Una buena noticia: en los últimos años la literatura infantil les ha dado un lugar preferencial a las madres, ya no es necesario ser huérfano para ser protagonista de un cuento. Una no tan mala: ellas aparecen representadas con sus manías, sus defectos y sus incoherencias. La ironía se ha instalado como fórmula estética para aplacar culpas, grandes exigencias y paliar el aburrimiento.
› Por Liliana Viola
Había una vez, hace muchísimos años, un pacto tácito en la literatura infantil por el cual las madres –y muchos padres también– quedaron excluidos de todos los cuentos. Para ser protagonista había que ser huérfano. Desde Tom Sawyer hasta Harry Potter, existe toda una legión de niños y niñas solos, abandonados o directamente “sin madre” como El Principito, que debieron transitar por esta ausencia para llegar a lo que llegaron. La orfandad es un siniestro fantasma para los lectores –que Disney supo llevar a la pantalla y al paroxismo con Bambi, Dumbo y El Rey León– y una coartada que le asegura al protagonista del cuento el libre albedrío. Impulso brutal hacia la peripecia que despierta compasión y admiración en quien le siga los pasos, dos sentimientos clave para alentar la lectura. Justifica el paso temerario hacia un destino que nunca es más peligroso que el dolor de no tener familia, pero infinitamente más interesante. La ausencia de padres en las ficciones es también el equivalente de esa advertencia que hacen los escapistas: “No lo haga en su casa”. Si Tom Sawyer se aventura río abajo es porque no tiene madre. Si Pinocho cambia la escuela por las luces del teatro es, en parte porque no es un niño de verdad, no tiene madre. Los padres no están puestos en tela de juicio, simplemente han sido suprimidos. Los niños capitalizan sus valores y se libran del estorbo. Pagan por eso y crecen.
Dicho pacto secreto se cumple tanto en los libros escritos especialmente para la infancia como en los que se le fueron adecuando: Robinson Crusoe (1709) y Gulliver (1726) representan las pioneras ventajas de la orfandad: la posibilidad de crearse a sí mismo, de recorrer los más diversos mundos o sobrevivir a la selva, eso sí, llevando en el bolsillo la herencia de una educación como quien lleva, no el saquito o la manzana con la que nos corre la madre protectora, sino un abrelatas. En Moby Dick no hay madre, salvo que se interprete a la ballena como imagen materna, y no hay grandes madres en Salgari ni en Julio Verne. Entrando en el siglo XX hicieron su aparición Tarzán, Batman y toda una camada de superhéroes solitarios, que según algunos analistas llegaron para paliar la desatención de los niños varones en épocas en que los padres comenzaban a dedicar más horas al trabajo. Una especie de dosis de masculinidad administrada en capítulos.
Si bien hay excepciones, como Mujercitas, se podría armar una biblioteca entera con chicos: Oliver Twist, David Coperfield, Mowgli, Peter Pan. Poblaciones enteras, como los elfos, las hadas o los ogros, ni siquiera cuentan con árbol genealógico. En Alicia en el país de las maravillas, la madre está muy lejos de ese pozo y apenas ha sido remplazada por una hermana mayor que está distraída leyendo. En las recopilaciones de los Grimm, las penurias de muchas doncellas como Blancanieves y Cenicienta se inician con la falta de mamá. Son bastante escuetas, irresponsables o rematadamente locas algunas madres como la de Caperucita y Pulgarcito. A veces son reinas que apenas sirven para buscar el príncipe ideal pero enseguida se difuminan. Harry Potter, heredero de toda una tradición literaria que celebra la aventura, debe a la pérdida de sus padres, su marca en la frente, el inicio de su razón de ser y hasta el nombre de su peor enemigo. Otro hallazgo literario de la literatura contemporánea, Los hermanos Baudelaire, de Lemony Snicket, comienzan cuando Violeta, la hermana mayor, debe protegerse y proteger a sus hermanos de lo que queda en pie después del tremendo accidente en el que murieron sus padres.
¿Cuál es la razón para el sacrificio de tantos progenitores? No es una sola. Aunque no parezca, la literatura infantil, como toda literatura, ha ido variando con las generaciones, formando un canon de lo que se debe decir, cómo se debe leer, qué se puede imaginar y a quién se va a criticar. Según el especialista francés Marc Soriano, los editores durante todos estos años pusieron como consigna que de ningún modo se criticara a los padres. Fue en 1945 cuando la aparición de Pippi Calzas largas, de Astrid Lindgren puso en cuestión los límites de esta figura de niños héroes sin padres. Es que esta vez era una nena la que vivía sola, sin problemas económicos, dotada de una fuerza extraordinaria capaz de levantar caballos, trenzas rígidas, muchas pecas y medias largas, que desafiaba la autoridad de sus maestros, ridiculizaba a la policía y a toda la estupidez de toda institución que se le cruzara. Traducido a más de 60 idiomas, tuvo que tolerar primero que se lo tildara de dañino para la infancia en un momento en que el canon mandaba obediencia y disciplina. La censura, el miedo y cierta corrección política han sacado históricamente de la lista a todas aquellas fábulas de Esopo donde el padre insiste en tener relaciones incestuosas con las hijas. Son bastantes. También ha olvidado la crueldad lasciva del papá de Piel de asno.
