Una de las grandes sorpresas editoriales y éticas de los últimos tiempos ha sido el descubrimiento del Diario de una joven judía de Hélène Berr, escrito en el París ocupado entre 1942 y 1944. Hélène no escribe en el fondo de un pozo oscuro a la espera de que los nazis la lleven a un campo de exterminio. ¿O sí? Al leer las primeras páginas casi olvidamos del horror por el que está pasando. Pero olvidar o negar es imposible a pesar de la insistencia de gente como el sacerdote Richard Williamson. Este texto es otra prueba del horror y de sus sutilezas. Había tardes en que la guerra y la ocupación parecían lejanas e irreales en estas calles de París. De modo intermitente esta joven de apenas 20 años se reconoce en lo más profundo de la desdicha y la barbarie y entonces hace referencias a algo que le resulta imposible decírselo a los transeúntes indiferentes. Un texto atroz, apasionante y escrito con rara madurez literaria que su protagonista confió a su cocinera con la esperanza de que llegara a las manos de su amigo Jean, el chico de “ojos grises” del Barrio Latino. Hélène sobrevive más de un año a sus parientes y amigos cercanos, luego de ser evacuada de Auschwitz. Enferma de tifus, sucumbe a los malos tratos a comienzos de abril de 1945, unos días antes de la liberación del campo por los ingleses. Su larga carta, llegó a destino. El diario de Hélène Berr del cual aquí se adelantan algunos fragmentos, llega en estos días a las librerías argentinas editado por la editorial Anagrama.
ADELANTO:
Es el primer día en que me siento realmente de vacaciones. Hace un día radiante, muy fresco después de la tormenta de ayer. Los pájaros pían, una mañana como la de Paul Valéry. También es el primer día en que voy a llevar la estrella amarilla. Son los dos aspectos de la vida actual: el frescor, la belleza, la juventud de la vida, encarnada por esta mañana límpida; la barbarie y el mal, representados por esta estrella amarilla.
* * *
Ayer hicimos un picnic en Auber. Cuando mamá entró en mi habitación a las seis y cuarto (se marchaba temprano con papá y Denise), me abrió las contraventanas. El cielo estaba luminoso, pero con nubes doradas de mal agüero. A las siete menos cuarto, sola en la casa matinal, me precipité descalza al saloncito para ver el barómetro. El cielo se ensombrecía rápidamente. El trueno retumbaba. Pero los pájaros nunca habían cantado tan fuerte. Me levanté a las siete y media y me lavé de los pies a la cabeza. Me puse la bata rosa, me sentía libre como el aire, con las piernas desnudas. Mientras desayunaba caía la lluvia, la atmósfera seguía estando muy cargada. Bajé a la bodega a buscar vino, poco faltó para que me perdiera.
Me fui a las ocho y media. Sólo tenía una idea fija: llegar a la estación sin percance. Porque ayer entraba en vigor la ordenanza. Aún no había nadie en la calle. Respiré en cuanto estuve en el vestíbulo de la estación Saint-Lazare. Aguardé un cuarto de hora. El primero que llegó fue J. M., llevaba una chaqueta de tusor blanco que le daba un aire de actor americano. Estaba muy guapo. Después llegó Françoise, llena de entusiasmo. Cuando le pregunté: “¿Qué tal?”, me respondió: “Mal”, y me paré en seco, porque no tiene costumbre de responder así. Entonces me explicó, a su manera rápida, desviando los ojos como siempre hace cuando habla de su padre, que seguramente le habían enviado a Compiègne a desescombrar una estación bombardeada por los ingleses, Cologne. No sabía qué decir. Durante este tiempo, Molinié había llegado y salió dos veces a hacer recados para su madre (rue de la Pépinière). Los Pineau llegaron después y Claude Leroy, y por último Nicole. Esperamos a Bernard hasta las nueve y media. Después fuimos a reunirnos con los demás (Nicole, Françoise y los Pineau, que habían subido al tren). Hubo los titubeos habituales respecto de los asientos. Acabé sentada en un extremo con Molinié y en el otro estaban los Pineau y Claude Leroy, y en medio Nicole, Françoise y Morawiecki. Llovía torrencialmente y el cielo estaba gris y bajo. Pero algo me decía que iba a despejarse.
En Maisons-Laffite se apeó mucha gente y yo y Molinié fuimos a reunirnos con el grupo central. En la estación siguiente, Jean Pineau se había sentado a mi lado. Tuve la sensación de que aún no le había visto. Bruscamente volví a descubrirle.
