Carmen vive en la comunidad de Lago Victoria, en el departamento de Pando, en plena amazonía boliviana. Se cumple ya un año desde que casi la matan en lo que organismos internacionales como Unasur o la ONU denominaron “la Masacre de Porvenir” o “la Masacre de Pando”. Un ligero tropezón le evitó un balazo en la nuca. En medio de las corridas perdió al bebé que estaba esperando. En esos días murieron trece personas asesinadas, según cifras oficiales, y fue el hecho que dio pie a que Bolivia se reencaminara por la vía democrática en pleno caos.
› Por Maria Sol Wasylyk Fedyszak
Carmen Parada tiene cuarenta y tantos. Vive en su casa con Lucio, compañero de ruta de hace casi dos décadas, y tiene un hijo de 12 al que todavía le dice mi bebé. No conoce otra forma de vida que no sea la de la organización. Si hace tiempo fueron las Bartolinas, organización que recuerda a aquella guerrera aymara que luchó contra la opresión del Occidente, compañera de Tupaj Katari, hasta hace poco fue la Federación Sindical Unica de Trabajadores Campesinos Regional Madre de Dios de Bolivia. El año pasado era una de sus ejecutivas, pero hace unos meses les dijo a sus compañeros que necesitaba dejar el cargo para darle más tiempo a su familia. Esta mujer parece un árbol que no decayó a pesar de haber tenido mucho tiempo el viento en contra y, por eso, conmueve. Su fortaleza es inmensa pero todo tuvo un costo.
La vida de una mujer en una organización es dura, sobre todo para una dirigenta. Muchas veces son acusadas de prostitutas por sus propios maridos y compañeros.
Tiene una increíble fe en Dios y dice que por eso esquivó las balas de la masacre del 11 de septiembre por defender en Bolivia una medida de Evo Morales. “No era mi momento.” Cuando uno de los disparos le rozó la cola del cabello, ella iba en caída y fue lo que hizo pensar a sus compañeros que había muerto. La pusieron en la lista de los fallecidos. Ese mensaje fue el que llegó a Lucio que hoy, cuando lo recuerda, se quiebra. El se había quedado en la casa cuidando a su hijo. Para ese día se había convocado un congreso de campesinos de las distintas regiones del departamento de Pando que se dirigían a Cobija, su capital. Era una reunión de urgencia debido a los episodios que se vivían por aquel entonces: toma de instituciones del Estado, del aeropuerto, la aduana, impuestos nacionales y del Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA). Un mes antes de la masacre, Pando había terminado su proceso de saneamiento, más específicamente, la etapa de geo-referenciación del territorio, indicando qué parte le correspondía a cada quien. Fue el primer departamento del país en finalizarlo y las organizaciones sociales tuvieron el rol protagónico en ese desarrollo que se caracterizó por arduas conciliaciones con sectores diversos. El INRA acompañó ese proceso.
Según datos de este organismo, antes de 1996, el 94,7 por ciento de las 6,3 millones de hectáreas del departamento estaban concentradas en pequeñas, medianas y grandes empresas, además de concesiones forestales, maderables y no maderables. Tan sólo el 0,5 por ciento había sido tramitada por comunidades campesinas, pueblos y comunidades indígenas. Mientras que el restante 4,8 por ciento eran tierras fiscales. Con este proceso se regularizó el derecho de propiedad. El 42 por ciento de la superficie departamental se encuentra a favor de comunidades campesinas e indígenas.
En los primeros días de septiembre, la prefectura (gobernación) pandina barajaba el nombre de un nuevo director del INRA “con el fin de realizar una nueva titulación agraria”, informaba el diario El Deber. Los campesinos entendieron que se corría el riesgo de que el proceso territorial se revirtiera. Ante semejante situación convocan a este encuentro, para tomar alguna medida.
Fue una movilización que concentró unos mil campesinos. Movilizarse implica dejar sus chacos (chacras), viajar varios días en micros o camiones cargando hijos, bolsos de ropa, comida, más los ancianos o toda la familia a cuestas.
