muestras Esta semana, Ana Gallardo estará inaugurando dos muestras: la primera, en la Embajada de Brasil, vuelve sobre el tema de la prostitución y la trata de mujeres. En la segunda –galería Alberto Sendrós–, los objetos en barro modelan deseos para la vejez. Aquí, la artista, en diálogo con quien fuera su modelo para pensar la violencia sexual hacia las mujeres, reflexiona sobre su vocación y sobre esa “relación femenina” que ella advierte en el arte.
› Por Ana Craig
Desde su Manifiesto Escéptico (1999) en el que representaba los distintos instrumentos que las mujeres usan para abortar: perejil, agujas, tijeras, cuchillos de cocina; hasta La hiedra (2006), una serie de instalaciones basadas en las historias de amor de mujeres mayores que marcaron su vida; o el video que hizo para la última residencia de artistas que se organizó en Ostende en marzo de este año donde se filmó devolviendo al mar una botella con un mensaje de amor, la obra de Ana Gallardo (Rosario, 1958) se puede pensar como una reconstrucción de sí misma a partir de los relatos de las historias de vida de otras personas, de otras mujeres. Su arte sería un intento de hacer presente una ausencia y acortar la distancia entre lo que pudo haber sido y lo que no fue. Esta motivación creativa pudo haber quedado marcada por la temprana muerte de su madre, la pintora española Carmen Gómez Raba, cuando ella tenía siete años. “Todo el tiempo he estado construyendo una relación con mi madre. Por eso para mí, el arte es una relación femenina y yo soy una artista de género. Los primeros talleres que conocí en mi vida fueron los de sus amigos. Recuerdo la madera, el olor de los óleos. De alguna manera he mamado esos años que estuvimos juntas. Se ve que es fuerte para mí porque hago lo mismo que ella, retratos femeninos.”
A los 14, cuando su padre, el poeta español José Carlos Gallardo, se casó nuevamente, Ana se fue de su casa. A los 17 ya vivía sola, no estudiaba, trabajaba. A los 25 decidió que quería pintar: “Busqué, busqué mucho y entré a un taller que tenía el olor de mi madre. Era el óleo, la estufa y dije: ‘Me voy a quedar acá’. Fue una cosa súper romántica y me quedé”. Y así se codeó con la generación de artistas del ‘80, nucleados en la Galería del Retiro de Julia Lublin, donde Kuitca hizo su primera exposición y formó parte del Grupo de la X, compuesto por doce artistas entre los que estaban Pablo Siquier, Ernesto Ballesteros y Carolina Antoniadis: “Entré por la puerta grande. Me vino muy bien porque me metí en un mundo que de otra manera me hubiera costado un montón. Estuve con el Grupo sólo un año. Sentía que nos estábamos convirtiendo en algo demasiado rápido, un éxito muy inmediato y yo venía de una formación súper romántica, de que el artista es pobre y sufre, y entonces enseguida me fui a México, tengo familia allá y he estado yendo y viniendo toda mi vida.”
A fines del año pasado, fue convocada para participar en Límite Sud/South Limit, la pata experimental de Arteba, un evento que intenta posicionarse a la altura de la Bienal de San Pablo, pero que recién comienza. Sentada en un sillón de terciopelo al lado de una mesita redonda con un florero en el centro con flores envejecidas, estaba Silvia Mónica, miembro de Ammar Capital (Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina) que lucha contra la exclusión social. Silvia, como sus compañeras, no se reconoce como trabajadora sexual, sino como mujer en situación de prostitución. Perfumada, con el pelo recién peinado con secador, mirándose una vez más en una pantalla donde se proyectaba su imagen arriba de un escenario, cantando un tango cuya letra desglosaba un artículo sobre la falta de estadísticas que hay sobre prostitución infantil.
“No quiero ser de estos artistas que después de 2001 hizo al cartonero, la prostitución, la miseria. Ese no es mi tema. En esta obra yo estoy hablando de ella, de Silvia Mónica. Ella es de mi generación, ha sido cantante y vivió sólo del arte. Me pregunto qué circunstancias de la vida la llevaron a ejercer la prostitución. Este fue un retrato de las dos. Somos coautoras y yo soy ejecutora: si no tengo esa historia no tengo obra”, dice Ana sobre A boca de jarro.
Silvia cuenta que en su casa materna se escuchaba mucha música clásica y que a los seis años empezó a cantar y a hacer pequeñas demostraciones familiares usando las cortinas como telón. Se dedicó a cantar hasta que a partir de un hecho irremediable del que sólo va a compartir la impresión del terror, cambió su vida: “Por problemas dejé todo. Era la dictadura, una época muy brava para los artistas y de la noche a la mañana guardé todo en el baúl y lo cerré con varias llaves para que nadie me lo saque. Me dije: ‘Esto –su voz, un disco– no me lo van a robar’. Lo tenía muy escondido y el afecto de mis allegados hizo que de a poco fuera abriendo mi tesoro”, dice Silvia.
Ana y Silvia hablaron de su vida, se contaron algunos secretos y se encontraron en el desamparo, la soledad y el arte. “Hay una cuestión afectiva que para mí también es importante y necesito sentir que tejo una red de afectos, de amistades con la gente con quien me voy relacionando”, apunta Ana.
