CRONICAS
LAS 12 desembarcó en las pistas donde se baila un auténtico reguetón. Donde mujeres de Centroamérica “perrean” al ritmo de una vieja coreografía: la que imponen sus compañeros, caliente y explícita. Al son del reguetón que se hilvana con la cadencia de las palabras, esta música que nació contestataria se empantana en su lado más conservador: el que fija las relaciones de género en el juego de la conquista.
› Por María Mansilla
El auto atraviesa San Cristóbal (duerme el barrio gris de Buenos Aires). Frena decidido en la calle Sarandí, casi bajo un puente, frente a una casa naranja. En ella hay un cartel que con el mismo tipo de letra de Coca Cola se enorgullece: “Big Flow dominicano”. Aquí mismo es el templo del reggaetón. ¿Quién lo dice? Las centroamericanas de la peluquería de mi barrio, DJ Princesa –local en los boliches de Palermo– y hasta los dueños de Chicharrón, el bar del que venimos, frustrados por la negativa de dejar entrar a la prensa (“No, no, aquí no se fuma / no se baila / no se vende droga”). Aquí se menea el auténtico “perreo”, el baile también conocido como “tener sexo con ropa”, o como canta un reggaetonero: “rascar el suelo con la batidora”. Nada menos.
En Big Flow hay que subir un par de escalones, abonar la entrada ($15) y dar un giro a la izquierda para comprobar que la teletransporación existe. Los sentidos se alteran. ¿Estábamos de vacaciones? Llegamos a cualquier lugar de las Antillas. Pasamos una barra con choperas plateadas y caminamos entre mesas, porque hay muchas mesas vestidas con mantel y sillas de caño pintadas de rosa. En paralelo, sillones envueltos en cuero blanco son una especie de VIP. Al fondo está el altar. La bola de espejos destella al ritmo de la música que entona el DJ bajo una enceguecedora lucecita azul, delante de 25 fotos pegadas en la pared en la que (sólo) hombres con camisas blancas hacen expresiones raperas, con los dedos de sus manos como entumecidos. Pero no vino nadie a la ceremonia. Todavía.
A esperar abordo de una de las sillas de caño rosa. Cinco luces mantienen en vilo a la pista, van y vienen las luces como digitadas por un péndulo. ¿Qué pasará más tarde? Baile. Perreo. Más baile y más perreo. No imaginamos que aquí y en un rato no va a ocurrir el perreo de la tele de Tinelli ni el de Don Omar en el festival Viña del Mar ni el de Calle 13 en sus videos, donde nunca faltan chicas que menean, menean, menean. Tampoco el que padecimos en el último casamiento. Será algo más grande. Más excitante. ¿Más decadente? Como en la teletransporación: se transferirán estados, se producirán movimientos, habrá magnetismo, enlazamiento. No sólo se trata de una cuestión física: muchos de las y los inmigrantes presentes esta noche superarán la limitación espacio temporal y estarán por una noche más allá, en su tierra, como en casa.
Son las 3 de la mañana; Big Flow se llena. Las mujeres caminan como si su corazón en lugar de latir pum, pum, marcara el paso con una spoken-word (canción hablada) que repite yeah, yeah, yeah. Tacos y shorts, hombros descubiertos, brillo, cinturas estrujadas por el botón del jean que finalmente abrochó. Hay carne, y que se note. Los varones usan remeras XL o musculosas apretadas, pantalones claritos cuadrillé.
Son las 3 de la mañana, sí. El lugar está lleno, sí. ¿¡Y el reguetón?! Ahora se baila... calipso, vallenato; no, debe ser merengue, el merengue es de República Dominicana, ese país pequeño que comparte isla (y penurias) con Haití.
El reguetón viene de Panamá y Puerto Rico y tiene mucho de los ritmos del Bronx; tiene, por lo tanto, mucho del continente negro donde hoy esta música es como el fútbol: una esperanza de ascenso social. Dicen que el rap y el hip hop son los responsables de generar el reggaetón, en 2000, y la industria discográfica la culpable de degenerarlo. De su glosa social a panfletos baratos que jerarquizan la vida criminal (como el gangsta rap) y descalifican a la mujer y a las personas homosexuales, entre otras víctimas de su tarareada lírica.
¿El famoso perreo viene a hacer carne esta mutación? ¿Evidencia la cosificación del cuerpo femenino o es, al contrario, una apropiación de las mujeres de su físico para sexualizarlo y desnudarlo de la norma? ¿Es la cultura negra colonizando a la blanca y frente a eso qué importa lo demás? ¿Su dirty dancing es un canto a la libertad sexual? ¿O tiene razón Jaime Bedoya, el periodista peruano tan sutil como un hipopótamo, al describirlo como “frotación propia del transporte urbano masivo que al ser acompañada de un fondo musical estupidizante se transforma en desfogue de la libido de una juventud cuyo contenido de hormonas es proporcionalmente inverso a sus posibilidades de empleo”?