Es necesario recordar cómo era la Bolivia de ese entonces. A fines de 2007, el gobierno había quitado a las prefecturas el 30 por ciento del dinero que recibían por el Impuesto Directo a los Hidrocarburos que se cobra a las empresas petroleras operantes en el país. Con esa suma, el presidente instruyó pagar la renta Dignidad, un bono de 30 dólares anuales para personas mayores de 60 años. Según los opositores de Morales, el recorte del IDH significaba “un ataque a la autonomía de nuestros departamentos” y se tornó complejo el diálogo entre ambas partes.
En respuesta, hubo toma de instituciones estatales, organizaciones sociales de campesinos e indígenas y ONG. En Pando, eran perseguidos los dirigentes campesinos y en varios casos fueron agredidos.
En medio de eso, el 11 de septiembre a la madrugada, antes de que los campesinos llegaran al lugar en que se debía efectuar su congreso, “cuando llegamos nos atacaron los cívicos. A las seis de la mañana fuimos al diálogo. Nos decían ‘regrésense, campesinos de mierda, porque si no les vamos a matar a todingos y no va a quedar nadie’. Nosotros no íbamos a un enfrentamiento, les dijimos, íbamos a un ampliado. Yo les dije a los compañeros que nos regresáramos porque había niños, ancianos, entonces retrocedimos y nos empezaron a seguir y a disparar. La gente con la que yo venía en ese punto se enojó: si tienen que matar que nos maten. No teníamos con qué defendernos”, relata Carmen. Avanzaron más y se toparon con una emboscada en Porvenir y comenzó la balacera. Los campesinos no tenían ningún respaldo de la policía ni de nadie. “Nos decían que nos iban a dejar pasar pero nos entretuvieron hasta que nos rodearon. Es por eso que la gente corrió y se tiró al río. Ahí me rozó la bala. Después de eso, dos días estuvimos escondidos en el monte y un brasileño nos llevaba comida y nos ayudó a salir. Yo no podía irme sin mis compañeros. Quienes fueron conmigo volvieron todos, no hubo desaparecidos o muertos, sí heridos. Era complicado de atender a la gente porque en los hospitales de Cobija los mataban. Había médicos que nos ayudaban, pero en las ambulancias iban los matones... les sacaron la lengua y la oreja a los normalistas (estudiantes).”
Entre el 11 y el 12 de septiembre fueron asesinadas trece personas: tres normalistas que acompañaban la movilización, seis campesinos, un pastor, un conscripto, dos integrantes de la Prefectura. Por la diferencia de los muertos, no cuadra la teoría del enfrentamiento, a pesar de que algunos la siguen defendiendo.
Después del 11, el chaco de Carmen había sido quemado y su casa asaltada. Hasta la cama se llevaron junto con los animales. Sólo quedaron los terneros. Su casa queda alejada de la comunidad, por eso es que su familia dejó todo como estaba y se quedaron en la ciudad. Tenían miedo de que alguien los atacara. Para llegar ahí, hay que cruzar el río Beni en una embarcación. Las casas de la comunidad son como grandes artesanías, la mayoría con piso de barro apisonado, techo de hojas de cusi y las paredes de madera o caña. La naturaleza de ese lugar impresiona. Los árboles son altísimos, de castaña, la tierra es roja y las aguas tienen “fieras”, como pirañas, lagartos, anguilas y anacondas.
Carmen vive en pleno monte. Es más difícil sentirse seguros allí. Nadie se entera si pasa algo. Ella pasó cuatro meses en La Paz porque su seguridad, como la de decenas de campesinos, no estaba asegurada. En ese período, nunca pudieron hablar con el presidente a pesar de las numerosas solicitudes que le hicieron. “Necesitábamos que él nos escuche. No se dio. No entendemos por qué.”
Ella entiende a sus compañeros cuando le dicen: “Hemos defendido el ‘proceso de cambio’, la continuidad del presidente... esperábamos otra cosa y esperábamos que la poquita ayuda que llegó a algunos lugares fuera para todos, pero no fue así. Sabemos que el presidente dio orden de que nos llegara pero no la recibimos”. A pesar de todo, defienden a Evo, pero aclaran: “Estaremos en el gobierno, pero no en el poder”.
