CRóNICAS
› Por Juana Menna
A los 50 años, Patricia aprendió un truco para reconocer el paso del tiempo. Cierra la puerta del baño. Deja las preocupaciones del otro lado. También a su hijo adolescente y a Roberto, que de todos modos es novio “cama afuera”. Entonces saca del botiquín la emulsión demaquillante, la loción sin alcohol, el serum para contorno de ojos, la crema antiarrugas y se dedica a cuidar la piel, poniendo y sacando capas de productos que prometen un cutis de seda. Al final del proceso, empieza a hacer morisquetas: enanca las cejas, frunce el ceño, achica los ojos, estira la boca. Ahí surge la comprobación: aquellas líneas que se marcan sobre el gesto son, justamente, arrugas gestuales. Las otras, las que rasgan la seda, son lo que Patricia denomina “arrugas de la vida”. Dice que no se pone contenta cada vez que aparecen, pero tampoco se desespera.
–Es que una tiene que hacerse amiga de las arrugas. No digo “hermana” porque tampoco las vas a aceptar sin más. Pero bueno, al fin terminan siendo tan personales que negarlas no sirve –opina Ester, de 52 años.
Patricia, Ester y otras ocho mujeres (todas entre 50 y 55 años, con un poder adquisitivo “medio”, según escribieron en una planillita) están sentadas alrededor de una mesa donde hay termos con café y bombones. Fueron convocadas por una empresa de marketing para hacer una actividad denominada “focus group”; es decir, comentar sus hábitos de consumo y su simpatía o no por una crema antiarrugas. Una línea de cosméticos encarga el “focus” para saber si su producto gusta. Supervisa el encuentro una coordinadora de voz envolvente, que hace preguntas, estipula los tiempos de diálogo y toma apuntes en su notebook.
Claudia es muy colorada, con el cutis como una telita débil que se le empezó a quebrar cerca de los cuarenta, cuando murió su madre y ella se deprimió. Pero está de acuerdo con Ester. Y si bien reconoce que abusa de “productos anti-age”, asegura que nunca, jamás, pasará por quirófano. “Claro que me gustaría parecerme a Nacha Guevara. Pero el problema es que, con tanta cirugía, Nacha no se parece a sí misma.”
“Bueno, pero todo tiene un equilibrio –responde Helena, que es empleada en una lencería–. Porque yo no salgo en la tele como Nacha, pero tampoco creo que mis clientas compraran si las atendiera una mujer llena de arrugas. Porque no es sólo la sensación de vejez sino que, para mí, la arruga es sinónimo de descuido. Y descuidada, yo no vendería ni un calzón.”
Marta, que es contadora pública, se ajusta los lentes y anuncia: “Les voy a contar una anécdota. Yo tenía un compañero de trabajo que me decía ‘Martita, vos sos linda, pero tenés la piel seca y te vas a arrugar en cualquier momento’. Hasta entonces, yo no sabía lo que era una crema para la cara. Pero empecé a comprarme algunas y a ponérmelas. No le dije nada, pero a los pocos meses mi compañero me dijo que me veía más joven”.
–Ay, tu compañero debe ser gay porque los hétero no se dan cuenta de esas cosas responde Patricia, la detectora de arrugas gestuales. Y asegura: “Si un fulano me viene a mirar las patas de gallo, uso una sonrisita bien Roberto Giordano y lo mando a inspeccionar a otro lado. Ese método evita que me amargue la vida. Y claro... ¡también que me arrugue!”.
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