Vie 21.11.2008
las12

Ausente, sin justificativo

› Por Valeria Flores

Hoy Oscar faltó. Apenas llegué a la escuela, la vicedirectora nos avisó que la madre estaba internada en gravísimo estado. Hacía dos días que Oscar y sus hermanos se habían reincorporado a clases, luego de haber dejado de concurrir en dos oportunidades. La primera vez, junto a su madre y hermanos habían sido trasladados a un hogar debido a que su padre ejercía violencia sobre su esposa, esa violencia que se convierte en segunda piel de las mujeres pobres. Pasado un tiempo, nos llega una resolución de la jueza a cargo del caso, que dispone la exclusión del hogar del padre pero lo autoriza a construirse una pieza en el patio trasero de la casa. Otra vez, una más, el accionar de la Justicia que sigue tallando hondo la vulnerabilidad de los cuerpos de las mujeres. A los días, Oscar ingresa otra vez a la escuela. Un poco más arreglado, y ya sin los mocos colgando de su nariz (recuerdo que le regalé un pañuelo apenas comenzaron las clases). Viene casi todos los días y se desenvuelve muy bien en clase. Tiene una letra esperpéntica y todo el tiempo se adula a sí mismo, quién si no. A los meses, vuelve a desaparecer. Los chicos que son vecinos comentan que lo vieron partir en un móvil policial, que el padre casi la mata a golpes a la madre, que los propios niños corrieron a la comisaría a hacer la denuncia.

Terminaron en un hogar cristiano y tanto él como sus hermanos quedaron desescolarizados. Un mes más tarde, comenzó a concurrir a una escuela cercana, en la que sólo duró dos días. Según dicen las voces del barrio, la madre regresó a “su” casa, cansada de que la “mandaran” en el refugio y para cuidar a su marido, al que unos jóvenes le habían propinado una paliza. Oscar ingresó una vez más a nuestra escuela. Pero algo pasó, tal vez eso que todo el mundo sabe que va a pasar, no como destino, en todo caso como negligencia social cuando lo familiar se vuelve mortífero. La madre decidió tomar insecticida, veneno para hormigas... será para matarse los insectos que la pobreza te mete dentro, el aleteo de una vida entregada al alcohol y a otros, menos a ella misma. Recuerdo su abdomen prominente exhibido sin pudor cuando venía a dejar a sus hijos, al igual que su aliento etílico que impregnaba tempranamente el pasillo de las aulas. Hacía rato que el veneno se le había metido en la piel, por ósmosis, por ser mujer, por ser pobre, por vivir en una provincia que captura esos cuerpos en un sistema clientelar en el que se les juega la vida. Porque su cuerpo sí fue un campo de batalla descarnado.

Hoy Oscar faltó. Y Soledad, una compañera, me pregunta sobre las capitales de las provincias (el día anterior estuvo ausente, porque debía cuidar a su sobrino, limpiar la casa y de paso regar el patio). Un grupo de varones, que se sientan juntos, se ríen sarcásticamente y gritan ¡no sabés, por qué faltaste!. Mi rabia sólo encontró límite en el escritorio destartalado que me separaba de ellos, situados allá al fondo, al fondo de un machismo que se les hace carne con cada minuto que pasa. Les recriminé que tener pito no les daba derecho a tratar así a la compañera, que no da derecho a maltratar. Las risitas por la palabra “pito” se les filtraban por los labios. Y la historia de Oscar hilvanó la aguja de mis pensamientos. Quería compartir con mis alumnos y alumnas mi propio dolor, mi honda impotencia. Les comenté que en ese mismo momento había un compañero sufriendo porque su papá se creyó con derecho a maltratar y golpear a la mamá, que hace tiempo que Oscar la viene pasando mal, que hizo lo imposible para estar en la escuela y propuse: “Quien quiera escribirle una cartita de cariño, bienvenida sea”. Las niñas accionaron rápidamente, varones pocos. La pasividad manifiesta de los niños trajo a mi mente la frase de un nene cuando, en el taller de sexualidad, tenían por consigna expresar por escrito “Por qué eran varones o mujeres”. El, con diez años, dijo: “Yo soy un varón porque pienso como hombre, porque soy masculino y porque voy a morir como hombre”. Y claro, los varones no expresan cariño, menos hacia otro varón, acaso se ponga en riesgo o se sospeche de su masculinidad heterosexual. También las frases de las niñas se enredaron en mi abigarrado sentido de maestra, ya estallado. Esa identidad que me dibuja límites y que me empeño en distorsionar, con mi pública sexualidad disidente como lesbiana y feminista, con una práctica que lleve más allá los constreñimientos de una pedagogía moderna funcional a un Estado que ya no existe, de una escuela cuyos sentidos fundacionales se desfondaron hace tiempo, licuados en una nueva temporalidad. “Yo soy una mujer porque tengo cualidades de limpiar mi casa”; “Uso ropa de mujer, hablo como mujer, tengo sentimientos de mujer, me gustan los hombres, me gustan los colores de mujer, tengo el carácter de mujer, puedo tener hijos”. ¿Algo de este veneno le habrán dado de tomar a Sandra, la mamá de Oscar, desde niña? ¿No se estarán intoxicando mis alumnas con tanto discurso sexista y hete(r)ro(r)sexista?

