Vie 06.12.2002
las12

ANTICIPO

Diarios de puertas abiertas

Próximos a aparecer, los “Cuadernos de Nueva York” (Norma), de Luisa Valenzuela, dan cuenta de los escenarios geográficos, emocionales y sexuales en los que se movió la escritora durante los años que vivió entre Nueva York y Buenos Aires.

Por Luisa Valenzuela

Hay una libertad que a veces me galopa por dentro y me llena de una felicidad corporal casi corpórea. La misma a la que hacía referencia en la anotación que encontré hojeando mis cuadernos (sumergiéndome en ese mar de papel que soy yo). Y la ma/ma de madre y el recuerdo de esa imagen que me deslumbraba allá por los 15 años: mi madre sumergida en su propio mar de papeles, metida en la cama y escribiendo –como yo ahora– sólo que yo no, no metida en la cama, yo entrando y saliendo de la cama, no en camisón sino vestida. Entrando y saliendo, incapacitada de estar en un lugar, siempre optando por otro, más distante.

Pucha digo, dando vueltas alrededor de lo mismo, siempre lo mismo. Mula en noria: memoria. Yo no puedo dejar que me usurpen mi lugar y ¿dónde está mi lugar? Es sólo un blanco móvil. Y ahora tratando o mejor dicho no, ocupando sin siquiera darme cuenta del lugar de mi madre (mi propia mamma, viejita!!!).
Y la vieja frase reencontrada: Salirse de madre, mi necesidad absoluta.

(Este es un libro de promesas incumplidas o de promesas que se teme no cumplir.) Y después me quejo tanto, y después le digo por ejemplo a Pato que no tolero eso de ofrecer y quitar al mismo tiempo.
Al buen hombre habría que hacerle un monumento, después de todo. Se lo merece en muchos aspectos. ¿Y qué forma darle al monumento? ¡Ya la tengo! Ya la tengo: la zanahoria gigantísima colgando de la grúa que el amigo Leopoldo Maler presentó en San Pablo. La zanahoria: promesa del falo tan difícil de alcanzar, y sobre todo de llevar a buen término.

El que yo me sé no quiere prometer y por eso vive retrayéndose y por eso mismo va a acabar como una pasa, disecada (me refiero a Pálido Fuego). Pato, en cambio, promete que te promete y promete y después si te he visto non ricordo. O al menos él ricorda, pero para sí mismo, en lo que lo atañe.
Todos prometen, todos prometen y después no cumplen, como les decía aquella amiga poeta a los tipos que se le acercaban sigilosos en la tenebrosa noche porteña y le susurraban al oído cosas del estilo: te voy a chupar toda, negra, te vo’a chupá.

Y después recuerdo la historieta con aquel Jorge grandote y vistoso que tan hábilmente usaba su pito como arma de dominación, que lo quitaba cuando una más lo quería y trataba de imponerlo cuando nones, una estaba en otra. Ah, pero qué pasiones divertidas, llenos de sangre, sudor y semen y otras es (¿heces?), y una, ¿qué ha andado haciendo de su vida? Un escenario, un magnífico escenario de teatrales exotismos y por eso me sentí tan cómoda, tan en mi casa en el gran salón de orgías de Plato’s Retreat; para nada aristotélica, yo, jugando en las sombras de la caverna de parejas cogiendo.
Así ha sido mi vida. Por ese camino siempre, no sólo el del coger sino el platónico, en el sentido de buscar al hombre que los sintetice a todos(algo de Diógenes hay también en mí), y claro, para eso se necesita probar mucho, e insistir, insistir, y no temerle a los años, saber que una siempre puede seguir probando, atrayendo, seduciendo. Y hete aquí que volvemos a lo mismo, atrapadita yo en mi propia trampa.

