CRóNICAS
› Por Juana Menna
Su madre se casaba ese mediodía. Llovía a cántaros. Faltaba una hora para la ceremonia en el Registro Civil y la mujer, que había estado tan activa y contenta, de repente lloraba frente al espejo. “Voy a llegar con el pelo hecho un desastre. No hay spray que resista esta humedad”, se lamentaba semidesnuda, con un par de botas negras y taco aguja que casi le llegaban al muslo. Cynthia, su hija, se plantó a sus espaldas con un secador y el cepillo redondo para hacer brushing. “Haceme caso, andá maquillándote los ojos mientras te peino como a una reina”, la calmó.
Dos años atrás, Ana se había encargado del pelo de Cynthia (y de sus nervios en aumento) minutos antes de que su hija diera el sí. Ni entonces ni ahora ellas se dijeron palabras trascendentes sobre el matrimonio, que a Cynthia le duró menos de diez meses. Pero lo de Ana era distinto: hacía 20 años que convivía con Raúl. Para ellos, casarse era una reafirmación del vínculo que los unía pero también, en el fondo, una osadía que echaba por tierra el mito familiar de que Anís y Zilito —como les dicen los/as íntimos/as— tendrían un noviazgo eterno.
Lo del pelo y la lluvia no eran los primeros percances. Ana, de 51, y Raúl, de 52, son actores. Se conocieron cuando ella tenía dos hijas de una pareja anterior y él, un hijo. Toda la familia convivía en un caserón de Once. Ahora que Cynthia tiene 30 años puede entender que no les fue fácil criar hijos propios y ajenos bajo un mismo techo. “Aún recuerdo que su hijo, Manuel, me desordenaba los juguetes sin permiso y que cuando era adolescente a Raúl le contesté mal algunas veces diciéndole que él no era mi papá”, cuenta Cynthia.
Ella vive en Junín de los Andes, su madre y su hermana en Buenos Aires. Por la distancia se acostumbró a recibir noticias familiares a través del correo electrónico. Pero cuando su madre escribió “Nos casamos”, Cynthia se desconcertó. Y volvió a desconcertarse cuando, con el bolso de viaje en mano, su mamá le avisó: “Posponemos la ceremonia una semana. El Registro Civil cerró por temor a la gripe A”.
El padre se mudó a España, junto con su esposa y un bebé recién nacido. Al enterarse de la boda, él le escribió por chat: “Sos una privilegiada. Fuiste a mi casamiento y ahora vas al de tu mamá, aunque sea por separado”. “En fin, somos una familia ensamblada que ahora, que estamos más grandes, funciona bastante bien”, se ríe Cynthia mientras traza su árbol genealógico.
El día del casamiento, Cynthia se encargó de todos los detalles. Por ejemplo, recibió a invitados e invitadas que esa noche llegaron al caserón de Once para una reunión íntima. Algunos obsequiaron platos, planchas y ropa de cama como si la pareja, además de recién casada, estuviera iniciando la convivencia. También fue necesario coser a último momento unos tules del vestido de novia, que Ana eligió en una feria americana. Del ramo de flores que usó en el Civil se había enamorado durante un paseo por el barrio chino de Belgrano. “Le advertí mil veces que le saque la etiqueta con el precio. Pero ella no se preocupó”, suspira Cynthia. Cerca de la madrugada, Ana le susurró a su hija que no era para tanto, que la etiqueta decorada con caligramas era encantadora, que su peinado y toda la fiesta resultaron una divinura. Madre e hija siguieron bailando hasta que los tacos altos de las botas de Ana dijeron basta.
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