Ezequiel se enoja y se enfurece porque lo tratan de “nena”, y a David le dicen “nena” porque se puso un arito, es un signo de amariconamiento, de la indeseabilidad para el macho argentino llamado a vacunarse contra la rubéola por el propio Estado. Haciendo un cálculo al vuelo, más del 50 por ciento de las madres de nuestra escuela han hecho la denuncia por violencia por parte de sus parejas, es decir, han estado judicializadas, sometidas a la maquinaria estatal que las resitúa en su lugar de víctima, las aísla en interminables citaciones al juzgado y la precariedad de recursos las devuelve a un círculo que se angosta. Recuerdo una sugerencia práctica que le hice a la profesora de educación física, tiempo atrás: “Habría que incorporar clases de autodefensa para las niñas”.

Son las vidas descartables, las vidas sin utilidad, la nula vida del estado de excepción. Sus cuerpos son los residuos de las economías biopolíticas, en las que mujeres jóvenes pobres maricones tortilleras travestis bolivianas/os discapacitadas/os emergen como candidatos al exterminio. En esos cuerpos los derechos, la ciudadanía, la ley, se suspenden. Y su asesinato en esta guerra de baja intensidad que es la pobreza, no constituye homicidio ya que es materia disponible para ejercicios de poder sobre la vida.

Hoy Oscar faltó. Estoy triste y quiero llorar porque este guardapolvo ya no soporta más injusticias. No quiero resignarme a no doler, no quiero resignarme a que el aula sea un campo de batalla simbólico. Por eso hoy lloro, por la mamá de Oscar, por Oscar, por mí. Y también por Lali y su mamá con el ojo amoratado por un piedrazo que recibió al resistir en su casilla a que le robaran sus propios vecinos. Lloro porque una compañera sólo atina a decir “¿para eso se los llevó? Los dejó un mes sin escolarizar” y porque la moral hegemónica que inviste nuestra identidad docente –aunque después no se practique– nos vuelve crueles juzgadoras de vidas ajenas. Lloro porque está en juego el sentido de lo humano. Lloro porque entiendo.

Tengo el pelo tamizado de arena por las ráfagas de un viento irascible que azota la ciudad, es casi imposible ver. Pero no hay visión sin ira, sin furia. Audre Lorde ya nos advirtió que volverle la espalda a la ira es volvérsela al conocimiento.

Yo también me voy envenenando de a poquito. No es una autointoxicación voluntaria como experimenta Beatriz Preciado, en mi caso es compulsiva. No es con dosis de testosterona, sino con los efectos políticos y corporales de la naturalización de la testosterona como hormona masculina que lubrica un régimen sexo-biopolítico que es mortal. Lo mío también es experimentación, desde una mixtura de identidades que se deslizan unas sobre otras, de maestra precarizada, de tortillera activista, de mujer masculinizada, de feminista heterodoxa, de practicante de escrituras. Estas son mis condiciones de producción de conocimiento, de una corporalidad arrojada a la intemperie, localizada en estas coordenadas de situacionalidad del mundo, éste, aquí, hoy, que Oscar faltó porque su mamá se envenenó.

* Maestra de una escuela en el oeste de la ciudad de Neuquén. Activista de Fugitivas del desierto - Lesbianas feministas. Co-coordinadora de la lista electrónica Educadorxs LGTTBI.   

   

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