EL MEGáFONO)))
› Por Roxana Kreimer *
Durante la lluvia que tuvo lugar en febrero en Buenos Aires, la radio y la televisión recomendaron en un tono completamente alarmista abstenerse de salir a la calle. Desde entonces cada vez que llueve no se sabe si es agua o una amenaza. La lluvia se sumó al efecto del miedo. Es claro que si una ciudad se inunda, tal como ocurrió cuando navegaban botes por Pacífico, esto genera situaciones de peligro a las que hay que prestar atención. Pero la existencia de peligro no equivale necesariamente a la supresión de toda conducta que pueda implicar un peligro. Pensar bien implica saber evaluar los riesgos sin exagerarlos, ni minimizarlos. ¿No han comenzado los medios nuevamente a pasarse de la raya con sus prevenciones, tal como ocurrió en el invierno pasado con la gripe A?
Los países europeos atravesaron su invierno y, aunque se tomaron las medidas necesarias, no se cerraron los lugares públicos, ni se generó una alarma desmedida en la población. En cambio, las instrucciones porteñas cuando llueve fuerte perjudican a muchísimos ciudadanos cuyo trabajo (el comercio, la docencia, la salud, etc.) depende de la circulación de personas por la calle. Cada nueva campaña tremendista da un paso en favor de que nos encerremos en casa. ¿Terminaremos aislados en nuestros cubículos, conectados en forma virtual, pero sin vernos casi nunca las caras?
En el diario El País de España, del 23 de marzo, un título anuncia: “El cambio climático fomentará los regímenes autoritarios”. En este sentido, el calentamiento global y las políticas de puertas adentro tienen conexión. Mientras la lluvia —al igual que la inseguridad— sirve para fomentar la cultura del miedo, el individualismo y el encierro, no se adoptan las medidas necesarias para combatir el calentamiento global, situación que se relaciona —de alguna u otra manera— con el incremento de las lluvias y con las emergencias que viven la Argentina y el mundo.
La falta de un proyecto colectivo convivencial y el aumento del individualismo fomentan un consumo desenfrenado que produce más desajustes en el planeta. Una de las razones que tornan necesario marcar un límite al consumo está relacionada con la degradación ambiental y con el modo en que el consumo compulsivo se ha convertido en la causa principal del desequilibrio ecológico. Los responsables de ese consumo representan un 28 por ciento de la población mundial. Son 1728 millones de personas: 242 millones viven en Estados Unidos (el 84 por ciento de su población), un país que tiene el doble de shoppings que de escuelas secundarias y sólo 34 millones en el Africa subsahariana (el 5 por ciento de la población).
El 80 por ciento del total de los habitantes de los países industrializados son consumidores mientras que sólo el 17 por ciento de la población del Tercer Mundo es compradora habitual. Si los hábitos de consumo se extendiesen a toda la población mundial, la situación sería insostenible por el consumo de agua, energía, madera, minerales y por la contaminación, la deforestación y la pérdida de la biodiversidad. No es posible proteger el medio ambiente si no se implementan medidas que limiten la propiedad privada. En lugar de proponer el aumento del consumo sin más, como hacen los gobiernos en la actualidad, es necesario eliminar las subvenciones que perjudican el medio ambiente, que las compras de bienes y servicios de las administraciones públicas estén basadas en criterios ecológicos y sociales, y en un nuevo paradigma basado en la sustentabilidad.
Es necesario trabajar para que todos accedan a formas convivenciales de consumo, limitar consensuadamente las compras superfluas y promover una cultura en la que disfrutemos de los bienes que no sacrifican los fundamentos de nuestras vidas.
* Licenciada en Filosofía y doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires.
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