¡Dónde queda la maldad de los grandes? Con los padres muertos, malos son los tíos, las tías y las madrastras. La falta de lazo de sangre directo, la falta del instinto materno es puerta abierta a los desamores y termina siendo un canto a la familia más tradicional. Aun los tíos buenos resultan insuficientes, es el caso de los pobres tíos de Dorothy en El mago de Oz, que permanecen tan grises y por más afectuosos que sean son incapaces de detener las tormentas. Tan sólo luego de haber vivido una temporada en el reino de Oz dan ganas de decir ante esos ancianos mansos que no hay nada mejor que volver a casa.
Una fantasía, con la que muchos han podido sobrevivir parte de su infancia, propone que la mamá que vive en casa es una impostora. La verdadera, la buena, ha sido secuestrada por la mala que es con la que uno tiene que lidiar. Parecido a la interpretación que hacía Melanie Klein de la dupla madre-madrastra: para el chico la mamá es buena cuando concede y mala cuando niega. La fantasía va más allá soñando que un día la verdadera saldrá de su cautiverio para abrazarnos. Es una idea que aparece en versión invertida en El patito feo que no era feo sino hijo de la señora cisne y no de la señora pata como todos creíamos. El patito de Andersen no es sólo paladín de la diferencia sino de toda una estirpe mucho más bella y con más pluma. Mucho más acá, la historia de Coraline –la película se basó en la novela del escritor británico Neil Gaiman publicada en 2002– redobla la apuesta con recursos del terror. Coraline tiene dos mamás. Como sus padres no le prestan atención, la nena se pone a explorar los alrededores de su nueva casa y encuentra una puerta cerrada. Al abrirla descubre una casa idéntica a la suya, un mundo alternativo habitado por su “otra madre” y su “otro padre”, reproducciones casi exactas pero que tienen botones en lugar de ojos. Allí Coraline venderá su alma al diablo sin saberlo, por su deseo de que su madre no sea tal cual es, y tardará el resto del libro en regresar a aquella imperfección de antes, como Dorothy.
Otra gran característica que Coraline comprarte con las ficciones de estas ultimas décadas es que la acción transcurre entre cuatro paredes. Ya no hay aventuras en la selva, no se recorre el mundo en globo, se ha descubierto que existe una trama interesante, cruzada por la psicología, la crítica social y cultural, en el seno de la familia. Y ahí entonces es donde hacen la aparición las madres y los padres. La impericia de los adultos para cumplir con los antiguos mandatos de perfección es lo que los ha vuelto interesantes y dignos de protagonizar series exitosas. Los Simpson es el mayor ejemplo. Habría sido impensable en el siglo XIX una saga montada sobre las imperfecciones domésticas, la miseria y la declinación moral. Si los Simpson no son los primeros son seguramente los personajes que con más ímpetu abren las puertas a toda una ficción que encuentra en la familia, el nuevo espacio del entretenimiento y la aventura.
El último capítulo de la serie de televisión South Park (que no será para chicos pero los cuenta entre sus principales espectadores) titulado En ocasiones veo famosos muertos, aparece Michael Jackson diciendo que no se murió y que ahora es una niña pequeña blanca. Su espíritu se apodera del hermano menor de Kyle, quien ahora vocifera “¡Les dije que no estaba muerto, soy un niño! ¡Vamos a jugar!”, mientras canta y realiza parte de sus famosas coreografías. Finalmente, el resto de personajes logran convencer al espíritu de Jackson de que lo van a presentar a un concurso de belleza. Otros famosos también fallecidos este año, como Patrick Swayze y Farrah Fawcett, aparecen en el mismo capítulo junto con David Carradine, la estrella de Kung Fu, quien está en un armario y todavía colgando de una soga vestido con medias y tacones.
Esta es la escena más estridente, al menos hasta ayer, del lugar que puede ocupar la ironía recargada en los productos dedicados a la niñez y la juventud. La posibilidad de consumir héroes y en la misma operación devorarlos, hace las delicias de padres y chicos que disfrutan tanto de Schrek donde la misma literatura infantil aparece sometida a una prueba de fuego.
No es casual que exista y que haya tenido éxito un libro muy interesante titulado 22 huérfanos, donde se puede reconocer a los personajes que han aparecido nombrados en esta nota pero ahora todos juntos y haciendo de las suyas en un orfanato.
En un libro editado hace poco en castellano, La magia de los cuentos infantiles, el especialista Seth Leader define con claridad el estado irónico de la infancia actual: “Esa mezcla de descontento urbano, sabiduría irritable, y distancia del tipo ‘yo ya estuve, ya me compraron, ya lo hice’ que afecta al niño moderno. Es el estado que no sólo ven los padres y los educadores, sino que los autores de literatura también. Los niños actuales viven en un mundo de falsas creencias. Aprenden que los otros mienten, que sus creencias tal vez no son compartidas por otros. Muchos niños aprenden que la diferencia entre apariencia y realidad no es tan clara y muchos niños aprenden entonces a cultivar un sentido del humor, una actitud de quien está de vuelta de todo frente al engaño o la decepción”.
