RESCATES
Micaela Bastidas
(1742?-1781)
› Por Claudia Lopez Swinyard
Posiblemente la muerte latinoamericana más emblemática del copioso genocidio español sea la de Túpac Amaru. Un hombre descuartizado en una plaza virreinal. La disposición repetida de un centro popular rodeado por catedrales y cabildos aún hoy sigue siendo un espacio narrativo para el relato de nuestras sangrientas historias. En el corazón de Cusco, en su Plaza de Armas, no sólo fue asesinado José Gabriel Condorcanqui. La crónica detalla con no menos rigor, valga el término, el mismo destino de su esposa. Luego de matar al primogénito, “subió la india Micaela al tablado, donde se le cortó la lengua y se le dio garrote, en que padeció infinito, porque teniendo el pescuezo muy delicado no podía el torno ahogarle y fue menester que los verdugos dándole de patadas en el estómago y en el pecho la acabaran de matar”. Lo que no escucharon sus ejecutores y la mayoría de sus horrorizados testigos es que Micaela había declarado unas horas antes, a manera de defensa, que por la libertad de su pueblo había renunciado a todo. “No veré florecer a mis hijos”, había dicho antes de que la obligaran a presenciar el suplicio de Hipólito, el mismo 18 de mayo de 1781.
Micaela Bastidas Puyucahua nació en el distrito de Tambuco, Abancay. Por excavaciones arqueológicas se deduce que su casa natal pertenecía a una casta alta: un hogar campesino dedicado a la ganadería era un signo de prosperidad en un Perú de escaso desarrollo económico. Lejos de la brutal explotación minera, Micaela aprendió a leer y a escribir antes de casarse, alrededor de los 16 años, con el curaca José Gabriel. Consta en el acta de matrimonio que éste fue calificado de “español y cristiano” pero se trató, además, de una unión de la nobleza india a la vez que de un enlace mestizo. El inicio de este matrimonio histórico fue, casualmente, el 25 de mayo del año 1760 en Surimana. Allí nació, al año siguiente, Hipólito, destinado a la sucesión curacal. Luego vinieron Mariano, también ahorcado aquel 18 de mayo, y Fernando, que luego de presenciar la muerte completa de su “aillu” o familia, fue enviado a España.
Si el final del clan, como era de esperar, estuvo determinado por el ajusticiamiento del cacique, el comienzo de su historia se cifra en la participación de la pareja en “el grito de Tinta”, primer movimiento de emancipación política respecto de España signado por un fuerte contenido libertario a favor de los indígenas y de los esclavos. Micaela pronunciará su grito declarando los claros objetivos del movimiento: “quitar repartimientos y corregidores, alcabalas y otros derechos”. Es decir, dar fin a una estructura económica de dos siglos. Con la muerte de los rebeldes en la Plaza de Armas, también murió la figura del corregidor, dueño y señor de los territorios y de la fuerza de trabajo de sus habitantes. Encargado de cobrar los tributos y repartir “justicia”, este español nombrado directamente por el rey decidía, entre otras cosas, el envío de los indios a las minas. Como una de “las perlitas” de la colonización vale la pena recordar que de diez indios que entraban, sólo dos sobrevivían y regresaban al año, enfermos de por vida. Esto según las estadísticas virreinales.
Micaela viajó con su marido por el virreinato y compartió las lecturas rousseauninas a las que el joven curaca había tenido acceso por su instrucción jesuítica. Embarcados en la revolución, Micaela se hizo cargo, como otras guerreras nobles (Tomasa Condemita, Bartolina Sisa o Gregoria Apaza) de la organización de la retaguardia: proveedora de comida, armas y coca, supervisora de los correos, guía de las estrategias de espionaje, embajadora frente a los otros caciques, encargada de la propaganda y la fidelidad a la causa y enfermera. Los salvoconductos que permitían el tránsito por los territorios llevan, también, su firma.
Los documentos señalan una diferencia con su esposo, su querido y epistolar “Chepe”. Por su lugar en la organización tupamarista y por ser más sensible a una futura contrarrevolución gestada en la Iglesia, Micaela pensaba que era urgente adueñarse del “corazón” del Perú, de Cusco, mientras José se “demoraba”, según ella, en otros pueblos. No sabemos si esta dilación desencadenó el brutal aplastamiento en la Plaza de Armas. Lo que queda allí es el recuerdo de aquel 18 de mayo y la continuidad de una causa. Como escribiera la “rebelde sacrílega”: “No hay razón de que nos estropeen y traten como a perros, fuera de quitarnos con tanta tiranía nuestras posesiones estando en nuestras tierras”.
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