CRONICAS
› Por Juana Menna
“Le pegué a Juani”, contó Cecilia a sus compañeras de trabajo un lunes por la mañana. “Se me escapó. Nunca antes había pasado, pero el pibe se puso insoportable y bueno... paf”, continuó mientras dejaba la cartera en su escritorio y encendía la computadora. “No sé si estuvo bien o mal, pero en cualquier caso tengo una culpa enorme”, confesó la madre en medio de un suspiro hondo.
El asunto empezó el domingo por la mañana. Juan Ignacio, de cinco años, se despertó antes que Cecilia y comenzó a correr ida y vuelta por el pasillo que comunica las habitaciones, haciendo repicar contra el piso sus pies cubiertos con pantuflas del gato Garfield. “Juani, basta. Vamos a preparar el desayuno, ¿querés?”, propuso Cecilia con suavidad mientras abría la puerta de su dormitorio. Lo primero que vio entonces fue la sonrisa socarrona del gato bordada en las pantuflitas anaranjadas. El dueño ensayó un puchero poco convincente y rehusó ir con su mamá a la cocina.
Luego sobrevino un silencio sospechoso y al rato Juani apareció para tomar su nesquik sin decir palabra. En realidad se quedó mudo, pero antes anunció: “Mami, la nenita está llorando”. “La nenita” era su hermana de pocos meses a quien Juani miraba con una mezcla de asombro y recelo, pensando –según le comentó la psicopedagoga de la escuela– que ese cuerpito consumía todo el amor maternal cada vez que se aferraba a la teta. Pero ella no lloraba: dormía plácidamente con la carita cubierta de plasticola húmeda con glitter.
“Juaaaaaani”, exclamó la madre mientras la nena sonreía entre los brillitos, encantadora. “Chicas –contó después–, yo tomé aire y puse voz de maestra jardinera. Le expliqué a mi hijo que pintar así a la hermana estaba mal. Mi marido opinó: ‘Qué piola. Juani sabe perfectamente que está mal y por eso lo hizo’. El y la psicopedagoga dicen que hay cosas que una debe hacer por decreto, sin explicar. Retarlo y punto. Pero cuando mis viejos me retaban ‘porque sí’ a mí me daba bronca la falta de explicaciones.”
Después del mediodía, Cecilia y su hijo se pusieron a resolver tareas para la escuela. El chico tenía que dibujar su fiesta de cumpleaños. Primero, empezó a rayar con las fibras el mantel de plástico. Después tiró las hojas por el aire y anunció que no iba a dibujar nada. Al fin garabateó unos monigotes absurdos, lejanos de esos niños trazados con detalle que la tía astróloga atribuía al ascendente en el obsesivo Virgo y que la psicopedagoga consideraba obra de un infante muy despierto.
“Me estás cansando. Y esta vez es muuuy en serio”, advirtió Cecilia. El niño la miró con ojos desafiantes. Sonrió con suficiencia. Empuñó un marcador, el colorado. Y le estampó al brazo de la madre un rayón furioso. “Pasó todo en un segundo. El me marcó como si fuera un arañazo y a mí se me fue la paciencia. Entonces me salió esa cosa animal que una reprime, porque más de una vez los hijos te sacan. Listo, le pegué un bife. Pero no fue un acto de agresión, sino para defenderme de ese pibito agresivo, de repente tan extraño”, relató Cecilia a las otras mujeres. Y les preguntó: “¿Pueden parecerte extraños los hijos?”.
El domingo le había contado la misma historia a la tía astróloga, que fue a visitarla y le preparó un té de hierbas. La tía opinó que no era grave, que era producto del plenilunio que exacerba las emociones. La psicopedagoga no opinó porque las escuelas están cerradas los domingos.
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