masiva de electrodomésticos en los hogares de las clases medias y su impacto en la vida cotidiana de mujeres trabajadoras, de amas de casa, amén de las redefiniciones de esas identidades que conlleva el cambio, como rescata Inés Pérez en la deliciosa El trabajo doméstico y la mecanización del hogar: discursos, experiencias, representaciones. Mar del Plata en los años sesenta, una búsqueda en la que los datos económicos y de transformación urbana van de la mano con el rescate de la experiencia: los relatos orales de mujeres, ya mayores, que todavía recuerdan con emoción y un nivel de detalles abrumador la llegada del primer lavarropas a la casa, o de la heladera. Pero también requiere la mirada despierta como para leer en esos arribos la modificación de relaciones sociales: cómo el tiempo libre empezó a ser usado para trabajos rentados –o no–, cómo la integración al mercado laboral que –en algunos casos– permitió la llegada de los electrodomésticos modificó las costumbres para extender o limitar redes de solidaridad entre mujeres –¿quién cuidaba a los hijos?–. Se trata, también, de comprender que sí es preciso plantear el peso que los discursos de una revista femenina masiva, a lo largo de su existencia, puede haber tenido en las construcciones de identidades, tanto como supo ir acomodándose según los cambios sociales (eso hizo Anahí Ballent en La triple modernización de Claudia: casa, revista y mujer).
Nuevas producciones e inquietudes comenzaban a ser entendidas como necesidades (algo que Cecilia Rustoyburu rastrea en Los niños y los padres al diván. Los consejos sobre crianza de la Escuela para Padres), y también asomaban nuevas concepciones de la paternidad y la maternidad (que Carla Villalta estudia en Imitar a la naturaleza: la adopción de niños en los años 60 entre ficciones legales y prácticas consuetudinarias). Eran, también, momentos en que se inventaba toda una generación y una manera de verla: guiada con rigor y suma atención, inquietante al principio y amada luego, nacía una definición de la juventud notablemente diferente a la anterior. Es ése el tema de Construyendo un lugar para la juventud, donde Valeria Manzano sigue discursos de entre 1953 y 1965, vale decir, años en que la transformación y la transición eran conceptos claves en lo cultural, lo político y lo sexual. Quienes modelaban las nuevas ideas de juventud modelaban, en realidad, a la juventud misma, con un discurso que se volvió claramente prescriptivo: “decidieron dónde y cómo los jóvenes podían interactuar; qué películas podían ver; definieron qué conductas, hábitos y actitudes juveniles, en el terreno familiar o sexual, entraban en la categoría de ‘normalidad’; y, magistralmente, decidieron que la juventud se había vuelto de importancia crítica”. La relación conflictiva de Perón y la sexualidad adolescente, la reacción conservadora y fuertemente religiosa que arreció entre 1958 y 1963 y la normalización de la juventud que se vivió a partir de mediados de los ’60, cuando las revistas ensalzaban la “nueva juventud” son los hitos que señala Manzano. Como sus contemporáneos de otros países, las y los jóvenes de Argentina se encaminaban a una modernización que alcanzaría las costumbres sexuales, y los inscribiría en nuevos patrones de consumo. “Pero fundamentalmente, la juventud aparecía como políticamente inactiva. Para muchos actores culturales, la juventud de mediados de los ’60 representaba ‘el surgimiento de la racionalidad’ en todas las esferas de la vida, y algunos inclusive soñaban con que este tipo de actitud desapasionada pudiera significar el borramiento de la divino entre peronistas y antiperonistas”.
Hay que reconocer las huellas de una influencia nada menor: la de la Iglesia Católica. De allí que pueda leerse su papel e insistencia en hacer valer autoridad en moralidad y familia (algo que sigue de cerca Lilia M. Vázquez Lorda en La moral cristiana acechada: la familia y los medios de comunicación masivos –el accionar de la Liga de Madres y Padres de Familia en los sesentas–, y también Felitti en la continuidad de Familia, género y sexualidades en los discursos católicos) directamente sobre sus fieles, tanto como sobre ajenas y ajenos. Sucedió, por ejemplo, en plena redefinición de la moral sexual nacional, una etapa –si cabe el adjetivo– apasionante a la cual Cosse dedicó Una revolución discreta: el nuevo paradigma sexual en la Argentina (1960-1975). “Fue una revolución –plantea– porque surgió un nuevo mandato que ordenaba hablar abiertamente sobre la sexualidad, se cuestionó la asociación entre la decencia y la virginidad femenina y se aceptaron las relaciones pre y no matrimoniales mediante la legitimación simultánea de tres patrones diferentes de cambio: el sexo como prueba para el matrimonio, como expresión del amor y como parte del cortejo. Pero fue discreta porque estos nuevos patrones mantuvieron la centralidad de la pauta heterosexual, de la estabilidad de la pareja y de la sexualidad unida a la afectividad.” Lecturas, documentos ministeriales, datos de la actividad editorial local son los elementos con los que Cosse pinta un panorama que reconoce actores más que heterogéneos –las revistas Primera Plana, Claudia, Vosotras, Para Ti, el Ministerio de Educación, ¡Palito Ortega y su correo sentimental en la revista Secretos!– y argumentos de mutaciones asombrosas. Puesta ante las evidencias de que la virginidad dejaba de ser virtud femenina (habida cuenta de que las liberadas ganaban terreno y hasta risas a costa de las modositas), la Iglesia Católica llegó a ver cómo uno de sus representantes, monseñor Vicente Zazpe, buscaba morigerar los efectos de la liberación sexual asociando ¡sexo y liberación social! “Después de insistir en que ‘la continencia no es un rechazo al sexo, ignorancia, hipocresía, timidez o puritanismo’ sino ‘lucidez y fortaleza’, explicaba que la disociación entre la sexualidad y el amor conyugal era el resultado de la sociedad de consumo y del avance del imperialismo ‘erótico’ que corrompía al pueblo y lo incapacitaba para afrontar el proceso de liberación.”