El volumen de la música, a punto de teletransportarme a la sordera, impide captar la letra de las canciones. Hasta el momento, sólo se escuchó cantar a una mujer, seguramente es Glory, la corista más famosa, puertorriqueña, también conocida como La Gata Gangster. Disminuye para dar paso a un anuncio: el próximo fin de semana, entrada gratis y ¡sopa de pescado! para todo el mundo. Porque el olor a fritura no es una sensación: aquí se sirve comida típica, como pollo y banana pasados por la sartén. Pero nadie está comiendo. Las mesas sostienen jarras plásticas con cerveza y vino New Age.
Sigue el merengue. Los movimientos son increíbles. Los hombres bailan como desenredando telarañas de sus pies, las mujeres juegan, soberanas, no todo el paso es dejarse llevar. Termina una canción, caminan a las mesas pese a que la música sigue. Se sientan, impávidos. Esa forma de mirar al infinito, sin hablar, ¿representa la ausencia misma de la histeria? ¿Que aquí nadie baila por compromiso? No. Es la calma que antecede al huracán. La estrategia para guardar energía (como comprobarán en el párrafo que sigue; porque este instante es de los lentos).
Ahora sí. Como la perilla que digita el volumen de la consola, la pista arde. Comparado con el perreo mediático –el de las palmas agitándose como un mimo con convulsiones–, éste es más lento, la sexualidad se despliega sin eufemismos.
* Una muchacha reclina su torso a 45 grados –y no está en yoga–; no se cae porque los genitales de su bailarín imantan los propios.
* Ninguna pelvis de padelante ni patrás. Más que eso: pelvis quietas y apoyadas a-hí.
* Otra chica es tomada de la cintura y ¡allá va! Abre sus piernas como bailando con Elvis Presley pero se estaciona en la bragueta de su chico (las piernas siguen estiradas, qué destreza).
* Un moreno sienta a la mujer sobre sus hombros, el torso queda al tiro de su boca, él simula practicarle sexo oral (¡ningún negro espiritual!). La expresión de ella no es la de una porno star ni la de una cantante de gospel, está más tranquila que quien mira Disney Channel.
* Por fin un tema conocido: “Es que te quiero uo / baby te quiero uo-o”.
* Una morena rellenita deja de frotar sus muslos contra los de su amiga (de su amiga con derecho a roce) y ahora baila sola: sus manos acarician su cara y luego bajan, bajan, amagan y se abren. Cómo baila. En cámara lenta. Hace de su cuerpo un templo (pagano).
* Indiferente a su show erótico, un hombre despliega su performance: estira los brazos para un lado y toca con la punta de su zapato el suelo, digno partenaire de Ginger Rogers.
* “Desde que te he conocido ahora soy tan feliz”
No se puede dejar de mirar a la jauría, tampoco resiste mucho análisis esta obra efímera. Por suerte aquí nadie te (me) saca a bailar, ¿será que mi panza embarazada de 5 meses y mi forma de caminar estilo pato no son convocantes? Mejor: se comenta que a las blancas que vienen (¿venimos?) en busca de amantes con piel de chocolate las descartan fácilmente si no se mueven a la altura de la fantasía del caballero. La pacata voyeuse escapa al baño. El baño está inundado, no hay jabón ni estructura para una ducha fría; la expendedora de preservativos sí funciona, los escupe en una cajita blanca parecida a la de los fósforos pero más pequeña. En el WC dicen que esto todavía está en pañales, que más tarde “llegan las chicas de trabajar y ahí sí que se ven culos menearse”. ¿Y los chicos? “Los chicos se emocionan.”
La morena que bailaba sola ahora está en su mesa. Me acerco. A entrevistarla. Me pide que la llame, me llamo Pamela, dice mirando hacia otro lado, me da su número y detalla: “Las 24 horas, habla con mi primo, él te atenderá”. Ahá.
Mariela Ramírez tiene 18 años. Hace 4 meses que vive en Buenos Aires, entonces había pasado 4 años sin ver a su mamá, que desembarcó hace 12 en la Argentina. Hoy tiene una peluquería en la calle Independencia. Mariela está terminando el secundario. Los fines de semana no sale si no es acompañada de su mamá. Mariela no baila perreo, no, ella “baila régue”, como se lo llama en sus pistas.
–Hay reguetón que no solamente habla mal de las muheres, del sexo, también hablan de la droga como si fuera un aleluya. Las que no me gustan son las que hablan de cómo poner a una chica en la cama.
–No me ha tocado esa oportunidad, pero sí muchos después se van a tener lo que es el sexo, a otro lado. Los chicos se vuelven locos. Pero si tú no quieres le dices ya, ha sido un baile. Todo depende de con quién bailes, si bailas con un desconocido no sabes a lo que te atienes, pero si bailas con tus amigos, todo bien, te respetan.
–Con amigos, ¡sí!
–¡Claro!
La tanda de reguetón termina, muchos van a sus sillas de caño rosa a brindar con New Age y ahora sí, a besuquearse mucho. Son las 7 de la mañana; hacen falta 4 horas para apagar tanto fuego; Big Flow nunca cierra antes de las 11. La salida no está mal: es como estar de viaje (¿de placer?), te dejan fumar, no hay nadie en pose (al menos bajo los códigos vernáculos) y, lo mejor de lo mejor: no pasan música de los años 80.
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