Después de este día le he comparado con J. M. y finalmente, aunque le haya visto poco, el vencedor es él. Todo el mundo está prendado de él, incluso los padres, de su energía y su valor moral; es curioso, es el único chico del que se puede decir que moralmente posee una esencia rara. Lo que se transparenta de él es la energía y la rectitud.
Noche del lunes
Dios mío, no creí que sería tan duro.
He tenido mucho valor durante todo el día. Llevo la cabeza alta y miro a la gente tan de frente que desvían la mirada. Pero es duro.
Además, la mayoría de las personas no miran. Lo más penoso es encontrar a otras personas que la llevan. Esta mañana salgo con mamá. Dos críos en la calle nos señalan con el dedo diciendo: “¿Eh? ¿Has visto? Judío”. Pero todo lo demás ha sido normal. En la Place de la Madeleine nos encontramos con el señor Simon, que se para y se apea de la bicicleta. Vuelvo sola en metro hasta l’Etoile. En l’Etoile voy al Artisanat a buscar mi blusa y luego tomo el 92. Lo esperaban un chico y una chica, y he visto que ella me señalaba a su acompañante. Después han hablado.
Instintivamente levanto la cabeza –a pleno sol– y oigo:
“Es repugnante”. En el autobús había una mujer, probablemente una maid [sirvienta], que me había sonreído antes de subir y que se vuelve varias veces para sonreírme; un señor elegante me miraba fijamente; yo no podía adivinar el sentido de su mirada, pero se la he devuelto con orgullo. Vuelvo a salir para La Sorbona; en el metro, otra mujer del pueblo me sonríe. Se me saltan las lágrimas, no sé por qué. En el Barrio Latino no había mucha gente. No he tenido nada que hacer en la biblioteca. Hasta las cuatro, holgazaneo, sueño en el frescor de la sala, donde los estores bajados filtraban una luz ocre. A las cuatro entra J. M. Ha sido un alivio hablarle. Se sienta delante del pupitre y se queda hasta el final, charlando, y hasta sin decir nada. Sale media hora a buscar entradas para el concierto del miércoles; entre tanto llega Nicole.
Cuando todo el mundo ha salido de la biblioteca, saco mi chaqueta y le enseño la estrella. Pero no he podido mirarle a la cara, me la quito y me pongo el ramillete tricolor que la sujeta a mi ojal. Cuando levanto los ojos veo que a él le ha llegado al alma. Estoy segura de que no lo sospechaba. Temí que toda nuestra amistad se hubiese desplomado de repente, debilitada por esto. Pero después vamos andando hasta Sèvres-Babylone y ha estado muy agradable. Me pregunto qué pensaría.
Hace diez meses que dejé de escribir este diario, esta noche lo saco del cajón para que mamá se lo lleve a un lugar seguro. De nuevo, me han comunicado que no me quede en casa el fin de semana.
Casi ha pasado un año y Drancy, las deportaciones, los sufrimientos siguen existiendo. Han ocurrido muchas cosas: Denise se casó; Jean se fue a España sin que yo pudiera volver a verle; todas mis amigas del despacho están detenidas, y sólo un azar extraordinario impidió que yo estuviera allí aquel día; Nicole es la prometida de Jean-Paul; Odile vino; ¡un año ya! Los motivos de esperanza son inmensos. Pero me he vuelto muy seria, y no puedo olvidar los sufrimientos. ¿Qué habrá ocurrido cuando reanude este diario?
* * *
Reanudo este diario esta noche, después de un año de interrupción. ¿Por qué?
Hoy, al volver de casa de Georges y Robert, me ha embargado una sensación repentina: que tenía que escribir la realidad. Tan sólo el retorno de la rue Marguerite ya era un mundo de hechos y pensamientos, imágenes y reflexiones. Material suficiente para un libro. Y de pronto he comprendido hasta qué punto un libro en el fondo era trivial, quiero decir lo siguiente: ¿qué hay en un libro sino la realidad? Lo que le falta a la gente para poder escribir es el espíritu de observación y la amplitud de miras. Sin esto todo el mundo podría escribir libros; esta noche encuentro, o más bien busco, esta cita de Keats al principio del Hiperión:
“Pues todo hombre cuya alma no sea un pedazo de tierra / tiene visiones que evocaría, si tuviera amor / y el pleno conocimiento de su lengua materna”.
Y, sin embargo, hay mil razones que me impiden escribir y que me importunan incluso en este momento, y que me estorbarán también mañana y los demás días. Primero, una especie de pereza que será difícil de vencer. Escribir, y escribir como quiero, es decir, con una sinceridad plena, sin pensar nunca que otras personas leerán, para no desvirtuar su actitud, escribir toda la realidad y las cosas trágicas que vivimos dándoles toda su gravedad desnuda, sin deformarla mediante palabras, es una tarea muy ardua y que exige un esfuerzo constante.