La combinación exquisita entre ironía y la ternura (¿último bastión de lo verdadero?) se da de manera inequívoca en los libros ilustrados, de poco texto y geniales imágenes dedicados a los chicos que aún no leen. La saga de Olivia, esa chanchita que vive con padres y hermanos, es un ejemplo encantador y de que cada vez se comienza más temprano con las bromas dedicadas a mamá. Dos encantadoras prueba de ello son Globo y Secreto de familia de la argentina Isol (Fondo de Cultura Económica). La pequeña protagonista del Secreto explica así su problema: “Un día me levanté más temprano que de costumbre. Y Ahí estaba, preparando el desayuno antes de despertarnos”. La madre, sin arreglarse y con los pelos parados era un puercoespín. Esa visión no queda allí sino que da sentido a conductas maternas: “Ahora entiendo por qué tantos frascos de champú y cremas, y tarda horas en arreglarse para salir”. Su familia no era ya tan normal y tal vez ella misma tampoco lo fuera. Como es una niña práctica, decide revisar la casa de una amiguita para descubrir que las otras casas tampoco son como nos las muestran las publicidades de shampoo. En la misma línea pero editado unos años antes vio la luz en Editorial Juventud Mi madre es rara, de Rachna Gilmore (textos) y Brenda Jones (ilustraciones). Con trazos menos sutiles que los de Isol, pero con la misma intención, una niña cuenta que algunas mañanas cuando su madre despierta parece un monstruo y que las señas de su monstruosidad desaparecen recién después de tomarse el primer cafecito. No tardará en comprender que no siempre es así y el resto del libro se irá en la búsqueda de soluciones. La normalidad llega con el beso y con la aceptación de una fealdad que la rutina provoca.
Aunque rezagadas en lengua española y difíciles de encontrar en librerías que no sean especializadas, ya han aparecido libros ilustrados dedicados especialmente a tocar el tema de las mamás lesbianas. Ahora no será una sino dos las madres que caigan en las garras de los bromistas de la literatura infantil. Un tema que podría prestarse a la pancarta y al abuso de la corrección política, le permite a Vanda Carter, la autora del texto y las ilustraciones de If I had a hundred mummies (Si tuviera cien mamis), llevar al absurdo y al hartazgo el lugar de las madres en la vida de los niños. Se agradece entonces con más entusiasmo que la ironía venga al rescate. La niña comienza a imaginar cómo sería su vida si tuviera un millón de madres: aguantarse larguísimas conversaciones de amigas, festejar infinitos cumpleaños y repartirse para el Día de la Madre, escuchar consejos contradictorios, entre otras incomodidades harían las delicias de una vida cotidiana que, mirándolo bien, es casi perfecta cuando se tienen dos madres, que son más que una sola pero, por suerte, muchísimo menos que una multitud.
El más reciente trabajo de Quentin Blake, el histórico ilustrador de Roal Dahl, es este libro, Daddy lost his head, editado por Random House, donde la virulencia de la broma surrealista cae esta vez sobre el padre. Ya desde la tapa impacta la figura de ese hombre descapotado al que los dos hijitos le están dando la mano. Adentro sabremos que un buen día el padre efectivamente perdió la cabeza. Mientras la esposa se preocupa por lo que dirán de ella vecinos y amigos cuando sepan que ella fue incapaz de mantener la cabeza del marido en su lugar, los niños se dedicarán a solucionar el problema. Le fabrican una cabeza en papel maché con las instrucciones que tanto han recibido en la escuela y le encuentran de a poco los beneficios. La madre está feliz porque tiene un marido que ya no ronca, lava los platos, no se apodera del control remoto y los chicos aprovechan para hacerle gastar la tarjeta de crédito. El padre es alimentado por un embudo y conviene evitar darle besos porque el papel se desintegra ante el contacto. A medida que el disparate va tomando proporciones cada vez más insoportables, se lee claro la crítica demoledora hacia los padres que se olvidan la cabeza en el trabajo, los matrimonios fundados en la rutina y la ausencia de la conversación, que es lo que menos se extraña de este papá que no emite sonidos. Con final feliz, el padre recupera su cabeza una vez que terminó el proyecto que lo tenía concentrado en su oficina, los niños de este cuento como en el de otros han vencido a sus progenitores con estilo. Definitivamente. O mejor dicho, por ahora, no habrá necesidad de matar padres y madres para hacer que resulte entretenido un cuento.
Como en cada época de la literatura para chicos, para algunos tanto parecerá un espanto, otros no lo notarán y otros les parecerá un hallazgo. Nunca se sabe exactamente qué es lo que se logra con cada experimento. Y es un alivio. O como decía sin ironía un escritor, que mucho sabía del tema: “No hay que olvidar que un niño no es una flecha que va en una sola dirección, sino muchas flechas que, simultáneamente, van en muchas direcciones”.
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