Considerada entre las más sutiles escritoras inglesas del siglo XX, Elizabeth Taylor cargó toda su vida con el karma de un nombre compartido. Una biografía que acaba de aparecer en Inglaterra devela no sólo los títulos de su talento oculto sino toda una historia de amor escondida en los cajones de una señora de su casa.
› Por Liliana Viola
En 1944 la Twenty-Century Fox estrenaba la película Jane Eyre. Una nena de once años y ojos violetas hacía de Helen Burns, la amiga de la protagonista. Muy pocas tomas para la pequeña Elizabeth Taylor que moría tuberculosa en las primeras escenas. Ese mismo año, la niña precoz reaparece en National Velvet. ¿Quién iba a sospechar que cruzando con éxito la adolescencia se iba a convertir en una de las estrellas más escandalosas y famosas del mundo? O mejor: ¿A quién podía importarle?
Siempre hay alguien. A una mujer de 33 años, llamada Elizabeth Taylor y que estaba por publicar su primera novela, le habría importado. Para arrancarse a tiempo ese nombre que la condenó a vivir como un eco, como la otra siempre, como la que no es. Antes de ver en la calle su tercera novela, la autora que había soñado con el reconocimiento y la fama pudo ver cómo tan sólo su nombre los conseguía. A mediados de los cincuenta, la verdadera Elizabeth deslumbraba con James Dean en Gigante y era La gata sobre el tejado de zinc junto a Paul Newman. “Odio mi nombre”, le escribe a una amiga en 1965 cuando a la sazón su tocaya protagonizaba un tórrido capítulo de su tórrido romance con Richard Burton. “Estaba comprando un sombrero y la vendedora me dice: Me imagino que usted se llamaría así antes de que ella se hiciera famosa, o antes de que ella naciera. Le respondí a regañadientes que sí, que mucho antes. ¡Y entonces intentó consolarme! Bueno,para mí usted tiene más personalidad.” Un crítico de Londres celebra la aparición de sus relatos rematando con un lamento: “Extraordinaria entrega de esta escritora. Es una verdadera pena que comparta nombre con la famosa actriz”.
Desde la publicación de su primera novela At Mrs Lippincote, hasta su muerte en 1975 editó otras once, cuatro volúmenes de cuentos y un libro para chicos. Fue considerada por autores tan honorables como Kingsley Amis como una de las mejores autoras del siglo XX, así como despreciada por gran parte de la crítica por demasiado femenina, concentrada en tareas domésticas, deberes maritales, estilo anticuado. La llamaron la Jane Austen de los ‘60, para bien y para mal. Además de llevar una vida de ama de casa que nunca se queja, de concentrarse en la crianza de dos hijos que hoy declaran que tardaron mucho en advertir que su madre era escritora, y ubicarse deliberadamente lejos de los cócteles y de la elite literaria, habrán sido años dedicados a maldecir su nombre, recibir cartas de fans destinadas a otra persona, sufrir equívocos y bromas fáciles. No hubo reseña donde no se consignara que la señora en cuestión era “Elizabeth Taylor, pero la escritora”.
A casi 40 años de su muerte, esta misma nota se justifica menos por sus obras, que todavía no han sido traducidas al castellano, que por el morbo y estupor que provocan las coincidencias. Y aunque la del nombre bastaría para seguir leyendo, resulta inevitable agregar otros malditos accidentes. Su primer editor fue Peter Pan. El verdadero. Su primera vocación fue el teatro, se conservan no pocos artículos de diarios de la época alentando la carrera “de la joven Elizabeth Taylor, una actriz que promete”.
En la actualidad, es una perfecta ignota para los lectores de lengua española, pero también lo es en su tierra. La falta de reconocimiento se deberá buscar en su nombre poco serio y en su temperamento –cuentan que una vez que accedió a ser entrevistada respondió sin parpadear y con pose de lechuza a unas 30 preguntas en apenas 30 segundos–. Por tan modesta, la consideraron pobre, por defender sus viejas costumbres creyeron que era costumbrista. He aquí otra maldición para Taylor: es muy reconocida por ser tan poco conocida. Nunca ganó un premio en vida. El mismo año en que se publicaba, póstuma, su novela Blaming, le concedieron el prestigioso Whitebread-Prize por su trayectoria. Fue a recibirlo su marido. El hombre con quien vivió desde sus 23 años, al que le planchó, lavó y cocinó y a quien jamás quiso robarle horas de atención para dedicarlas a la escritura.
