Vie 21.02.2003
las12

AVENTURAS

¿Cómo se llamaba?

Para algunos es una categoría, para otros un estilo, para la mayoría una aventura fugaz y casi siempre anónima.
Olvidar su nombre –el de El o Ella, si es que existió tal pregunta– suele llevar menos tiempo que el acto mismo. Desde siempre ha transcurrido en fiestas, baños, zaguanes y guaridas varias, pero ciertos aires que trae la moda han impuesto lugares específicos –pudorosamente llamados túneles– para cazadores y cazados. He aquí cuatro historias de sexo express y una canción desesperada.

PURA FANTASIA
Por Daniel Link
En la década del setenta, cuando yo era un joven inquieto, no existía el “sexo express” como tal. Había prácticas al paso, desempeños apurados, fuera de control y más o menos clandestinos (lo que se llama “sexo express”) pero a nadie se le habría ocurrido que eso constituyera una categoría de lo posible. Esa práctica sexual era un síntoma de la imposibilidad (no sé si sigue siendo igual: sé que hay mucha gente que elige y reclama “sexo express” de manera excluyente).
Y sin embargo, mis experiencias de sexo express me permitieron un aprendizaje sin el cual dudo que mi vida afectiva actual pudiera sostenerse. Como casi todo el mundo alguna vez, yo salía con una compañera de curso. Algunos días, después del colegio (creo que salíamos de nuestras respectivas clases de gimnasia, que funcionaban en contraturno, y en invierno ya caía la noche), la acompañaba hasta su casa, donde su madre (un ama de casa ejemplar) estaba ya entregada a sus obligaciones culinarias nocturnas.
El recorrido me desviaba completamente del mío y me obligaba a tomar dos colectivos en lugar de uno, pero los dos pensábamos, entonces, que la peripecia se justificaba por los placeres carnales que podíamos arrancarle al crepúsculo.
Y a veces así era. Encerrados en su cuarto de la planta alta, mientras su madre cocinaba, ella y yo nos entregábamos a maniobras para las cuales nos habían si no estimulado al menos preparado las calistenias previas. Todo era a medio desvestir, como corresponde, y en un silencio enfático, disimulado con algún disco de los Bee Gees –juro que a mí no me gustaban (yo era más del palo de Yes), pero a ella sí–. A veces, recuerdo ahora, nos demorábamos para algún goce exclusivamente mío en el garaje al que no tardaría en llegar su padre (un hombre de bigotes que no me quería bien).
En su cuarto pretendíamos mucho más que en el garaje, aun cuando las circunstancias no nos fueran más favorables. Llegábamos, debo decir con justicia, tan lejos como se podía y era fácil la adecuación de nuestros cuerpos. Sólo un problema llegó a presentársenos (nunca fuimos descubiertos) y fue que, educado yo en ciertos saberes progresistas según los cuales el orgasmo de la mujer es responsabilidad del hombre, y queriendo demostrar mi hombría a toda costa, se me dificultaba la expresión de mi goce, mi último temblor.
Es verdad que ella me regalaba cada tanto un garaje, pero eso me obligaba todavía más, a mí, en su dormitorio, a estar muy pendiente de su dicha. Y su dicha, ay, corría como un mar embravecido, arrastraba montañas a su paso, tronaba como el éxtasis de un monstruo de mil cabezas y la convertía en una Santa Teresa apenas perlada de rubor. La suya, pero no la mía. La mía apenas se aproximaba a un umbral de reconocimiento. ¡Y el tiempo apremiaba! ¡Y los olores de la cocina eran cada vez menos crudos! ¡Y ella quería todo!
Entonces aprendí, ay, un mecanismo de adaptación. Resguardado como estaba por un dispositivo de contracepción que (no sé por qué) sigue despertando las iras de la Iglesia, podía perfectamente temblar como si fuera la última vez, ahogar un grito, apretar un hombro, expresar con todos los trucos a mi alcance el derramamiento de mi material genético (que luego, debidamente embalado, iba a parar a mi bolsillo). Pensando que era por el bien de nuestra relación, que las circunstancias no eran las propicias, que tal vez no habría debido ser, el día anterior, tan amoroso con mi propio cuerpo, aprendí algo sobre lo cual las revistas femeninas y los programas de televisión de aquella época todavía no hablaban: aprendí a fingir un orgasmo. Como garantía de la felicidad del Otro, pensaba entonces. Hoy ya no sé.

