VISTO Y LEíDO
› Por Paula Jimenez
Motos y reinas
Consuelo Fraga
Ediciones en danza
2009
Se parecen en esa imparidad que las distingue, que fuerza nuestra mirada de pobres mortales hacia su agraciado y solitario deslizar sobre una ruta o una pasarela. Por otra parte: ¿se puede estar más sola en este mundo que teniendo dos ruedas y un único asiento o una corona ridícula en la cabeza? Motos y reinas encarnan el lugar de lo distinto, de lo que pasa afuera. Consuelo Fraga, motociclista de pura cepa y autora de este libro, abreva estos símbolos pop para crear una suerte de road poetry, con título nobiliario y todo.
La moto con su fuerza, agresividad y demás atributos yang se sitúa para el imaginario colectivo del lado masculino y la reina del otro, claro está, no sólo por ser reina y no rey, sino porque en sí misma, aun si fuese hombre, enviste un desgraciado prototipo femenino. En el poema “¿Sabe inflar una bicicleta?”, Fraga remata como una reina con estos versos: “En algún momento supe/ después siempre me la inflaron”. Ironiza así sobre esta mujer que sabe, pero niega y olvida. La estrategia es la de siempre: volverse inútil, inmolarse por el orgullo de los padres o la mirada opresora del poder: “Tema y tiemble me dijo/ desde tan cerca que pude oler/ su almuerzo entero/ (...) Temo y tiemblo: / esa es la gente que decide”. La moto, en cambio, no sólo se juega en la calle y en la ruta como buena machaza, sino que además se muestra encantadora para los hombres (a veces más que la pétrea ganadora de un concurso de belleza, quién suele suscitar contemplación estética y nunca pasión descontrolada). Fraga poetiza una anécdota en la que el conductor de un auto primero piropeó a su máquina Goldwing y después le pidió casamiento a ella. El género que ambos tópicos –motos y reinas– representan, como el celeste y el rosa arbitrariamente repartidos entre nene y nena, se resignifica en estos poemas. Y hasta el modo de ser dichos podría juzgarse más cercano a una lírica de la calle o del pueblo que a otros, falsamente adjudicados a cierta feminización de la escritura. Con versos como: “En el costado del asiento un tajo/ como una herida que no se arregla con costura”, la autora se proyecta en un elemento tradicionalmente concedido al universo masculino, para el cual moto y mujer no han creado una relación recíproca sino intermediada: las chicas somos mayormente acompañantes y vamos atrás, abrazadas a un señor de campera de cuero Fraga, que arranca sentada ahí, pasa al volante y toma la delantera. Es que, especialista en mostrarnos el otro lado de la cuestión y hacer luz de la sombra, esta poeta goza traspasando umbrales. En ¡Nos salvamos con la nena! dice: “¡Las mangas largas.../ para taparse la picada de las venas”.
Ruta y pasarela, como metáforas de la vida, ubican al sujeto en una doble vertiente: la del andar lineal, genuino y dirigido, y la del desfile, de gesto impostado, como en una actuación ante los otros. Quizás sean dos aspectos de lo mismo y la complejidad de este avance que parece inexorable se sostenga por el férreo y puro deseo de seguir, porque, como dice Fraga en Estas preciosas señoritas: “Me haría retroceder/ únicamente una desgracia// por ejemplo en el piso/ una cáscara de banana”.
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