La confianza que campesinos e indígenas tienen en el presidente no se hace extensiva hacia su entorno. Ahí es donde dicen que siguen en el poder “los mismos de siempre”.
En los días posteriores a la masacre, se decretó el estado de sitio, pero la seguridad que se esperaba a muchas comunidades no llegó.
En Filadelfia, a menos de una hora de Porvenir, fue incendiada la alcaldía que, se sabe, es afín al gobierno. Si uno pasa ahora, aún están a un lado las cruces de los muertos del lugar. En septiembre, allí habían quedado depositados los cuerpos por dos o tres días de algunos normalistas. Un campesino relató que “uno de ellos tenía estacas de metal en los ojos y a otro le faltaban las orejas”.
Después de todo eso, Leopoldo Fernández fue detenido pero su descabezamiento no cambió la estructura de poder.
“Renunciar a una perspectiva histórica y política es contribuir a presentar la violencia como un fenómeno casi natural, por lo tanto, impredecible e ineludible”, se escribe en La Otra Palabra, un libro que recuerda la masacre de Acteal, en México, donde fueron asesinadas 45 personas en 1997. Por eso, para comprender parte de lo que pasó en Porvenir hay que retrotraerse en el tiempo. Esta región de Bolivia era habitada, originalmente, por las etnias tacana, chacobo, cavineña, pacahuara, esse ejjas, entre otras, y recibió a fines del siglo XIX una oleada de trabajadores promovida para el aprovechamiento de la goma por el clan familiar de Nicolás Suárez, que prácticamente gobernó la región con un sistema semiesclavizante de explotación. Descendientes de ese clan y de otros aseguran que sus antepasados “no tuvieron suficientes balas para exterminar a los indígenas de la región”.
Allí existía el sistema de trabajo denominado “el habilito” que consistía en el endeudamiento del trabajador y su familia por consumo de productos que el patrón obligaba a comprar y que debían pagar con la producción de la zafra y otros quehaceres del campo. Los trabajadores resultaban endeudados y eran obligados a pagar inclusive por parte de sus hijos y familia en caso de muerte (Bojanic, 2001).
Después del auge de la goma, la economía se basó en la castaña, de ahí los árboles inmensos de la zona. En los últimos 20 años, la pobreza en el área rural se incrementó de un 60 a un 80 por ciento, según datos del Instituto Nacional de Estadísticas. El aprovechamiento de la castaña involucra a más de 20 mil familias entre zafreros y quebradoras de almendra que se benefician sólo con el 20 por ciento de los ingresos, mientras que las 20 familias propietarias de las beneficiadoras de almendras y los intermediarios latifundistas se benefician con el resto. Con ese historial, la gente comenzó a organizarse, hartos de los abusos de los patrones y reclamando su derecho a la tierra.
“Nosotros a veces estamos todo el día sin comer, sin un refresco, pero estamos trabajando, visitando comunidades, concientizando a la gente de sus derechos. Si nosotros no hiciéramos eso, ya nos hubiesen pasado por encima. Ni hubiéramos ganado los espacios que ganamos a pesar de que no tenemos recursos ni logística ni movilidad.”
Después del 11, cerca de donde vive Carmen, en las paredes, aparecieron las caras de ella y otro dirigente con una inscripción: “asesinos”. Desde entonces, tampoco paran las amenazas. También sabe que la fueron a buscar unos encapuchados, pero afortunadamente no la pudieron encontrar. A partir de ese momento, ella y otros dirigentes también sufrieron la desconfianza de sus compañeros por la campaña efectuada en su contra, que decía que ellos sí sabían lo que iba a pasar el 11 y aun así los enviaron al muere. Después de volver de La Paz, ella y sus compañeros se ocuparon de recorrer las comunidades para contar qué había pasado y por qué para que la gente se concientizara.