Ya desaparecerá, la trampa, ya será algo profundo e integrado como cierta vez hace años, cuando dije, creo que fue en Barcelona: estoy harta de darme la cabeza contra la pared. Lo que voy a hacer ahora es eliminar la pared.
Fue un trabajo arduo y nunca pasé período alguno de mayor aridez vaginal que el de Barcelona, pero quizá haya tenido su razón de ser: la eliminación de la pared puede ser sólo un proceso gradual y recién ahora –unos siete años más tarde– estoy entreviendo resultados.

Siete años, la pucha, que empiecen las vacas gordas, ¿no?, dentro de los cuales hubo dos años de análisis que ahora y a la distancia están dando sus frutos.

Después de los EE.UU., ¿cuál es el país que tiene mayor índice de analistas per cápita? ¡La Argentina! Lo han adivinado. Formé parte de aquellos que han tratado de encontrarse en la palabra hablada. Formo parte de quienes (finalmente, y no por culpa del análisis, que bastante bien me hizo) creen más en la palabra escrita.

En pocas palabras resumiré que Pato vino, se supone, para tratar de convencerme de que vuelva a BAires, que total la cosa allá no está tan mal ni tan peligrosa y demás, pero tuvo la disfortuna –y yo quizá la fortuna– de llegar en pleno congreso del Freedom to Write Committee del PEN y me escuchó dar la conferencia sobre censura y derechos humanos en el ispa y entonces, con el poco inglés que sabe, entendió que no era cuestión de retorno, para mí, que más vale que me quede quietita donde estoy. ¿Hablás así siempre?, me preguntó esa noche. Y más también, le contesté sin mentir.
Quizá se sintió amoscado, quizá empezó a entrever cosas que no quería no confesarse, quizá sintió en ese momento que todo era inútil. No puedo culparlo, aunque mucho me da una bronca ciega el que no pueda y no pueda porque no pudo cumplir con dos de las tres condiciones que le puse al llegar, cuando me contó de su triste estado de impotencia en los últimos ocho meses.
Si yo te curo, le dije, si retomamos ese soplo divino que arrasó con nosotros en Europa, pido tres condiciones. A saber:
1) Que pongas tu reloj a la hora local.
2) Que tires a la basura tu anillo de casamiento que, total, a esta altura, es una farsa.
3) Que me escribas un certificado alabando mis poderes curativos.
Le encantó la propuesta; por primera vez en su vida de arduo viajero puso su reloj pulsera en hora no argentina y por un rato escondió el anillo, el mismo que se obstina en reaparecer a cada paso, con cada distracción de él, en los momentos y lugares más inesperados/inadecuados.

¡Vos viniste a Nueva York a curarte de mí!, le dije indignada una noche a casi dos semanas de su llegada. De vos no me curo más, me escribió en un papel y es el único certificado que de él obtuve.

