INTERNACIONALES
En Brasil, los escuadrones de la muerte siguen siendo noticia. Luego del asesinato de un activista en derechos humanos que denunciaba los crímenes de la policía en las favelas, un informe de Amnistía Internacional revela las consecuencias de la violencia urbana en las mujeres y también su rol como principales protagonistas en los reclamos de justicia.
› Por Milagros Belgrano Rawson
Imagine que es usted una mujer que vive en una favela en Brasil, pongamos en Pernambuco, el estado con la mayor tasa de homicidios del país. Imagine que desde su ventana, se escuchan los tiroteos de los narcotraficantes que controlan y aterrorizan el barrio. Imagine que de noche no puede dormir, y que recurre a somníferos para poder pegar un ojo al menos cuatro o cinco horas antes de salir para el trabajo. Imagine que, para hacerlo, debe levantarse a las cuatro de la mañana, esquivar a los narcos apostados en cada callejuela y llegar, con los minutos contados, a la parada del colectivo, que indefectiblemente se encuentra fuera de la favela, y a tres cuartos de hora de caminata. Imagine que no tiene con quién dejar a sus hijos y que por miedo a que se unan a una banda de delincuentes, o que simplemente los maten, los encierra bajo llave hasta su regreso, ya entrada la noche. Imagine que está embarazada y que desde hace meses, el centro de salud permanece cerrado porque su personal tiene miedo de franquear los límites de esta peligrosa barriada. Imagine que su vecina perdió a su hijo a manos de la policía, que cada tanto entra a la favela y hace detenciones y ejecuciones sumarias. Imagine que su asesinato quedó impune y que ella, además de su hijo, perdió su matrimonio y su trabajo. Imagine que desde entonces, bebe más de la cuenta y que dedica las pocas fuerzas que le quedan a reclamar justicia para su hijo. Imagine que los pocos funcionarios que se dignan a atender a esta madre hablan de su hijo muerto, un estudiante de secundario que hacía changas en una gomería, como si éste hubiera sido un delincuente, sólo por el hecho de vivir en una ciudadela en la que la policía entra armada hasta los dientes, los famosos escuadrones de la muerte que cada tanto son noticia. “Todo es muy triste, pero tengo que quedarme aquí porque no tengo otro lugar adonde ir”, imaginemos qué dice esta mujer cuya historia bien podría ser la de otras tantas que viven en los barrios marginales del Brasil, allí donde el Estado no entra y la violencia es la única ley.
Publicado en el 2008, el informe Nosotras recogemos los platos rotos, elaborado por Amnistía Internacional, recopila los relatos de decenas de brasileñas que se esfuerzan por pelear por la justicia en un clima de violencia constante. A poco de cumplirse seis meses del asesinato del vicepresidente del Partido de los Trabajadores en Pernambuco y activista en derechos humanos Manoel Mattos, ejecutado por denunciar los homicidios de los escuadrones de la muerte en el nordeste de Brasil, y cuyo crimen sigue impune, vale la pena recordar el trabajo de hormiga de aquellas mujeres que, con gran valentía, pelean solas para que el Estado juzgue y condene a los asesinos de sus familiares.
Se ha prestado poca atención a los efectos que sobre las mujeres tiene la violencia. Con entrevistas a mujeres en seis estados brasileños, muchas de ellas dedicadas a luchar por sus familiares asesinados ante la inacción de las autoridades, el informe de Amnistía pone de relieve que la mayoría de ellas nunca había pensado que los abusos que sufrían también son violaciones a sus derechos. Concentradas en los crímenes contra sus hijos o esposos, ellas mismas olvidan que la violencia entre los hombres tiene graves consecuencias para sus vidas. Cuando una familia se derrumba porque han asesinado al padre, la mujer tiene que cargar con el mantenimiento del hogar y la crianza de sus hijos. Sin guarderías y con escuelas abarrotadas y violentas, que con frecuencia cierran durante semanas a causa de los tiroteos, sus hijos deben arreglárselas solos mientras las madres trabajan largas horas para llegar a fin de mes.
En Brasil, en los últimos diez años, el número de grupos cuya cabeza de familia es una mujer ha aumentado un 79 por ciento. Hoy más de un tercio de estas familias vive con la mitad del salario mínimo. En su informe, Amnistía denuncia la triple discriminación que sufren estas mujeres: no sólo soportan la violencia en todas sus formas, dentro y fuera de sus hogares; sino que se las culpa del caos de su vida familiar, causado en gran medida por la violencia; para ser luego humilladas cuando intentan acceder a los escasos y colapsados servicios del Estado. Convertidas en agentes fundamentales del movimiento de derechos humanos, estas mujeres denuncian la desidia de un Estado que apoya abiertamente el accionar ilegal de la policía y la vergüenza de luchar por algo que, en el mejor de los casos, es una “indemnización simbólica”. Abandonadas por un Estado “que nunca había estado presente en sus vidas”, denuncia el informe, estas mujeres sólo ven barreras que las mismas dependencias públicas les imponen, obstaculizando su acceso a la justicia. Una justicia que en la mayoría de los casos sólo sirve a los ricos, relata el informe, quien da cuenta de las diferencias en el accionar policial y judicial entre víctimas de clase media y aquellas que viven en favelas.
Las mujeres entrevistadas mencionan el miedo y la debilidad emocional para justificar la ausencia de los hombres en su lucha. Muchos de ellos no comprenden su obstinación por pelear por una causa que parece perdida desde el vamos. “Perdí la cabeza con esto. No consigo hacer nada dentro de casa”, dice una carioca citada en el informe. Consagradas a buscar justicia para los suyos, muchas de ellas han perdido sus trabajos. Otras sufren de depresión, se vuelven adictas a las drogas y al alcohol. Saben que nadie les devolverá a su hijo o marido muerto. Y, sin embargo, siguen queriendo y pidiendo lo mismo: justicia.
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