Vie 11.09.2009
las12

La máquina de escribir

Escritora de tiempo completo, la americana Joyce Carol Oates es famosa no sólo por la calidad de sus libros, sino porque ha escrito más de un centenar. Ficciones, ensayos, biografías, policiales, literatura para adolescentes, para niños, en fin, casi nada le es ajeno. Un proyecto balzaciano de cara al siglo XXI a través del cual va mostrando las contradicciones y los personajes de un sueño americano. Que se cuiden estrellas y políticos, amigos, descendientes y transeúntes: cualquiera corre el peligro de caer en sus garras.

› Por Marisa Avigliano

Joyce Carol Oates sólo deja de escribir para limpiar sus grandes anteojos, acostumbrada a oír que cuando se habla de ella lo primero que se dice es que es prolífica en exceso y que una violencia irritante protagoniza sus textos, baja los párpados, descansa un momento y sin importarle otra cosa que encontrar una nueva palabra, vuelve a la página que está por terminar. La crítica ha revelado los números de su alacrana pasión: más de cien libros publicados, más de diez horas por día escribiendo. Finalmente, convertida en hormiguita laboriosa, de modo fatal y eligiendo rango, responde, ante cualquiera que la interrogue, que no escribe menos que sus contemporáneos King, Mailer, Updike ni que sus guardianes del pasado Dickens, D. H. Lawrence o Anthony Trollope. Pero, ¿qué sabe un escritor de otro? Todo, hubiera respondido Capote mientras liberaba onomatopeyas nauseabundas para referirse a la fecunda señora Oates.

Novelista, poeta, autora de varias obras de teatro, Joyce Carol escribe también guiones cinematográficos, relatos y ensayos críticos, entre los que se destaca Del boxeo (un mundo que Oates admira y con el que se identifica, al mismo tiempo que lo describe como un panteón de fracasos y dolor y como un deporte brutal donde sólo se habla de los campeones), e incluso literatura para niños y para adolescentes. Desde hace tiempo ocupa un lugar de preferencia en la narrativa norteamericana y su nombre suele aparecer en la lista que cada año antecede a la entrega del Nobel.

Sus detractores aseguran que todo lo que promete en sus libros, en cada artículo, es insuficiente, somero camuflaje que no consigue darle gusto a la prosa y que por eso sus novelas son un plato de sopa de esquirlas.

Para sus admiradores voraces es sutil e incisiva, dueña de un erotismo vivo que siempre recibe lo que la ostra le ofrece, magnética, capaz de homenajear a sus maestros y de escribir en todos los estilos y formas manteniéndose fiel a su intensa y poderosa imaginación.

Ella apenas tiene tiempo para agradecer, ofenderse o hacer declaraciones, siempre está entregando un nuevo original, corrigiendo el que está por publicarse, aprobando y desaprobando imágenes para las tapas de sus libros; pero de vez en cuando, en algún lanzamiento editorial, su pequeña cabecita encrespada aparece en el mundo exterior –a veces cubierta por algún sombrero– y, su boca, que apenas se abre deja que sus labios pintados de oscuro rojo bermellón lancen palabras: “Escribir me atrae en parte porque me fascina el proceso mimético, es decir, describir una escena que me conmueve emocionalmente, trasladarla al lenguaje forma que pueda provocar la misma emoción en el lector. Me encuentro que siento pasión por el mundo exterior, y escribir es una forma de comunicarlo”. (...)

“Trabajo con gente joven en la Universidad de Princeton. Llevo enseñando allí desde 1978 y siempre les digo lo mismo a mis alumnos: que vivan la vida y que lean con voracidad sin una planificación muy definida. Que viajen, que conozcan gente, que hablen con la gente, que escuchen con mucha atención y sin interrumpir, y que escuchen a sus propios abuelos hablar de su familia, porque la gente mayor de nuestras familias tiene mucho que contar y uno, en cierto modo, les tiene que inspirar para que empiecen a contarte cosas. Por eso les digo que sean muy curiosos y que adopten una cierta posición neutral y libre de juicios, que sean abiertos; pues eso, que miren al mundo y vean lo que hay. Es algo muy hermoso. Es un mundo emocionante aunque traicionero en ciertos sentidos, y todo esto se traslada a la escritura.”