Potpourrí
A Dieter lo conocí bailando. El día de la pelea con Pato, porque siempre andaba dando vueltas con lo del anillo, mintiendo, no siendo capaz de sacárselo de encima de una vez para siempre, escondiéndolo, haciendo todo tipo de jugarretas. Y el horno no estaba para bollos, aunque bollos bien hubiera querido darle. Fui entonces sola a la última sesión del congresodel PEN, agotadoras jornadas, y para culminar tuvimos esa reunión que degeneró (o se generó) en baile. Y ahí estaba ese tipo, Dieter, interesantón él, que me chamuyaba mientras otra mina voraz más joven y mona que yo trataba de morfárselo vivo. Mientras otro también trataba, con bastante suavidad, hay que reconocerlo, de morfarme a mí, pero ya más cocida, en abordaje más elaborado. Y el tal Dieter entonces me sacó a bailar muy cómico, muy transmitiéndome un montón de mensajes divertidísimos con el cuerpo. Y yo sintiéndome tan libre y no sólo por supercogida sino también porque en la ciudad andaba Pato achicharrándose en las llamas de su propio infierno anular. (Me había estado llamando como loco y yo haciéndome negar cual duquesa hasta que me fui al baile.) Y en dicho baile del PEN me encontré muerta de risa, de humor y poliglotismo con este altísimo extranjero de aire cigüeñesco (para no extrañar a los pajarracos) que al cabo de horas de santungueos y transpiraciones me sugiere que salgamos de allí (huir de la devoradora que ya se estaba manducando a otro sin dejar de echarle miradas a éste) y que vayamos a tomar una copa por ahí.
–No, no, hace frío, estoy cerca de casa, quedémonos acá –insistí, hasta que me acordé del Frida’s Disco y entonces acepté salir porque ese foráneo era el único que me llevaría al boliche de aire piojoso y nocturnal que hay a la vuelta de mi casa. Entraña de los bajos fondos, nudo del pecado o al menos de las secretas intenciones de pecado. Lugar donde el sexo ha perdido para siempre su nombre, bueno o malo. Y fuimos alegremente al Frida’s Disco y yo no tuve que advertirle de los travestis porque eran una maravilla y parecían mujeres, y la tetudísima vastísima negra que nos sirvió no era travesti, pero quizá amasaba a todos ellos hasta lograr que les crecieran esas míseras tetitas que tanto los enorgullecen.

–¿Qué están haciendo últimamente? –me preguntó Dieter.
–No sé si estoy escribiendo o estoy viviendo o las dos cosas. Estoy en este ping pong entre la novela y la vida, del cual ahora y auténticamente, por el simple hecho de estar frente a mí, pasás a formar parte. Y no sé si me gusta.

Eso dije y pensé hace 48 horas. Ahora sé que me gusta, me encanta, creo que es la única forma de incorporar la frialdad literaria a la vida (algo calentito). Aunque no sé si no es trampa (trampa en el sentido de engaño, no de aparato montado para cazar a alguien). Me acuerdo de mi único amante en Barcelona, o al menos el único que contó para algo. Sí. César, el que un buen día (y no por estar conmigo, precisamente) se autointernó en un hospital psiquiátrico y antes o después se convirtió por un tiempo en lo que él llamaba eremita underground, y después lo perdí para siempre, aunque ya lo había perdido bastante antes.
Hubo una noche en que estábamos tirados en un sofá mirándonos mucho a los ojos en la penumbra, y de golpe él dijo:
–Mirá si nos estamos enamorando.
Y los dos nos asustamos, claro, y yo me puse a hacer mis habituales payasadas y a decir unas zonceras graciosas destinadas tan sólo a divertirme y no a dialogar con el otro. Un estar escribiendo en voz alta sólo para mí.

Cosa que solía alarmarme, antes, esa esquizofrenia, esa dualidad de ver los momentos más apasionantes de la vida como si le ocurrieran a otra, tratando de sacarles el mejor partido literario. Me solía ocurrir en las peleas, en los dramones del tipo radionovela que más de una vez he protagonizado para mi horror y también (oh confesión) para mi absoluto deleite. Como aquella vez mil años atrás, con mi ex marido, cuando nos estábamos peleando a los gritos, muy en serio, y yo corrí al baño para poder llorar a gusto, y lloré hasta que me descubrí en el espejo con las crenchas paradas y los ojos rojos, inflamados, y me hizo tanta gracia queme puse a reír a carcajadas, todo sin poder dejar de llorar, a grito pelado, llorando y riendo, a los hipos, desencajada y en el fondo feliz.
Es este sentimiento ridículo de la felicidad, salido de no sé dónde, el que siempre me salva. En el fondo, el sentido del humor y el ridículo galopante de toda situación humana me devuelven a mi eje. Es decir que en el acto de la risa, la vida le gana la carrera, por fin, a la literatura. La risa como vehículo entre lenguaje y cuerpo, cunnilingus de vida. Pero a veces no, nos ponemos serios, nomás, nos preocupamos y reventamos el encantamiento.

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