EL CORPIÑO, QUEDATELO
Mariana Enriquez
El sexo express nunca es satisfactorio en términos puramente sensoriales. No se le pueden exigir orgasmos, y si acontecen, hay que agradecerlos: el evento es mucho más excitante que el acto y las circunstancias más memorables que el placer, porque el placer es el encanto clandestino de ese momento casi peligroso, anónimo, intenso pero olvidable. Es difícil recordar las apariencias del otro involucrado en un express: lo más memorable es la geografía, sea túnel, boliche, banco de plaza, auto, baño o locaciones más estrambóticas. En estado puro, ambas partes coinciden en lo efímero. Cuando alguna de las partes le ve futuro a la cosa, el express se desdibuja. Esos express desdibujados son los que quedan en la memoria, porque no fueron sanamente expeditivos. Así, yo sólo recuerdo en detalle el que fue express a mi pesar.
Esa madrugada me aburría furiosa en una fiesta que organizaba mi chico de entonces, fiesta temática de motivo macabro y música acorde. La concurrencia vestía de negro y plata, velas iluminaban los rincones para acentuar el ambiente funerario y mi chico cortaba entradas en la puerta mientras yo lo esperaba, como siempre espera una cuando se empareja con gente emprendedora. La cercanía con la organización ofrecía la ventaja de bebidas gratis, que aproveché con entusiasmo. El era evidente sapo de otro pozo. Quizá había caído a esa terraza atraído por la música y el gentío pero (se notaba) acababa de descubrir que lo que los adeptos consideraban fiesta estaba bastante lejos de lo festivo. Bebía en la barra, de jean y remera blanca (atuendo del todo inapropiado) y miraba a su alrededor entre curioso y desganado. Con mucha voluntad y bastante alcohol encima, me pareció una cruza de Brad Pitt (en Thelma y Louise) con Axl Rose flaco. Por fortuna, él registró mi mirada lasciva; yo jamás me hubiera atrevido a tomar la iniciativa con ejemplar tan espléndido, por pánico al rechazo y consecuente autoestima por el piso.
No recuerdo exactamente cómo terminamos en el baño de mujeres. Sí recuerdo que las damas clamaban por entrar y que yo aullaba jadeantes “ocupado” mientras él me (se) sacaba la ropa y trataba de hacer silencio. A mayor cantidad de mujeres ansiosas mayor pasión, y lo nuestro cruzaba peligrosamente la barrera de express hacia el polvo hecho y derecho, a pesar de la incomodidad, las posturas acrobáticas y la chica borracha que quería a toda costa vomitar en el inodoro y no en cualquier otra parte. No me preocupaba ser descubierta, porque ya estaba imaginando que el express era sólo el preludio: en mi cabeza, ya había abandonado la fiesta, y a mi chico, e iniciaba un tórrido romance con Axl Brad.
Cuando nos vimos obligados a terminar porque las mujeres amenazaban con derribar la precaria puerta, salimos despeinados y separados. No nos dijimos ni media palabra. Yo lo esperé en la barra; él jamás pasó a buscarme. No sé cómo abandonó la fiesta sin que me diera cuenta. No sé si era tan buen amante o mi recuerdo lo ha glorificado. Seducida, abandonada, noté que me faltaba el corpiño (negro). Pero no lo encontré en el piso del baño. Mi vanidad espera que él se lo haya llevado como trofeo.