LA GRAN FAMILIA AMERICANA

La incansable profesora Oates (Lockport, Nueva York, 1938) urbanizó su gran novela americana a través de hechos y personajes reales estelarizados tanto por un icono como el de Marilyn Monroe en Blonde, una personal autobiografía de Norma Jeane Baker, como por los pormenores de su propia historia familiar, a través de Blanche Morgenstern, la abuela de la escritora, rebautizada Rebecca en La hija del sepulturero (uno de sus últimos libros, traducido al español y publicado por Alfaguara).

Con esa cifra de libros publicados es fácil suponer que todos los norteamericanos participan en algún capítulo, pero fuera de cualquier ironía sencilla, lo cierto es que famosos y desconocidos buscan en la narrativa de Oates dar cuenta de la historia de un país, especialmente –como le gusta pensarlo a ella– en el modo en que las personas son fundidas y atravesadas por la historia. Entre los temas que elige para trazar su propio atlas se repiten con mayor asiduidad la política de los años ’50, los abusos de decadencia económica, el feminismo, la discriminación, conflictos raciales de todos los tiempos, la violencia seguida de muerte en la vida de las mujeres y la supervivencia adolescente. Le gusta contar que la Alicia de Carrol y el país de Faulkner marcaron el inicio en su camino como escritora y que luego la acompañaron Sylvia Plath, Flannery O’Connor, Henry James, Henry David Thoreau y Bob Dylan. Escuchando “It’s All Over Now, Baby Blue”, una canción del trovador de Hibbing, escribió el cuento “Where Are You Going, Where have You Been?”, inspirado en los tres asesinatos cometidos por Charles Schmid en Tucson, Arizona; esta historia también tuvo su versión cinematográfica, Smooth Talk, protagonizada por una joven Laura Dern en el papel de Connie, y Oates participó en el guión.

La familia Kennedy tambien es parte del canon Oates, como no serlo.

En 1992, publicó Agua Negra, una novela corta que ficcionalizaba el accidente que protagonizó Ted Kennedy en 1969 y que le impidió llegar a la presidencia de los Estados Unidos. Después de aquel calvario, Teddy, el que siempre alzaba su copa de champagne y la derramaba sobre su juvenil cabeza, el que solía contar mentiras sobre sí mismo, el que escuchó cómo su madre dictaminaba su candidatura mientras su hermano Bobby agonizaba en Los Angeles, tuvo que trasformarse, ser otro, limpiar su retrato, en realidad, mandar a hacer otro.

Hace pocos días, la muerte de Ted, a quien Obama calificó como el más grande senador demócrata de la historia, arrastró hasta las puertas del obituario a Mary Jo Kopechne. Un texto de Joyce Carol publicado en The Guardian recrea la tragedia que inspiró su novela: “En Chappaquiddick, después de haber estado bebiendo en una fiesta con asesores de su hermano Bob, Tedy, que en aquel momento estaba casado y era padre de familia, se escapó con una chica de 28 años, Mary Jo Kopechne. Ted hizo una mala maniobra, perdió el control, su auto se cayó del puente Chappaquiddick y quedó sumergido en tan sólo dos metros y medio de agua. Kennedy optó por huir del lugar, dejando a Mary Jo atrapada, quien no murió ahogada sino por asfixia tras una lenta agonía. Increíblemente, Teddy informó del accidente cuando ya habían pasado diez horas y después de consultar al abogado de la familia. La explicación del senador de este comportamiento inmoral, vil, cobarde e inexplicable, nunca fue convincente: afirmó que se había golpeado la cabeza y que estaba ‘confundido’ y ‘agotado’ después de bucear para poder rescatar a la joven y que se había ido a la cama.”