Hay, en segundo lugar, una repugnancia muy grande a considerarse “alguien que escribe”, porque para mí, quizás erróneamente, escribir implica un desdoblamiento de la personalidad, sin duda una pérdida de espontaneidad, una abdicación (pero estas cosas son quizá prejuicios). Además también hay orgullo. Y eso lo rechazo. Me horroriza la idea de que se pueda escribir para los demás, para recibir los elogios ajenos.
Quizá también haya el sentimiento de que “los demás” no te comprenden a fondo, que te ensucian, te mutilan, y que te dejas envilecer como una mercancía. ¿Inutilidad?
Y, por momentos, también, sentir la inutilidad de todo esto me paraliza. A veces dudo y me digo que este sentido de la inutilidad es sólo una forma de inercia y de pereza, porque ante todos estos razonamientos se alza un gran motivo que, si su validez llega a convencerme, se volverá decisivo: tengo un deber que cumplir escribiendo, porque es preciso que los demás sepan. A cada hora del día se repite la dolorosa experiencia que consiste en darse cuenta de que los demás no saben, que ni siquiera se imaginan los sufrimientos de los otros hombres y el mal que algunos infligen a otros. Y sigo intentando este penoso esfuerzo de contar. Porque es un deber, es quizá el único que pueda cumplir. Hay hombres que saben y que cierran los ojos, a ellos no lograré convencerlos, porque son duros y egoístas, y no tengo autoridad. Pero sí debo actuar sobre los otros, los que no saben y que quizá no tienen coraje suficiente para comprender.
Porque ¿cómo curar a la humanidad sino revelando primero toda su podredumbre, cómo purificar al mundo sino haciéndole comprender la magnitud del mal que comete? Todo es una cuestión de comprensión. Es esta verdad la que me angustia y me atormenta. No será con la guerra como venguemos los sufrimientos: la sangre llama a la sangre, los hombres se aferran a su maldad y su ceguera. ¡Si consiguiéramos que los malvados comprendieran el mal que hacen, si llegáramos a darles la visión imparcial y completa que debería ser la gloria del ser humano! Demasiadas veces me he peleado sobre este asunto con quienes me rodean, con mis padres que sin duda tienen más experiencia que yo. Françoise era la única que compartía mis ideas. Sólo pensar en Françoise me llena el corazón de pena.1 Esta noche, al volver, pensaba en ella, en lo bien que nos entendíamos. Con ella me sentía vivir, un mundo de posibilidades maravillosas se me abría en el momento en que me la han arrebatado. Hasta ahora siempre ha sido así: los que me parecían universos, los únicos en los que habría podido desarrollarme, me los quitaron antes de que los disfrutara. Desde entonces me lo he reprochado; he meditado y pensado que quizá fuese porque no sabía conocer a los que tenía cerca, y lo lamentaba cuando se habían ido. Después de esta última aflicción, me he dirigido más hacia mis padres, y hablo más con ellos y creo que ahí también se abre un hermoso campo. Esta noche, cuando he vuelto, he oído en la escalera el eco de un piano; creí que lo tocaba la señora de la planta baja. Pero cuanto más subía más fuerte era el sonido. En el segundo piso se me ocurre una idea: tocaba mamá, quizá acompañada por Auntie Ger. Y entonces he notado una sonrisa en mi cara. Y cuando llego a nuestro rellano y tengo la certeza de que es mamá, siento que mi sonrisa, a mi pesar, se vuelve beatífica. Si mamá me hubiera visto habría pensado que yo estaba beaming over [radiante], como cuando yo era pequeña y habíamos conseguido hacer con Jacques un glorious mess [un feliz desbarajuste]. Me invadía la alegría más completa, más inesperada y más pura al comprobar que mamá había vuelto a tocar el piano, para mí, para tocar conmigo y despertar el silencio de esta casa. He sentido un momento de piedad, porque he pensado que ella quería darme una sorpresa y que si llamaba al timbre ella sabría que la había oído. No me gusta estropear el gozo ajeno. Pero esta compasión no es buen sentimiento. No quiero compadecer a mamá. Por otra parte, ahora sé que no era piedad, sino ternura, y que una ola de gratitud alegre y arrolladora me ha impulsado a tocar sin miedo y recibir a mamá, prevaleciendo sobre todo lo que no era mi placer.
Pero todo esto no impide que eche tanto de menos a Françoise y a Jean.