“Hay muchos compañeros que son comprados por gente de la Prefectura.” A pesar de eso siguen luchando. Ese trabajo de concientización de la gente, para que se saquen de la cabeza el denominado “síndrome del patronazgo”, se viene haciendo desde hace años y “ha sido la causa de lo que pasó el 11”, enfatiza Carmen. “Ellos querían terminar con todos los dirigentes. El mismo ex prefecto había dicho que iba a terminar con nosotros. La bronca de ellos era ver que pagaban, como parte de su práctica clientelar, pero cuando nosotros convocábamos, la gente salía, porque hay gente bien consciente y después del 11, más aún.”
El proceso contra Leopoldo Fernández es un proceso penal ordinario por los delitos de “homicidio, terrorismo, asociación delictuosa, lesiones gravísimas, graves y leves”, según el fiscal Eduardo Morales que entiende en la causa, aunque Leopoldo hubiese preferido un juicio de responsabilidad, que se sabe, tarda demasiado.
Leopoldo Fernández fue funcionario de varias dictaduras: con Luis García Meza, entre 1980 y 1981; con la “junta militar de gobierno” compuesta por Celso Torrelio y Guido Vildoso, entre 1981-82, fue director del Instituto Nacional de Colonización de Pando y con Hugo Banzer, entre 1997 y 2002, fue parlamentario, prefecto y ministro de Gobierno. En Pando hay un dicho: “a Leopoldo sólo el faltó ser defensor del pueblo y cura”.
Para los campesinos “el responsable de la masacre es Leopoldo”. Los cívicos “acusan al ministro de la Presidencia, Juan Ramón de la Quintana, de haber organizado la movilización”, señala el diario La Razón en aquellos días. Muchos cívicos se encuentran con status de refugiados en Brasil, ya que Cobija es ciudad fronteriza. Cuando se cumplieron los tres meses de la masacre y comenzaba su retorno, se ordenaron detenciones que fueron criticadas por la forma en que fueron efectuadas. Los cívicos señalan que los detenidos son “presos políticos” y que ellos también fueron y siguen siendo perseguidos.
Con el paso del tiempo, surgen interrogantes. “¿Por qué el Estado boliviano no intervino si estaban tomando sus instituciones desde hacía varios días? ¿Por qué no frenó la oleada de violencia? ¿Por qué, si se sospechaba que las fuerzas de oposición en Pando tomaban las instituciones del Estado, no apresó al prefecto y quizá eso frenaba los muertos que hubo? ¿Por qué, presidente Morales, jamás recibió a las víctimas de la masacre? ¿Por qué? ¿Por qué aún hoy nadie nos escucha y nadie nos ayuda?”, reclaman las voces que tienen nombres y apellidos, pero que prefieren aún que no se las mencione. Se presume que si el caos estallaba en Santa Cruz, el episodio hubiese terminado en golpe de Estado.
Generalmente son dudas que se expresan por lo bajo para que nadie corra el riesgo de ser tildado de “opositor” o de “derecha”, pero andan dando vueltas. Pero las dudas hay que sacárselas y las preguntas hay que hacerlas alguna vez.
A pesar del paso del tiempo, para las víctimas nada cambió y temen que haya otro 11. Su situación empeoró aunque en el contexto nacional el caos aminoró: la oposición finalmente se sentó a dialogar con el gobierno; a mediados de octubre de 2008, el Congreso aprobó el texto que la asamblea constituyente debatió durante meses; el 25 de enero, el 60 por ciento del país aprobó por voto popular el nuevo texto constitucional que le otorga a Evo Morales la posibilidad de ser reelecto el próximo 6 de diciembre.
En teoría, próximamente, comenzará el juicio a Leopoldo y al resto de los detenidos. En esta causa fueron recusados numerosos jueces por supuestas afinidades. Mucha gente en el campo sigue hablando de la desaparición de mujeres y niños, mujeres a las que les rompieron sus vientres y supuestas fosas comunes donde habrían sido enterrados. La Justicia no sigue esta pista porque, según dicen, no obtuvo suficientes pruebas. Sólo queda la duda, una más. ¿Por qué ante semejante balacera sólo perecieron hombres adultos?
Ojalá llegue la justicia para Carmen, para las viudas, para quienes perdieron a sus hijos, a sus maridos y padres. Ojalá algún día se sepa toda la verdad y pueda ser utilizada para un buen fin, le pese a quien le pese.
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