Los discursos continúan y las ofrendas florales se amontonan, mientras tanto, las características del clan y los acontecimientos históricos le indican a la escritora-biógrafa, a la escritoratestigo, el camino hacia dónde quiere llevar su artículo, por eso, termina diciendo Oates: “Sin embargo, si uno mide la vida de una mujer joven con los logros de un hombre reconocido como uno de los políticos demócratas más influyentes del siglo, ¿qué se puede pensar?”. El poeta John Berryman, una vez se preguntó: “¿Es la maldad soluble en el arte?”. Se podría reformular, en un vocabulario más acorde a nuestros politizados tiempos: ¿Es la maldad soluble en las buenas acciones? Esta paradoja se encuentra en el corazón de gran parte de la vida pública: los individuos de carácter dudoso y los hechos crueles pueden redimirse en las acciones altruistas. La fidelidad a un código personal de la moralidad parece desvanecerse cuando la esfera pública, como un sol enorme, nos ciega a todo lo demás.

AL FILO DE LA MUERTE

Atenazadas, envueltas en un terror inesperado, las mujeres de Oates deben reinventarse para seguir vivas, el volver a concebirse ocurre antes o después del olvido, siempre después de la pasión, del abuso o de la miseria.

Así lo vive Ursula, “La Fea”, la protagonista de Cómo bola de nieve, una novela para adolescentes (Ediciones SM), quien deberá enfrentar a todos para poder develar la verdad de su amigo, y de Franky Pierson, la heroína y narradora de Monstruo de ojos verdes, un melodrama sensacionalista sobre el maltrato y la violencia familiar, también para adolescentes.

En Puro fuego (editado por Punto de lectura) Oates eligió contar las confesiones de las chicas de Foxfire, una banda de mujeres de la década del cincuenta, que viven al margen de la ley y de los decretos de la época, tienen entre trece y dieciséis años y están dispuestas a todo para librarse del sometimiento de los hombres: “Entonces a finales de enero llegó la venganza de Foxfire y el comienzo de nuestra fama. Antes de Foxfire algunas de nosotras habíamos sentido lástima de Rita O’Hagan cuando el señor Buttinger la atormentaba (...) De modo que Legs nos explicó su plan. La pintura roja, los pinceles. Las cosas que escribiríamos en el coche de Buttinger. La revelación que haríamos al mundo de la existencia de Foxfire: sin decir qué ni quiénes éramos, sólo que existía a fin de que todos estuvieran sobre aviso (...) al poco tiempo adquirimos el hábito de tener todas la menstruación los mismos días de cada mes. Es decir, todas las hermanas Foxfire que vivíamos juntas en la casa. “Una vez más en Oates el suspenso juega con lo que se sabe inevitable.”

Marianne es la hija adolescente que jamás miente, la que simplemente no sabe mentir, en Qué fue de los Mulvaney? (1996), (Lumen, 2003), es la víctima de una violación el día de San Valentín de 1976 en High Point Farm, una granja edénica, envuelta en arrullos y olores de animales domésticos, y es dos veces víctima tras el aislamiento social que sufre su familia.

–¿Violada? ¿Marianne?

–Corinne, ella no dice... eso. No lo ha dicho querida.

–Pero es evidente que se trata de eso, doctor Oakley. ¡Una violación!

El doctor Oakley meneaba la cabeza, visiblemente nervioso, mirando con el ceño fruncido el informe que sostenía en sus manos. Era un hombre cuya actitud cortés, afable y elegante a veces podía transformarse en torpeza: era médico de medicina general al viejo estilo, de una era anterior a los que él percibía como psicologías que estaban de moda, “terapias”. Dijo, cuidando sus palabras: He recetado analgésicos para su hija, y algo que le ayude a dormir. Es una joven valiente, y puede que tú y ... Michael... tengáis que escucharla y no... –se interrumpió, pasándose la lengua por los labios– no hacer nada precipitado.