Me dejo llevar y no era esto lo que quería decir. Así que debería escribir para más tarde mostrar a los hombres lo que ha sido esta época. Sé que habrá muchos que tendrán lecciones más grandes que dar, y hechos más terribles que revelar. Pienso en todos los deportados, en todos los que yacen en la cárcel, en todos los que habrán intentado la gran experiencia de partir. Pero esto no debe empujarme a cometer una cobardía, cada cual en su pequeña esfera puede hacer algo. Y si puede debe. Salvo que no tengo tiempo de escribir un libro. No tengo tiempo ni la paz de espíritu necesaria. Y tampoco tengo la distancia que hace falta. Lo único que puedo hacer es anotar aquí los hechos que ayudarán más adelante a mi memoria si quiero contar o si quiero escribir. Además, en la hora que llevo escribiendo advierto que es un alivio, y estoy decidida a poner en estas páginas todo lo que haya en mi cabeza y mi corazón. Ahora lo dejo para terminar la velada con mamá.
Paseo. Louvre y mujeres Estrella. Jean O., Edmond B. Thibault.
Esta mañana, timbrazo estridente a las siete. Yo pensaba que sería un neumático, y de la señora M. Hélène me lo trae y enciende la luz para dármelo. No había podido reunirse con Anna, pero su carta contenía otra cosa, una noticia que ha soltado las riendas a una oleada de pensamientos tan apremiantes que debo escribir para sosegarme: el marido y la hija de la señora Löb han sido detenidos en el sur. Ella estaba tan tranquila con respecto a ellos, le había costado tanto separarse de su hija. Ahora es ella la que asiste impotente a la tortura de ambos.
Así que otra vez me sumerjo en estas olas amargas que ya me resultan tan conocidas. Durante casi una hora, acostada en la cama, doy vueltas y más vueltas a las mismas preguntas angustiosas. Pienso en Jacques, en Yvonne y Daniel, en Denise y también en papá, porque temo también por papá, un sudor de angustia me cubría poco a poco. (...)
Me despierto angustiada por este problema de la incomprensión ajena. He llegado a preguntarme si lo que yo quería no era imposible. Ayer, en la Sorbona, hablé con una compañera muy amable, la señora Gibelin. Había, sin embargo, entre nosotras el foso de la ignorancia. Pero creo que si ella supiera estaría tan angustiada como yo. Por eso he cometido mil veces el error de no hacer el esfuerzo de contarlo todo, de zarandearla, de obligarla a comprender. Pero hay muchas cosas en mí que dificultan este esfuerzo: primero la repulsión que me produce despertar la compasión de los demás (y, sin embargo, siempre trato de arrancarles su comprensión y de que se avergüencen un poco de sí mismos). Sólo que aquí tropezamos con un grave problema: la naturaleza humana está hecha de tal modo que tu interlocutor sólo comprenderá si le das pruebas inmediatas, pruebas de las que tú eres el centro: no le emocionarán tus relatos sobre los demás, sino tu propia suerte. No le arrancarás un poco de comprensión contándole las desgracias que te afligen. ¿Pero entonces? Advierto con hastío que voy descaminada: que soy yo la que ha pasado a ser el centro de atención, mientras que lo único que cuenta es la tortura de los demás, es la cuestión de principio, los miles de casos individuales que la constituyen; advierto con horror que el otro da su compasión (que es mucho más fácil de obtener que su comprensión, porque ésta implica una adhesión de todo su ser, una revisión total de uno mismo).
¿Cómo resolver este dilema?
Hay muy pocas almas lo bastante generosas para afrontar la cuestión en sí misma, para en lugar de considerar un caso individual a la persona que lo cuenta ver a través de ella el sufrimiento ajeno.
Esas almas deben poseer una gran inteligencia y también una gran sensibilidad, no basta con poder ver, hay que poder sentir, sentir la angustia de la madre a la que han arrebatado sus hijos, la tortura de la mujer separada de su marido; la suma inmensa de valentía que todos los deportados deben reunir todos los días, los sufrimientos y las miserias físicas que deben acosarles.
Termino preguntándome si sencillamente no debería limitarme a dividir el mundo en dos partes: la de las personas que no pueden comprender (aunque sepan, aunque yo se lo cuente; sin embargo, todavía creo muchas veces que la culpa es mía, porque no sé cómo convencerlas), y la de los que comprenden. Decidirme a dedicar en adelante mi afecto y mis preferencias a esta última parte. En suma, renunciar a una parte de la humanidad, renunciar a creer que todas las personas son perfectibles.
Y en esta categoría preferida habrá un gran número de gentes sencillas y de gente del pueblo y muy pocos de los que llamamos “amigos nuestros”.
El gran descubrimiento que yo habría hecho este año habrá sido el aislamiento. El gran problema: colmar el foso que ahora me separa de todas las personas que veo.
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