Pero el amor legitimaba el sexo antes del matrimonio también para otros mundos sociales. Ese bastión del progresismo intelectual y la clase media liberal que era Primera Plana, por ejemplo, publicó en 1963 una encuesta notable bajo el título “La mujer moderna no se ruboriza pero sigue respetando al hombre” (¡!), en la que el 70 por ciento de las consultadas “opinaba que para conocer a fondo al futuro marido debían mantenerse relaciones ‘eróticas’, pero es significativo que así opinaran mayormente las casadas y no las solteras”. Dos meses después, otra encuesta de la misma revista (“El hombre argentino cree en el amor, pero subestima a su pareja”) decía que el 64 por ciento de los varones estaban “a favor de las relaciones prenupciales con la novia, pero el 83 por ciento de ellos pensaban que era imprescindible la autenticidad sentimental y en muchos casos la aceptación de que la novia no fuera virgen era condicionada a que hubiera tenido relaciones sexuales en el marco de una relación “auténtica” y “profunda”.
En ese mundo en el que El arte de amar, de Erich Fromm, era un best seller, y la Escuela para Padres demostraba el cambio generacional, el sexo interesaba. Tanto que también pasaba algo que –increíblemente– nadie recordó hace dos años: hubo pruebas piloto de educación sexual en escuelas. Fue en 1972, “en forma experimental en treinta y cuatro establecimientos de Capital y las provincias de Buenos Aires y Tucumán (...) en la educación secundaria”; incluyó, entre otros ejes, la aplicación de “estrategias pedagógicas activas, como la elaboración de cuadros, la discusión en clase, los juegos de roles y la búsqueda guiada de literatura”.
Si la reflexión sobre el cuerpo, la vida privada y la militancia es una tarea ardua de afrontar inclusive desde el presente (lo explora Alejandra Oberti en Subjetividades descentradas en las narraciones sobre la violencia privada), otros cruces resultan todavía más complejos. ¿Qué pasaba con las militantes feministas y las militantes partidarias a principios de los ’70? ¿Cómo es posible que muchas de las mujeres que actualmente se reconocen como activistas feministas no tuvieran idea de la existencia del movimiento de mujeres? ¿Cómo era posible que muchas feministas, entonces, no intentaran vincularse con las mujeres que tenían militancia partidaria? ¿Cómo era ser mujer y tener militancia? Esas son sólo algunas de las muchísimas preguntas que dispara Karin Grammático en Encuentros y desencuentros: la izquierda peronista y el feminismo en los tempranos 70, una investigación por demás inquietante y notable, en la que a partir de entrevistas con ex militantes de la Unión Feminista Argentina –UFA–, el Movimiento de Liberación Femenina –MLF– y la Agrupación Evita –la rama femenina, por así decirlo, de Montoneros–, tanto como de documentos gráficos del momento –números de El descamisado, volantes y material gráfico de distintas agrupaciones– compone un mapa complejo.
Por empezar, Evita había definifo a las feministas como “mujeres oligárquicas”. Para más inri, el feminismo venía identificado con lo foráneo y lo vendepatria. El peronismo, por revolucionario que se pretendiera, rescataba una identsidad femenina asociada a la tradición: la maternidad. Así, mientras las mujeres de la Agrupación Evita se ocupaban de organizar actividades (campamentos infantiles, trabajo social y edilicio en barrios humildes, apoyo a cooperadoras escolares y municipios, y hasta imponerse “la tarea de la repatriación de los restos de Evita”), El Descamisado las acompañaba con textos inspiradores: “Partamos de nuestros hogares, de nuestras familias; la mujer en la vida cotidiana aporta sacrificios que la enaltecen”, “(accionemos) a partir de ejes reivindicativos, que si bien interesan al conjunto del pueblo, son asumidos más específicamente por la mujer, porque le atañen en su rol de madre, ama de casa y trabajadora”. Montoneros, rescata Grammático, “sólo distinguió los atributos políticos de las mujeres a partir de subrayar de manera insistente y excluyente su rol materno”. De allí que el desencuentro fuera inevitable: la primera gran acción pública del feminismo local fue en 1973... justamente el Día de la Madre, que se aprovechó para denunciar la doble jornada, la insistencia en el mandato de la maternidad como destino y no como elección. Aun cuando en UFA, por caso, hubiera integrantes con “doble militancia”, la pertenencia a un grupo parecía reñirse con la pertenencia a otro: para las militantes de los primeros ’70, había un “desencuentro entre la ‘liberación nacional’ y la ‘liberación femenina’”, lo que llevaba a “la imposibilidad de pensar una alternativa al unilateralismo de las consignas”.
Y, sin embargo, sin saberlo, sin blanquearlo, las prácticas de las mujeres de una y otra militancia eran similares: se daban a sí mismas espacios de encuentro, de diálogo, deliberados en el caso de los grupos de concienciación de las feministas, marginales y no planeados al tratarse de los resquicios en los que las integrantes de la AE empezaban a descubrir que sus compañeras tenían los mismos inconvenientes personales y domésticos que ellas, que ciertos patrones se repetían, y construían, sin notarlo, una mirada que encontraba lo político en lo personal.
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