CINEMA VERITE
Por Claudio Zeiger
Siento mucha simpatía por el ahora llamado sexo express (versión aggiornada del toco y me voy, el sexo anónimo o el viejo sexo zaguanero), tanta simpatía como desconfianza por la apología del erotismo de larga duración, con comida afrodisíaca y velitas. El sexo express es mal visto por los cultores del sexo con amor, y a decir verdad, puede ser un poco sórdido según el escenario en que transcurra, pero es mentira que excluye el afecto, la camaradería o las caricias con onda, y si bien mantiene su aura de transgresión, está de moda, a tal punto que muchos boliches tienen lugares habilitados especialmente para practicarlo in situ.
El primer contacto con el sexo express, como tantas cosas en mi vida, antes de ser un hecho fue una nota. Era un novato que cubría la noche: las subculturas nocturnas, las fiestas nómades, el teatro under, bla bla bla. Y en un recodo de un boliche modernoso, los vi. Nunca lo supe bien, pero creo que ella era un travesti aunque en la oscuridad fue un fogonazo de carne blanca, y él, con la ropa puesta y eso en la mano, estaba frenético, fuera de sí; la dio vuelta y le dio por atrás. Me flasheó mucho lo que vi, y durante varios días quedé así, atrapado en la ronda del fogonazo de la carne blanca, el cuerpo del pibe corcoveando, el momento en que la da vuelta, la entrega a ojos cerrados de la carne blanca.
Años después, la vida real y algunas necesidades literarias (escribía una novela sobre el sexo, la noche y los taxi boys) me llevaron a frecuentar los cines porno, donde efectivamente se practica el sexo express en un ámbito de alucinados tiburones que dan vueltas en una oscuridad cerrada y caliente. Ahí se ven muchas, demasiadas cosas, más de las que el propio cuerpo puede asimilar. De esas noches salvajes me queda la moraleja de que el sexo express es esencialmente insatisfactoria porque es un pozo sin fondo, lo que no significa que sea una forma mala del sexo, aunque sí peligrosa. Lo que sí, creo que hay que respetar la regla de silencio (no hablar o hablar lo mínimo indispensable) para no romper el encantamiento discutible pero vívido del sexo express. Haz lo correcto y rómpete, pero no digas tu palabra. Por ponerme a hablar, una vez, me encontré con un novato que, me di cuenta al rato, no me estaba dando charla sino entrevistando. Poco después me confesaría que estaba escribiendo una nota sobre los cines porno (dilecto bocado del periodismo de exotismos urbanos).
Por supuesto no revelé mi ser-periodista, lo que hubiera convertido su nota en una grotesca parodia y nuestro encuentro en una anécdota patética. Huí aceitosamente hacia otro templo del sexo en la gran ciudad donde se estarían escribiendo otros capítulos de la novela de la noche.

