¡MIRá!
En un gesto por lo menos anacrónico, el gobierno de la ciudad colgó sobre la avenida 9 de Julio una inmensa imagen de una mujer inerme en homenaje al Día Internacional de la Mujer.
› Por Marta Dillon
Para que una fotografía sobreviva al tiempo es necesario que se desprenda, como de una costra, de la anécdota que la alumbró —la anécdota que encandiló a la cámara, al ojo detrás, al dedo que todavía captura–. Rota la máscara del documento, perdido el instante, si algo queda será la impronta de un sentimiento que para siempre va a pertenecer a quien mira. Sea quien sea que mira. Es el eco en cada mirada nueva lo que le da sentido, el modo en que agitan las propias emociones, los recuerdos que sacuden a cada cual, la reverberación de la luz en las sombras privadas a sabiendas de que eso que se ve ya no está y que a la vez lo que mira —no los ojos; la mirada, tal vez— echa mano de la nostalgia, la evocación, la experiencia. Se entra en la imagen desde lo conocido para abrazar, al decir de Barthes, “lo que está muerto, lo que va a morir”. Sucede con ciertas fotografías, claro, aquellas que no necesitan la voz que da detalles sobre la hora, el lugar y la oportunidad. Podría haber sucedido con la imagen de Guillermo Ueno antes de ser ampliada a dimensiones más que elefantiásicas —88 metros por 34— e instalada en plena avenida 9 de Julio, sobre la fachada del edificio Del Plata justo el Día Internacional de la Mujer. Justo en el centro y a propósito de una “anécdota” dolorosa —por más que se recuerde poco y se insista con el “feliz día” lavando de contenido el recordatorio— que remite, invariablemente, a la muerte. Las que fueron, las obreras textiles asesinadas a principios del siglo XX, y las que son, a diario, asesinadas por la violencia sexista que, justamente, se nombra el 8 de marzo como un ritual, como si así pudiera saldarse una deuda molesta con la agenda de género. ¿Cómo ver entonces en esa fotografía monumental otra cosa que una mujer inerme? ¿Importa que esté durmiendo, desmayada, muerta o tan exhausta como para no moverse más? ¿Es que acaso tiene sentido, en esta fecha, elegir como homenaje a una bella durmiente, como si pudiera separarse de la imagen el mito de quien espera al príncipe que la despierte? Otras anécdotas acudieron en auxilio de esta extraña idea de homenaje: que la foto se llama Siesta, que fue tomada después de un asado a la esposa de un amigo del fotógrafo, que intenta expresar la completa calma en la que descansa la mujer —tirada en el piso, volcado su cuerpo sobre las baldosas— en contraste con el ritmo cotidiano de la ciudad a esa altura del microcentro, que es un hecho estético que busca sorprender (ministro de Cultura y Turismo de la ciudad, Hernán Lombardi, dixit). Y en tren de sorpresas, se entrevistó al esposo de la fotografiada, se le preguntó si había autorizado que la fotografiaran, se insistió en la placidez, en los “ratones” (sic de Radio Mitre) que despierta esa imagen. Pero la imagen ha sido dañada, ya no es posible detenerse a mirar y dejar que el eco del alma encuentre su propia voz frente a ella. Ya no puede obviarse que lo que hay ahí, en plena ciudad, en dimensiones escalofriantes es una mujer inerme, una mujer que no puede más, una mujer a la que se desea porque puede ser tomada. Una mujer —la imagen de una mujer— que no se parece en nada a lo que hacen las mujeres a diario, al modo en que han revolucionado el mundo, al modo en que se reúnen, alzan la voz, exigen sus (nuestros) derechos, al constante trajinar de su (nuestra) resistencia frente a las muchas formas de la violencia, desde el golpe más concreto a la cachetada sutil de ganar menos por el sólo hecho de ser mujer. Ya no importa la calidad de la imagen, su categoría de obra; no importa siquiera lo que el autor haya querido expresar, lo que haya visto cuando la rescató entre otras imágenes y la nombró y la mostró. Importa el contexto, importa el gesto que impone a esa mujer inerme como un “hecho estético” que por poder, ubicación y tamaño pareciera reclamar el poder de una pata de dinosaurio aplastando el jardín de muchas otras posibles representaciones.
No hay gestos inocentes ni hechos estéticos que puedan escindirse de la ética, pero en fin, los dinosaurios se niegan a desaparecer. Si alguna sensación de locura envuelve a quien mira esa fotografía que sepa que lo que en ella ha muerto no es el objeto ni el tiempo de la toma sino las ideas que animaron a quienes creyeron que se podía homenajear a la mujer colgando sobre sus cabezas a la bella durmiente.
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