CURISIDADES
El mundo incompleto
Con el fin de completar un universo privado, los coleccionistas hurgan y se afanan para encontrar una pieza más de lo mismo, cargando de extremo valor lo que puede ser una sutil diferencia para el resto de los mortales. Pero atención, la obsesión tiene reglas que se deben cumplir rigurosamente si se quiere ser tan coleccionista como Wilde, Nabokov o Sigmund Freud.
› Por María Moreno
El vulgo del oficio de coleccionista se junta en torno de instituciones como La Botellita, intercambia desesperados mensajes por Internet o murmura en los bordes del Parque Rivadavia, aunque haya habido antecedentes rebuscados como el inglés Thomas de Tynvitt que coleccionaba cuerdas de ahorcado o el dinamarqués Thomas Koog que coleccionaba piezas óseas humanas sólo mayores de treinta centímetros. Se dice que entre ellos suele haber duelos a muerte, aunque nunca lleguen a merecer la prisión o la multa. Que dos discófilos montevideanos tenían cada uno la pieza que le faltaba al otro. Que un día decidieron intercambiarlas y que al abrir los paquetes se comprobó que un disco estaba roto y el otro había sido atravesado por una púa.
La crítica Josefina Ludmer encuentra en ciertas tradiciones argentinas una idea de colección distinta de la de enciclopedia, propia de la cultura alta europea y lee en Walter Benjamin su condición de serie de cosas dispersas que al ponerse en contacto constituyen “un nuevo conjunto dotado de identidad propia”. La colección excluye al objeto de su antigua función para ponerlo en familia bajo la lógica de una completud siempre ilusoria.
El artista argentino Daniel Santoro colecciona aves, conchas, piedras y mariposas en una suerte de casa-museo que simula un homenaje a los naturalistas de Indias para quienes la colección era, al igual que la crónica, la conquista por otro medio que las armas.
–La idea de la colección –dice– es reconstruir un universo. Las especies formales como los insectos son conatos de uno. Con un pequeño bing bang se empieza a construir una especie formal que luego tiene un momento de expansión máxima, de “locura”, donde las formas se deliran y en su barroquismo salen de la propia especie y empiezan a invadir otras. Luego la forma se subsume y se hace más minimalista. Hasta que se torna tan esencial que desaparece como especie formal. O sea que hay un horizonte de sucesos que se trascienden y un retorno a la singularidad, a la energía divina, vital, esencial, que va a dar lugar a otra especie formal. Hay caracoles donde el rulo enloquece como en el Murex, y luego, cuando se vuelve esencial, queda el Nautilus, ese caracol que Leonardo tomó como ejemplo del número de oro, la fórmula matemática por la cual se explicaría la armonía y la belleza. Con el número de oro podés medir desde el Partenón hasta la Rotonda del Coliseo, siempre se cumple... Y en el patrón decorativo de las mariposas están todos los patrones decorativos posibles desde las que no tienen nada hasta las que tienen una gráfica de lo más intrincada. Si ves las estampas japonesas vas a encontrar toda esa paleta natural. Para mí, la única colección posible es la de elementos naturales. El resto es consumo, acumulación de bienes.
Más allá de las políticas públicas para exhibir colecciones en los museos y de las recientes batallas legales en torno de patrimonios culturales, el coleccionismo es una aventura privada, una inocente compulsión a lo que sólo se puede dar fin con un crimen inofensivo: destruir la colección para poder recuperar la libertad.
Ni trofeo, ni evidencia, ni oferta
Poseer un centenar de chaquetas de Armani o de huevos de Fabergé se parece más a lo adictivo del consumo que al hábito de coleccionar. Los zapatos aún olorosos de carne sacrificada que pueden verse y olerse en el Museo del Holocausto no son piezas de colección sino evidencias de un crimen cuya memoria no caduca. Los 300 cráneos de jefes indígenas donados por el doctor Estanislao Zeballos al Museo de Ciencias Naturales de La Plata son los trofeos de un genocidio aunque él hablara con orgullo de “colección”. La del criminólogo Lombroso era vasta. Incluía los botines encontrados en los sepulcros de la campiña piamontesa que fueron transportados –con la complicidad de un procurador real– en bolsas descosidas en calidad de cargamentos de calabazas. Había cráneos tártaros y neocelandeses, máscaras de grandes criminales, maquetas de prisiones y un crucifijo que ocultaba entre sus gotas de sangre artificial un puñal retráctil. Pero lo que el doctor Lombroso solía acariciar con devoción eran sus vasijas criminales: esas rebuscadas artesanías del encierro donde los condenados esculpían las escenas de su vida delictiva y sentencias como ésta: “Qui riposa il povero Tulacche stanco di rubare en questo mondo va a rubare nell’altro”. Aunque la jactancia del criminólogo prefería los fastos comprados a la familia de Lazaretti, un ex borracho atacado de delirio místico que, vestido de autoridad eclesiástica y con una comitiva que ocupaba 24 millas del camino a Roma, intentó llegar hasta el Sumo Pontífice para reclamar un anillo expropiado por sus herejías y la verga de Moisés. Palomas blancas, pendones con inscripciones esotéricas, un caballo con alas, el sello con que el iluminado marcaba a sus acólitos y el bastón construido en cinco pedazos como cinco eran los apóstoles, fueron acogidos en la casa-museo del doctor Lombroso mientras el dueño legítimo descansaba desde hacía rato luego de ser fusilado a manos de la policía.