VISTA PANORAMICA
Por Marta Dillon
Solíamos ir al Ave Porco de madrugada, cuando la noche ya se había entregado y sin embargo quedaba entre las costillas el rumor de una respiración agitada, anticipadamente agitada, como si creyéramos en alguna promesa que nadie hizo. Pero nos lo merecemos, creíamos entonces, así no nos podemos ir a dormir. ¿O no es suficiente promesa el estar dispuesta, el sentir en la boca ese jugo frío que tensa las mandíbulas, que deja la lengua lista como si hubiera algo importante que decir o hacer? Vamos al Ave Porco entonces, demos una vuelta. No es que nos confesáramos el hambre así como así, no hubiera sido necesario tampoco, pero siempre es bueno conservar un resto de elegancia, como quien maquilla una cicatriz para no tener que contar la historia de la herida. Hablo en plural de unas pocas amigas y un amigo en los que se adivinaba el gesto agazapado del cazador y ningún lugar al que volver. Entonces íbamos por más. Caminábamos por Corrientes entregados al sutil zigzagueo del alcohol, sintiendo el destello de las luces blancas como una punzada, deseando más que nada atravesara esa marea de cuerpos que se acumula en la puerta de la disco, oliendo como huelen los cuerpos cuando se han desgañitado en vano buscando diversión, pidiendo por favor que los dejen entrar antes que empiece a clarear sobre la avenida y el sol deje a la intemperie la verdad de no ser ni tan hermoso ni tan valiente ni tan audaz. Nosotros nos hundíamos entre ellos, la repetición tiene sus privilegios y ya habíamos aprendido el abracadabra de las puertas del Ave Porco. Después llegábamos juntos hasta la barra, felices de estar otra vez en la casa de la noche, donde las palabras son monosílabos que logran sobreponerse a los parlantes y el cuerpo hace lo suyo, protegido de la crisálida del pudor, creyéndose francamente mariposa. Sin encendieran las luces de golpe y el silencio cayera como un telón caeríamos también nosotros en el instante, fulminados, otra vez sapos cumpliendo los ritos de la casa al trabajo. Pero estábamos ahí y esa noche parecía que el coto era un vergel y no había más que apuntar los ojos bajo el velo de una sola caída de las pestañas para encantar a las presas. De él no recuerdo nada. Una camisa blanca tal vez, un olor a perfume barato aunque es posible que la memoria me traicione y lo que recuerdo es esa fragancia que marea y que se usa para desodorizar los tapizados. Confío en mi olfato, era bello. Buscar su boca debía ser como robarse la frutilla de la torta, no probar la gelatina. Y no hablo de la boca de él, hablo de lo que busco cuando tenso el límite de la noche aunque el encanto se quiebre en el instante siguiente. Jugamos a que bailábamos, rodamos por los sillones de una especie de reservado de identidad protegida, donde ni una misma sepa exactamente quién es sino sólo lo que está haciendo. Era un galán, candorosamente me invitó a buscar un lugar apartado, a solas. No era lo que esperaba, si algún encanto tiene la fugacidad es justamente ése, yo no estaba dispuesta a subir ascensor alguno, mucho menos a tomar un taxi. Vamos a la camioneta, me dijo antes de que pudiera protestar, tal vez porque él sabía que perder tiempo en discutir sería como prender la luz del zaguán cuando la pareja de novios se despide. Entonces lo seguí, sólo atiné a preguntar si tenía forros. Tenía más que eso, tenía una camioneta de amplísimos vidrios polarizados, como si estuviera preparada para mostrar vistas panorámicas protegiendo a los espías como en una cámara gesell. Vistas como la que tuve esa vez desde la colchoneta tendida sobre la camioneta vacía, las espaldas de los muchachos que pugnaban por entrar en la disco, las luces de la calle Corrientes, la última estrella que la ciudad no lograba encandilar cuando la noche se acababa, rápidamente, se acababa.

