CRóNICAS
› Por Juana Menna
Marianela viaja en el furgón. Todas las noches. Es uno de los pocos lugares disponibles del tren. Ahí puede fumar y estar un rato a solas. Eso le viene bien: su día se reparte entre la militancia y el estudio en la Facultad de Ingeniería, y la noche se la llevan su hijo de cuatro años y su abuela. Los tres comparten una casa en Sáenz Peña. Otras mujeres se intimidan por la presencia de muchos varones juntos, que viajan en ese último vagón con sus bicicletas o con bultos de vendedores ambulantes, pero ella no. En el furgón nadie se mete con Marianela. De molestar, dice, se encarga otra gente.
“Boletos, boletos, boletos”, exigen los tres policías que avanzan directamente hasta el fondo del tren. Luego, una escaramuza que termina con unos adolescentes obligados a bajar junto a sus canastos de flores en la primera estación, en Palermo, por no haber pagado el viaje. Nadie se mete en el asunto. Los policías se van del furgón y avanzan nuevamente por los pasillos, en dirección a la locomotora. No es la primera vez que pasa algo así. Hasta ahora ella sólo ha observado la situación. Pero esa no es una actitud digna de una chica del Partido Obrero. Además, hace unos días pensó en evitar el tren por la inseguridad –que, reconoce, existe– pero la asaltaron mientras esperaba el colectivo, en Rivadavia y Azcuénaga. Su paciencia está a punto de estallar y, cree, es preferible agarrárselas con los más fuertes. Y hacerlo ahora.
–Ey, esperen ¿por qué no me pidieron el boleto a mí también? –los sigue. Los policías paran. Ella se les planta. Son muy altos, con pelo muy oscuro cortado al rape y uniformes azules de los que brotan insignias, armas reglamentarias y otras protuberancias. Ella, desde su metro sesenta, les asesta: “Ustedes son unos discriminadores que a mí no me piden boleto porque me ven blanquita. Y porque soy la única mujer del furgón”.
–Bueno –concede uno de los policías después de pensarlo un rato–, usted seguramente tiene boleto para viajar.
Y enseguida consulta algo en voz baja con sus compañeros. Marianela les responde que el “seguramente” es la corroboración de lo que les dice, que ellos miran a la gente con prejuicio. Mientras tanto, saca el celular de su bolso y empieza a mandar un mensaje de texto a su abuela, para avisar que está en camino. El policía se sobresalta. “¿Usted nos está sacando fotos?”, interpela. Ella dice que sí, aunque no sea cierto. Marianela sabe que algunos policías detestan las fotos. Sabe que no es conveniente. Sabe que está jugando en un borde peligroso. Pero no puede evitarlo.
–¡Sonrían! –dice mientras aprieta un botón de su celular y guarda la imagen que acaba de obtener.
Los policías se sorprenden. Uno de ellos abre la boca como un lobo dispuesto a comerse a Caperucita. Otro lo frena y busca una mediación. –Mire –advierte–. Usted no debe tener más de veinte años...
–Veintidós –corrige ella.
–Está bien. A usted no le conviene meterse en líos. Y nosotros no queremos complicar el asunto tampoco. Así que vuelva al furgón, tenga boleto o no, y acá no pasó nada.
Ella acepta porque ya les ha dicho a los policías lo que piensa y así defendió una causa que cree justa. Mañana se lo contará a los compañeros del partido, que son los únicos que entienden esas cosas. Su abuela no entiende. Sus amigas de la facultad, tampoco. Al volver, los muchachos del furgón la miran con respeto. Alguien le ofrece otro cigarrillo. Los policías siguen su camino. Uno, el de atrás de todo, murmura: “Mecacho. Si a las minas les das bola, se quejan y si no les das bola, se quejan peor”. El policía escupe el piso. Y cierra tras él la puerta que separa la locomotora del resto del tren.
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