Está claro que un asesino serial hace series pero se diferencia de un coleccionista –más allá del aspecto ético– en que no atesora objetos sino que los sustituye mientras que preserva, a través de la repetición, determinada escena. Jeffry Dahmer, el descuartizador de Milwaukee no era un coleccionista sino alguien que no había podido deshacerse de evidencias. Aunque después de sus crímenes conservaba cierto orden que parecía aspirar a la serie: los torsos en barriles de ácido, las cabezas en la heladera y los corazones en el freezer. Podría considerarse, en cambio, que era un modesto coleccionista de fotografías de muchachos en actitudes eróticas. En el año 1910, en un lugar de Río Negro, fue acusada de varios asesinatos una mujer de origen indígena apodada Macagua, quien vivía como varón bajo el nombre de Antonio Gache, vestía a lo gaucho y había formado parte del Ejército nacional. Se dijo de ella que cuereaba hombres, los asaba y se los comía, conservando los genitales colgados del techo de su rancho porque los consideraba vigorizadores para su fuerza asesina. Tampoco este personaje entra en la categoría de coleccionista ya que, si bien la función de los genitales masculinos no es la de ser devorados como canapés, Macagua, al utilizarlos como una suerte de Viagra ecológico, rompía la ley de toda colección que es la gratuidad.
Ni Don Juan ni Casanova coleccionaban mujeres puesto que no tenían más remedio que seducirlas una por una, aunque de este último se dice que coleccionaba pelos de pubis.
El escritor Bruce Chatwin escribió una novela que reconstruye la historia del coleccionista checo Rudolf Just, experto en piezas de porcelana donde predominaban las colombinas. El ideal socialismo no sólo cuestiona la propiedad privada sino que no podía comprender el sentido de una propiedad que se reproduce a sí misma sin otro fin que la ordenada acumulación, producto de pesquisas y hurgamientos tan desinteresados de la explotación de la fuerza de trabajo como del orden jerárquico, aunque noindiferentes al valor. En la versión de Chatwin, un coleccionista, Utz elude tanto la confiscación como la oferta capitalista y en el momento de su muerte le hace destruir a su mujer toda la colección, estimable en más de un millón de dólares.
Borges dice que Oscar Wilde coleccionaba porcelanas, y León Bloy, odios. Quizás intuía que gran parte de los coleccionistas informales se encuentran en su propio gremio.
¿Qué estás haciendo Vladimir?
El bibliófilo, al respetar la regla de oro del coleccionismo que consiste en liberar al objeto de su función, duplica su mérito si es además lector o lector y escritor. Qué sacrificio poner en la vitrina lo que con gusto se haría crujir entre los dedos para separar los pliegues y apoyar con comodidad el libro sobre el atril o la mesa y llenar de imperceptibles pero erosivas impresiones las páginas al ir pasándolas para seguir el imán de un argumento novelesco, de una investigación erudita, de un poema que tienta a la lectura en voz alta. Roger Callois no pudo resistirse a volver intocable un ejemplar que forró viciosamente con una especie de pellejo lleno de celdillas: la piel disecada de las bolsas que cuelgan groseramente bajo el pico del tan cantado cóndor andino.
El bazar de un amor, su museo o su ruina no son equiparables a una colección aunque la insistencia sobre tal o cual elemento pueda sugerirlo. En su relato Subasta: Modelo 1934, que firma junto a su esposa Zelda, Francis Scott Fitzgerald realiza un inventario de sus cajas de mudanza, cuando ya ha tocado fondo luego de su éxito meteórico y a ritmo de rag time. Incluye dos automóviles de cristal para sal y pimienta robados en un café de los Alpes donde en la mesa de al lado estaba Isadora Duncan, un casco alemán encontrado en las trincheras de Verdun, una cama copiada de un diseño de Casa y jardín, la tapa de una chocolatera Tiffany y un vestido de Patou apolillado. Sin embargo, el texto mismo, al reordenar los objetos en una nueva serie que incluso está numerada por cajas –¿es una colección de cajas pasada al signo?– y dando por descontada la no funcionalidad de ninguno de los elementos, su instauración como nuevo universo completo o en calidad de lo que queda de Zelda y Scott Fitzgerald, cumple los principios del coleccionismo. Claro que sería una colección donde los objetos no tienen valor en sí sino por lo que pueden evocar. Sigmund Freud coleccionaba así: no le importaba que su Palas Athenea estuviera mutilada, o que el marfil de su Vishnu fuera dudoso, eran sus magdalenas de Proust sólo que la memoria que agitaban no era la de la propia infancia sino la de la humanidad.