“De mi generación, los artistas que producen para vender son muy pocos. No encuentro el formato de hacer cosas vendibles, no tengo valor de mercado, no encontré la manera de vivir exclusivamente de esto, sin embargo el arte para mí es un lugar de pertenencia donde me siento cuidada. He tenido momentos en que no tuve para comer y me salvaron los artistas. Yo tuve oportunidades que Silvia no tuvo y estuve en la calle con una hija pequeña, pero no tuve que ir a ninguna esquina. El circuito del arte es mi familia.”
La escena general –Silvia, su mirada, la mesa, el sillón, las flores casi podridas– era, por sobre todo, conmovedora. “Estaba preocupada de que no fuera un panfleto —dice Ana—, no era esa mi intención. El arte para mí es una problemática, mi búsqueda de identidad y a partir de la violencia en el mundo de las mujeres hago retratos, esculturas.”
El 14 de mayo, Ana va a participar de una muestra colectiva en la Embajada de Brasil donde va a presentar Identikits, una obra efímera sobre la trata de blancas. Para esto se basó en cuatro casos emblemáticos de nuestro país (Marita Verón, María Cristina Quevedo Luquez, María Fernanda Aguirre y Andrea Noemí López) e hizo tarjetas postales con el dibujo de un objeto o un lugar que las vinculara a cada una de ellas. Las tarjetas estarán puestas en un exhibidor y será el público quien las desperdigue por toda la ciudad.
Al día siguiente, en la galería Alberto Sendrós, inaugurará El pedimento, una obra que se relaciona con otro de sus temas de interés: la vejez. Allí va a exponer los deseos para la vejez que sus amigos y vecinos de Saavedra hicieron con barro. El tema está inspirado en las peregrinaciones a la virgen de Juquila en Oaxaca, México, donde los fieles, antes de llegar a la iglesia, construyen con la tierra de la ladera sus deseos. “En esta ciudad no tengo modelos para aprender a envejecer. Vivo en un sistema donde la vejez es una mala palabra y la mujer vieja es muy maltratada. Estamos cada vez mejor de salud, de cabeza, pero el sistema te dice que si envejecés fuiste.” La idea es que el público pueda hacer su “pedimento” en una mesa a la entrada de la galería mientras que en la otra sala van a estar expuestas las esculturas de barro. Así como en el retrato femenino se vinculaba con su madre, en sus preguntas sobre la vejez, está su padre: “El no pudo revisar cómo envejecer. Mi papá era un adolescente, el día que se dio cuenta de que estaba viejo no pudo soportarlo y se deprimió, enfermó y murió”.
Rama materna. Su abuelo nació al norte de España, en Cantabria. Era un campesino bruto cuando a los 15 años lo metieron en un barco para ir a trabajar a una empresa de aceite en Cuba. Se hizo rico y extendió su fortuna a México, donde se casó con la hija de su socio, tuvieron hijos allí y en España donde nació Carmen Gómez Raba, la madre de Ana.
Rama paterna. José Carlos Gallardo tenía un padre ciego que tocaba la guitarra en los prostíbulos de Granada mientras él le hacía de lazarillo. Su madre, humilde, militante del sacrificio y la miseria, se murió atrás de su marido dejando huérfanos a los tres hermanos que quedaron repartidos en distintos colegios pupilos. José Carlos se hizo poeta, a lo largo de su vida —murió en Buenos Aires en octubre del año pasado a los 83 años— escribió varios libros de poesía influidos por César Vallejo, dos volúmenes de memorias y la novela También al corazón le salen uñas (2008).
“En la familia de mi madre eran todos nariz para arriba y mi mamá se enamoró de mi papá, un gitano, un poeta del sur”, interpreta Ana. Fruto de esa relación nacieron ella y su hermana menor. Con la idea de recorrer Latinoamérica por diez años, José Carlos y Carmen viajaron a Rosario, donde estaban los hermanos de él, para luego ir a México por tierra. Pero se quedaron ahí: “Mi mamá no estaba preparada para la vida normal, no sabía lavar los platos. Se debe haber sentido muy sola. Cuando nació mi hermana se murió al poco tiempo. Ni siquiera sé si se enamoraron. ¿Viste esa fantasía de querer salir de ese mundo en el que estaban viviendo?”
Ana se enamoró muchas veces y fue madre soltera por decisión. “Decidí embarazarme de un amigovio sin que él lo supiera. Ya era grande, tenía 32. Si no era ahí, no iba a ser nunca y la tuve sola.” Ahora Rocío tiene 18 años y se fue a vivir a México a lo de una de sus tías motivada por un amor que la estaba esperando. “Soy de una generación que discutió el rol de la mujer en esta sociedad. Fuimos educados en una idealización del amor que no existió. Yo no quería depender de un hombre, ni que mi lugar fuera lavar los platos. Si ése era el modelo de familia que me presentaban, yo no lo quería, pero no hallé otra forma en ese momento.” Ahora está de novia. “Por primera vez en mi vida tengo un novio estable, hasta hace cinco años era imposible. Enamorarme lo he hecho perdidamente, pero no fui correspondida, en realidad creo que nunca se enamoraron de mí.”
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