Habría que aclarar que de no haberle importado tanto su nombre, se habría ahorrado muchos problemas. Nació el 3 de julio en 1912 y fue registrada por sus padres como Dorothy Betty Coles. Pero ella odiaba Dorothy. Era un nombre vergonzante en una época donde las aulas se llenaban de Joan, Nancy, Audrey y Peggy. No se sabe si también odiaba Betty. Lo que se sabe es que en la década del ‘30 ya había conseguido que todos, menos su padre, la llamaran Elizabeth. ¿Habrá querido el destino que esto sucediera justo en febrero de 1932, año en que nacía su tocaya? Con el Elizabeth en su poder, bastó con que se casara con un joven llamado John Taylor para convertirse en lo que ya hemos dicho. En sus tres primeras novelas, sus nombres, los de origen y los de opción, aparecen repartidos entre los principales personajes. Los de sus amigos, de sus vecinos y hasta de alguna mascota tienen siempre un reconocimiento en sus ficciones. Aunque en las pocas entrevistas que otorgó minimizó su bochorno, es posible suponer que sufrió el doble que cualquiera al ver a su Elizabeth tan querido destinado a otro ser: no por nada había dedicado sus primeros 25 años a elegir la palabra con que nombrarse.
Efectivamente, el primero que reconoció su talento fue Peter Pan. Peter (Pan) Davies, quien le editó su primera novela, había sido también el niño huérfano que inspiró a James Matthew Barrie la Historia del país de nunca jamás. Las biografías lo describen como un editor sensible e inteligente que en 1945 regresaba de la guerra y se encontraba con un manuscrito rechazado por muchos, sobre una ama de casa con un marido soldado. Estos amores y desamores de posguerra le parecieron altamente vendibles y de calidad. La recepción fue favorable y la relación entre autora y editor se afianzó con la publicación de Palladiam y con las cinco novelas que siguieron. Peter sin duda habría editado todas las obras de Taylor de no haberse quitado la vida en 1960, dejando en evidencia la imposibilidad de la niñez eterna en este mundo y a nuestra autora en un estado de desprotección editorial.
Luego de años encerrada en círculos de expertos, Elizabeth Taylor recibió en los ochenta el rescate de la editorial Virago. Se publicaron todas sus novelas en una edición de tapas floreadas con prólogos de autoras prestigiosas como Elizabeth Jane Howard, Hilary Mantel y Sarah Waters. En 1984 Angel fue elegida una de “Las trece mejores novelas de nuestro tiempo” por la crítica británica y en 2007 fue llevada al cine por François Ozon. ¿Asombrará el dato de que justo Angel es la única obra que Taylor se arrepentía de haber publicado?
Pero en fin, el gesto más ampuloso de este rescate es la reciente publicación en Londres de su primera biografía. Si algo no quería esta Elizabeth, era esto. No actuaba como un personaje público y no quiso ser vista como tal. El espanto frente a los biógrafos ya aparece en “Hermanas”, un cuento en el que una mujer se ve obligada a responder preguntas para un libro sobre su hermana famosa. Adoraba su imagen y su literatura de señora de su casa “a la que por suerte jamás le pasó nada” y cuando supo que no le quedaba mucho tiempo de vida, ya en la fase terminal de un cáncer, ordenó destruir los papeles que no tuvieran un valor literario. Quedaron algunas cartas a escritores (Virginia Woolf, Kingsley Amis, Dorothy Parker) y los manuscritos de sus ficciones.
¿Cómo hacer una biografía frente a esta fortaleza medieval? Nicole Bauman, la autora, responde en el prólogo que Taylor murió sin saber que en un lugar de este planeta quedaban algunas cartas. Centenares de páginas dedicadas a un hombre que conoció en los días en que se casaba y formaba su familia tipo. En la correspondencia más maravillosa y representativa del siglo, Bauman dixit, la escritora habla, a lo largo de 15 años, de literatura, de lo que escribe, de lo que hace, de lo que le molesta y de lo que no va a hacer. La biógrafa tan temida tuvo la delicadeza de esperar a la muerte del marido para detonar esta bomba en cuyo título incluyó las palabras mágicas que harán que la pobre no deje de revolcarse en su tumba. Sí, el libro se llama The Other Elizabeth Taylor (La otra Elizabeth Taylor). El honor de un nombre, queda salvado. Ninguna Elizabeth Taylor ha nacido para ser el ama de casa que todos estaban esperando.
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