CRóNICAS
› Por Juana Menna
En la entrada de lavandería Manantial hay cajones de plástico apilados, llenos de ropa. Casi en el centro, la secadora da la bienvenida a la clientela emitiendo ruidos y toses de señora venerable, gorda, apurada por secar las prendas que se bambolean en su estómago de lata para quedar con una tersura imposible de lograr en lavados domésticos. Funciona a gas y en su parte superior cada tanto se forma una corona de fuego. De ahí el nombre: Speed Queen Drying. A su alrededor se multiplican las lavadoras eléctricas, que también se las arreglan con kilos de sábanas, jabón y suavizantes pero no hacen tanto escándalo.
“En este trabajo nunca pasa nada”, opina Flavia, encargada de Manantial, ajena al ajetreo de máquinas y vapores entre los que pasa unas ocho horas por día, sábados incluidos. ¿Qué tiene de interesante separar la ropa blanca de la de color, tener la precaución de no someter telas finas al secado de máquina, doblar la ropa seca, meterla en bolsas de nylon y devolverla a la persona que las dejó? Flavia se sirve unos mates con mucha azúcar para pensar un poco en el asunto.
Ha hecho el mismo trabajo por años, pero nunca tuvo que explicarle a nadie en qué consiste. Sí tuvo que lidiar con gente poco entendida sobre otros asuntos: por qué sus ojos oscuros son de a ratos muy desafiantes, cómo es que su cuerpo menudo no es de niña sino de mujer de 31 años y cómo se las arregló ese cuerpito para parir un hijo, sola, a los 17. Ella ha tenido que explicarle a su hijo de 14 que no está bueno que se pase el día en el cyber. Después llegó un novio que no le hizo preguntas. El es el dueño de la lavandería.
“No tengo muchas respuestas. Vos mirá y consultame”, propone a la cronista mientras vuelve a sus tareas. Dobla dos pilas de ropa seca: por un lado, pollera con estampado de plumas de pavo real, corpiño de tazas armadas donde podría dormir la siesta un gato cachorro, un par de zoquetes, bombachas, camisetas de breteles finos, y ya está listo el pedido de una clienta. Por el otro, remera de rugby, chomba, pantalones de bambula blancos. Esa es la ropa que dejó un adolescente que ahora viene a buscarla. Se ruboriza un poco mientras Flavia pliega los boxers con efectividad quirúrgica. “Una accede a cierta intimidad de la clientela, pero yo miro la ropa sólo para sacar las manchas”, explica.
Los mitos del vecindario aseguran que en Manantial las prendas quedan mucho mejor que en la lavandería de los chinos de la vuelta. “Por favor, por cualquier cosa les echamos la culpa a los chinos”, se queja Flavia. Pero hay algo cierto: un buen lavado depende de la calidad del jabón. El jabón para lavar tiene entre sus componentes sal y soda cáustica. Los más baratos agregan demasiado de todo eso y finalmente la ropa se hace percha. Así, la gente termina saliendo a la calle mal vestida, como salida de película de terror. Por cierto, a Flavia le encantan las pelis de terror; en especial las orientales, que saben cómo darte un buen susto con pocos recursos.
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