–El coleccionista sería el antiperverso –explica la licenciada Graciela Avram–, para quien el objeto tapa la castración. Es interesante lo que su tarea, a través de la búsqueda de lo inconseguible, tiene de rescate. Se dice que por definición toda colección es incompletable. Hoy la existencia de las marcas permite, con sus stocks y sus partidas, como antes el álbum de figuritas, completar series. Otra novedad es que hoy se puede simular una colección como esas que se venden en los quioscos, de muñecas de porcelana o de cajitas.
–Son famosas las colecciones de Freud.
–Pero al parecer no tenían un valor arqueológico en sí. Lo que importaba era el signo. Una vez un aristócrata argentino fue, vio las piezas y dijo que eran todas porquerías, algo kitsch.
–¿Freud mersa?
–¿A quién le importa? En el Seminario de la Etica, a Lacan le dirigen una pregunta sobre el coleccionismo. El se niega a hacer una psicología de. Como es público su propio coleccionismo se apresura a bromear diciendo algo así como “si ustedes piensan que imito a Freud, les voy a dar el gusto”. Luego evoca una colección que vio sobre la chimenea de JacquesPrevert: cajas de fósforos de la misma marca abiertas en diversos grados. Algo enigmático en relación con las molduras de la chimenea. También una propuesta estética.
Qué podría importarle a Freud si su deidad hindú con serpientes en la cabeza era pacotilla o si el buitre que Leonardo evoca en un recuerdo infantil fuera en realidad milano o que su versión de Edipo careciera de todo rigor helenista. ¿Acaso el psicoanálisis no es en sí mismo una colección, tal vez la verdadera de Sigmund Freud? Como si él dijera “He aquí mi Dora, mi Hombre de las ratas, mi Pequeño Hans, mi bella carnicera? Claro que no se trataba de las colecciones de casos clínicos de las exposiciones actuales: Eran las series sofisticadas de un gran escritor. No como las de los doctores Hartwich y V. Krafft Ebing, que incluían a un tal N.K. que coleccionaba rodajas de chorizos de todos los países, y las conservaba en alcohol, cada una en un nicho colocado dentro de una vitrina y con su correspondiente rótulo que informaba sobre su procedencia y adquisición.
Los escritores suelen coleccionar, sobre todo en el siglo XIX donde las ciencias naturales abordadas con soltura antropomórfica incluían la experiencia de lo exótico con la de la estética. Tanto Darío como Lugones, Wilde como Loti coleccionaron “japonerías” que unían el trofeo con la escenografía de una biografía de autor. Más acá Luis Gusmán colecciona fotografías de epitafios de escritores célebres y Guillermo Piro ha escrito una novela llamada Versiones del Niágara donde un alter ego colecciona los textos escritos en diversas épocas sobre las cataratas y al hacerlo hace una colección cuya incompletud –imaginamos– logró sublimar en parte al terminar el libro. Pero ojo, no hay que confundir: el hecho de que Yukio Mishima tuviera 80 pares de sneackers y 700 calzones de spandex para sus prácticas de físico-culturismo no lo hace un coleccionista. La prueba es que los usaba. Tampoco hay que asociar las casas-museo de escritor, esos basureros letrados llenos de colecciones truncas y dispuestas sin fecha ni etiqueta, con exhibiciones heterogéneas. Ni la muñeca vestida de flapper que Ramón Gómez de la Serna hubiera querido desposar ni el espantapájaro que Oliverio Girondo hacía convivir en una casa de la calle Suipacha con cuadros de Figari, jaulas con pájaros de cuerda y sapos embalsamados alrededor de un tapete de billar, son piezas de colección. Tampoco las que Sor Juana Inés de la Cruz guardaba en su celda de jerónima: herbarios selváticos enmarcados en oro, arcos de eco, plumas de quetzal, trompetas parlantes, caracoles orientales, autómatas bailarines y cajitas de dama con billetitos. Esos son caos afrodisíacos, extensiones organizadas del alma del artista.
Si los escritores tienden a coleccionar es porque los objetos funcionan como alfabetos vacantes que esconden textos completos pero aún no escritos, la misma serie exige un desplazamiento similar al de la escritura. Vladimir Nabokov compartía el criterio de colección de Daniel Santoro: sus mariposas no eran bienes sino objetos de investigación semejantes a enciclopedias aunque escribió toda una literatura que prueba su devoción estética por las ninfettes no atrapables con alfileres de cabecita. Su erotismo era, sin embargo, más evidente cuando describía el equipo de caza de mariposas, la manera de ahorrar la muerte lenta a los ejemplares capturados, de guardarlos en delicados sobres de celofán previamente recortados por su esposa Vera y de abrirlos luego de apretarlos suavemente en el interior de una toalla húmeda. Pobre Neruda con su museo marino de botellas de vidrio y mascarones de proa –como bibliófilo era más serio, tenía cartas de Isabel Rimbaud y primeras ediciones de Las flores del mal–, y pobre Colette, dueña de 100 pisapapeles abastecidos de una vez sola por Lalique: desconocían la excitación soterrada, la prórroga de vida que significa el hecho de que enuna serie de cajas de madera salpicadas de colores inverosímiles y de nombres en latín todavía falte esa mariposa.