Rebecca, en La hija del sepulturero, es una mujer capaz de sufrir la metamorfosis menos imaginada. Rebecca, todo lo puede y todo lo hará de nuevo, tantas veces como sea necesario, siendo ella misma u otra con otro nombre, con otra voz, qué importa, ella seguirá, a pesar de lo que han visto sus ojos. “No era una joven tímida, ni tampoco débil. Ni por su cuerpo ni por sus instintos. No era una mujer muy femenina. No había nada suave, resignado, enternecedor en ella; Rebecca se creía más bien fuerte, nervuda. Su rostro era llamativo, grandes ojos hundidos y muy oscuros, con cejas igualmente oscuras y densas como las de un hombre, y algo de la postura de un varón al enfrentarse con otras personas. En esencia, despreciaba lo femenino. La excepción era su apego a Tignor. No quería ser Tignor; tan sólo que Tignor la quisiera. Tignor, de todos modos, no era un hombre corriente, a juicio de Rebecca. Por lo demás despreciaba la debilidad en la mujer, en lo más hondo de su alma. Se avergonzaba y se enfurecía. Porque se trataba de la debilidad antigua de las mujeres, la debilidad de Anna Schwart, su madre. La debilidad de una raza vencida.”

A medida que leemos la novela, que conocemos los tormentos, los desconsuelos, no es difícil pensar que para Oates La hija del sepulturero es la cajita de música de su infancia, la caja en la que guarda los pañuelos bordados de sus primeros cumpleaños, la caja con recuerdos de fechas confundidas, la caja con los silencios que guardan las cartas y la caja que protege el romanticismo y la ingenuidad de una nieta (no es menor el hecho de que esa nieta, futura desenfrenada escritora, recibió a los catorce años, y como regalo de su abuela, nada más y nada menos que una máquina de escribir y una edición de Alicia en el País de las maravillas). Parece mucho y lo es, pero amparada en la estructura formal que tanto le importa y con el oficio de tantas páginas escritas, Oates ha construido una historia que nos gustaría ver en el cine un sábado a la tarde.

Desde su primera novela, With Shuddering Fall (1964), hasta Mother, Missing (2009) (en español, Mamá, editada por Alfaguara) la presencia de un clima gótico fundido en una rabiosa crítica social le dio grafía y representación a su armadura literaria. Montada en ella, guarnecida, Oates, de apariencia endeble, menuda, con pelo oscuro, rizado, manos huesudas y finas cruza campos de pesadillas por donde se extiende la furia norteamericana.

ESTILO OATES

Oates está condenada a escribir, ella misma parece un frasco de tinta china que no termina nunca de secarse, sus apariciones públicas, más allá de sus clases de escritura creativa y literatura en Princeton, la muestran como el grabado de una escritora posible, de ella misma o de alguna de las mujeres que elige para que lean sus alumnos, Virginia Woolf o Joan Didion; lo cierto es que pareciera que sólo puede mostrarse apenas un rato, el momento en el que levanta la cabeza para que la fotografíen mientras piensa en la formalidad de su próxima novela. Está allí quieta, trata de guardar la calma y parecer serena aunque está apurada, sabe que no puede escribirla sin haber imaginado la escena final y las últimas palabras.

Los personajes de Oates pueden estar escapando, desafiantes, aterrados, en pleno grito o con sus rostros y cuerpos en silencio, inmóviles, no importa, siempre muestran en una escena, en una aparición, toda la historia de sus vidas. Su realidad psicológica se impone ante su propia realidad física, como las esculturas de Duane Hanson, donde el producto estético es siempre su propio documento de identidad, donde lo cotidiano se vuelve singular, justo allí cuando cesa el movimiento y todo se detiene con precisión fotográfica. Fijos, en una vidriera, fijos para ganar tiempo. Figuras atrapadas en un vacío casi autista que son, en un solo tiempo, representaciones genéricas e individuales. Posiblemente esto se deba a la prisa de la autora por dar cuenta, por irritar, por llamar la atención, por cubrir la inmediatez de la crónica social, por evidenciar el hecho político. Oates es una parlanchina por naturaleza pero en lugar de hablar, escribe. Seguramente, a estas alturas, habrá escuchado que aunque intente contarlo todo, algunas verdades son irrecuperables para siempre, se pierden en el oscuro tiempo y ascienden directamente al cielo, como un perfume.

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