LA CURA
Por María Moreno
Luego de haber dejado de beber, durante un tiempo, no sentí deseo. El muchacho de la agencia no entendió por qué yo lo llamaba para que se acostara a todo lo largo de mí sin hacer nada. Excitable por razones profesionales, su erección me tenía sin cuidado como al depredador el vuelo del depredado si éste vuela lo suficientemente cerca como para eludir el esquema visual preciso que desencadena la agresión. Si lo elegí fue para despertar eso que las actrices denominan “memoria emotiva” y que yo podría traducir en “memoria sensual”. Ese día estaba francamente cansada luego de leer toda la tarde algunos libros de autores nacionales para una clase temible. Cuando llegó, se paró con aire de cortedad esquivando la mirada directa a la cama. Era esmirriado, con secuelas de raquitismo, hermosísima cara andrógina. Ah, esas bellezas de garaje. Miró una foto en la pared donde aparezco con María Elena Walsh. Dio unos golpecitos en el vidrio como si sospechara que era una estampita. Luego se entretuvo con los juguetes que había arriba de la mesa. Probó un cascanueces con la forma de un par de piernas de mujer. Se agarró el dedo riéndose.
–Está rebueno –luego levantó el despertador coreano rosa al que le faltaba la tapita.
–¿Viste lo que aguantan? Las pilas valen más.
Le dije que se desvistiera y se acostara sobre mí. Lo hizo. Pero no pasó nada o yo debía de estar loca.
–Nena ¿así qué querés que pase? ¿O sos Buda?
Comenzó a aplicarme un kama sutra retórico que me hizo cosquillas. Lo empujé de una patada fuera de la cama, un colchón pelado donde yo estaba tan tirada como el penado catorce pero en clave Botero. Se acercó misteriosamente a la mochila y sacó un cuchillo. Puso cara feroz pero era tan mal actor como Joe D’Alesandro. Además no había por qué tener miedo: era un recomendado. Suspiré y recordé las sabias palabras de Domina Kelly “en la Argentina no hay dominantes profesionales. Al S/M te lo ofrecen como un servicio más del rubro 59”. Se acercó e intuí que el plan era cortarme los breteles del corpiño y los bordes de la tanga pero yo no tenía ropa interior, sí en cambio el camisón deformado de las deprimidas crónicas. Entonces me agarró de los pelos. Por pura ley de gravedad mi cabeza rebotó contra sus botas.
–Lamémelas –se las escupí. Con sorpresa primero y con melindres después, se puso a lustrarlas con las sábanas que estaban en el piso. Totalmente ensimismado. Se me tiró encima y amagó un ahorcamiento dubitativo. Le di una piña. Pegó un saltó y se metió en el baño. Lo seguí: se miraba el ojo en el espejo. Luego se humedeció los labios y se tiró agua en la cara haciendo un hueco con las manos. De lo que pasó en el medio tengo un blanco pero no creo que fuera sodoma. Me desperté tirada en el piso y esposada a la mesa. El estaba mirando tele con una lata de cerveza en la mano. Utilizando un solo brazo levanté la mesa y me solté. En sus ojos vi el miedo, un miedo infantil como ante la alpargata enarbolada de una madre. Soy fornida, sobre todo cuando estoy furiosa. Agarré la mochila y la vacié sobre el piso. Había una jeringa y una muñequera de cuero. Me reí a carcajadas. El se agachó a recoger todo con la mano en la cintura como si tuviera ciática. Luego volví a la cama. Se me debe haber notado la lágrima de desilusión neurótica, no el miedo de quien teme terminar como la chica de Buscando a Mister Goodbar. Se me acercó con besitos ladinos dados con esa boca a la que poco antes había visto hacer aparecer y desaparecer un escarbadientes, cuando él estaba sentado en la mesa del barcon un streapper al que amenazaba con el tenedor alzado en forma de catapulta. Usó sus dedos de carterista con un amateurismo de zaguanero.
–¿Cómo te llamás?
–Elpidio –antes había dicho “Hernán”. Qué ternura: Me entregaba el nombre criollo de tres generaciones de repositores. Entonces ocurrió ¿Qué? Eso.
Sentí en la piel las ondas concéntricas del placer que volvía con una especie de sordina, el anuncio de una descarga que se replegaba intermitentemente pero que insistía en remontar su roca de Sisifo, al son del chasquido líquido de los pechos por el calor de una mañana de verano con las persianas alzadas por descuido durante la noche anterior. Música de cañerías. Flujos y reflujos inevitables de describir en términos de metáforas marineras. Fuera de estado me mareaba ese vaivén. Entonces un pequeño infarto en mi disco rígido y comencé a alucinar, en un ilógico entrevero, jirones de frase de poetas neobarrosso nacionales, más algún novelista prohibido por cargar frasquitos con semen en dictadura. “¿Fifé con Dios o es El Cloaca Iván el que me clava su pistón hasta la garganta (¿meti-culosamente?) ¿O a la pingajo le tiemblan los mofletes? ¿Tiene condón en el jopo el de las guedejas entre los muslos? (Mire que no quiero que me pase lo de la sirena, doctor) ¿O soy el caño de la combi antes del final fláccido, la Magdalena del Ojón frente al retrato de un albañil desenvainado? Por eso, carne con ojos, soy hermosa” así todo seguido y sincopado pero mudo, el chorreo de las iluminaciones. Mamita.
–Cae la lengua nacional –anuncié.
Me lanzó una mirada de suspicacia convencido de la ineludible degeneración de los intelectuales argentinos y miró con desprecio el flequillo de María Elena Walsh. Esa vez fui yo quien fue a mirarse al espejo del baño.
–¿Así que ése era todo tu secreto? ¿Un emperne a todo esfínter según la feliz expresión de la licenciada Benders?
Caminé hasta la cocina para buscarme un whisky. Si una abstinencia lleva a la otra, su interrupción llama a otra interrupción. Cuando volví estaba colocando una sábana sobre la cama –había dejado de lado la que había usado para lustrarse las botas– atento a las prolijidad de las aristas, como un pupilo hacendoso. No recuerdo cuando me dormí. Al despertar vi mis llave colgando de la tranca de la puerta de calle. En la mesita de luz faltaba el cascanueces y el reloj despertador.

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