1° DE MAYO
El oficio de “revendedora” –lo de “re” hace alusión a una cadena que empieza su venta en la distribuidora de productos– suele alimentar la antigua ilusión de que con paciencia y esfuerzo se puede escalar en la pirámide económica. Esa es la zanahoria que ponen frente a la nariz de cientos de miles de mujeres las empresas que usan este sistema de venta que necesita de las redes sociales que las mujeres construyen a diario sea en el barrio, en la puerta de la escuela de sus hijos e hijas o paseando por oficinas. Reuniones que generan la idea de pertenencia, un sistema de premios, la ilusión de convertirse en consejera de sus pares –sea a través de la recomendación de cosméticos, utensilios de cocina y hasta juguetes sexuales–, son todas herramientas que engalanan lo que en definitiva es una forma de trabajo precarizado en donde las empresas son las que cosechan la fortuna mientras las mujeres empujan la rueda.
› Por Gimena Fuertes
Es una tarde cualquiera en una de los millones de oficinas que hay en el centro porteño. Una de las empleadas se acerca al oído de una compañera y le dice bajito: “En el baño hay una señora que vende ropa”. Ambas caminan despacio, sin levantar sospechas en el jefe, hacia ese cuarto clandestino. En el baño el sigilo se convierte en euforia. Unas diez mujeres meten mano en una bolsa y sacan poleras, camisas y polleras, entran en los toilettes para probarse la ropa, volver a salir, buscar otra prenda y volver a probarse. La “señora que vende ropa” es una de las 700 mil revendedoras que en Argentina hacen un trabajo de hormiga en nombre de las empresas que se montan sobre las redes sociales y personales de las mujeres para colocar sus productos.
En la puerta del colegio, en el almacén del barrio, en la reunión familiar, en la sala de profesores o en una oficina pública, nunca falta el librito de cosméticos, joyas, ropa interior, ropa deportiva, perfumes, ollas o bazar. Sus portadoras, denominadas “agentes de venta directa” o más conocidas como “revendedoras”, son en un 90 por ciento mujeres que, a cambio de un porcentaje sobre las ventas, se toman el trabajo de promocionar productos, hacer demostraciones sobre su efectividad, cobrar las ventas, entregarlos en mano y pagar en tiempo y forma a las empresas. Lo que las empresas llaman “canales de venta” son las relaciones personales de cada mujer que entrega en mano “el librito” a su amiga, familiar o vecina. “Este sistema de venta piramidal obliga a las mujeres a ofrecer los productos en la mayor cantidad de ámbitos posibles, porque el salario depende de la cantidad de ventas. La posibilidad de venta puede atravesar todos los vínculos sociales”, asegura la socióloga del Taller de Estudios Laborales (TEL), Viviana Cifarelli.
Según un estudio de la consultora Key Market, más de la mitad de la facturación que genera esta forma de venta corresponde a la industria de la cosmética. El resto está compuesto por productos nutricionales, indumentaria y corsetería, accesorios, bazar, libros y otros artículos. “Son rubros en los que, en general, la compra es decidida por mujeres, lo que explica que la fuerza de ventas sea principalmente femenina”, sostienen. La líder del sector es Avon, a la que siguen Tsu, Mary Kay, Essen y Fuller.
Una mañana de sábado por la tarde, en un salón ubicado en el centro de Moreno, al oeste del conurbano bonaerense, se renueva el ritual mensual. Apenas se ingresa, hay que registrarse. Si es la primera vez que se concurre, hay que ir de la mano de una revendedora que ya esté incorporada. Los colores que priman en la decoración son rosas y dorados. En los carteles colocados en la entrada se leen los nombres de las que más vendieron en el mes, pero también de las que adeudan dinero. Alrededor de cien sillas están dispuestas hacia el escenario donde la “gerenta zonal” de Avon dará la charla. Todas hablan y se saludan, parecen conocerse desde antes. Sólo se ven unos pocos varones jóvenes que acompañan a sus novias adolescentes. Las edades de las revendedoras van desde los 16 hasta los 60. Algunas mujeres que trabajan desde hace 15 años son las que se desempeñan como “líderes zonales”, que recogen los pedidos de las revendedoras de su barrio, y a la vez cobran un porcentaje por sus ventas.
Antes de comenzar la charla, cada “líder” recibe de sus revendedoras las órdenes de pedido, les entrega los nuevos “libritos”, se cambian los productos fallados, y se entrega el dinero por los pedidos tomados.
Una vez sentadas, todas escuchan a la “gerente zonal”, una mujer de unos 40 años, vestida con un tailleur color crema y tacos medianos, prolijamente maquillada y peinada de peluquería. Habla relajada, suelta, se desplaza por todo el frente del salón. Cuenta las novedades del mes y muestra los productos ubicados en la mesa cubierta por un mantel blanco. Luego, les entrega a las líderes zonales los productos para que a su vez éstas se los entregue a su equipo de revendedoras, mientras explica los “puntos fuertes” de la campaña del mes, que son las promociones o los productos del folleto que Avon sugiere vender más. Una perfecta cadena piramidal. La reunión es ágil y corta. Al finalizar, todas ponen plata para hacer un bingo que se juega en ese mismo momento y alguna se lleva los 200 pesos recaudados. Un aplauso final corona el cierre y todas van saliendo a la calle entre saludos y risas.
Este es el espacio de reclutamiento de revendedoras: reuniones mensuales organizadas en salones de fiestas o, para las revendedoras más avanzadas, salas de conferencias en hoteles de lujo que generan idea de pertenencia y también abren la puerta a lo que podría ser si una avanza en la pirámide de ventas. Las reuniones duran sólo una hora, pero en ese lapso, las empresas despliegan dispositivos de legitimación de su sistema de venta que puede convencer hasta a la más escéptica.
Silvia Medina, una docente de 38 años que vive y trabaja en Moreno, fue vendedora de Avon durante casi dos años. “Me acuerdo de que en épocas de crisis había muchas más revendedoras, pero de todo, de Avon, de ropa, de bijouterie, sábanas. El librito siempre estaba en la sala de maestros. Yo empecé a vender para, con esa plata, poder comprarme mis propios cosméticos, pero cuando conseguí trabajo fijo, dejé Avon. Yo en Moreno sacaba unos 20 pesos por mes, pero mi hermana, que vive en Zona Norte, se llevaba unos 100 pesos.”
Según la consultora Key Market, “la motivación es económica, pero también hay componentes emocionales: los programas de motivación y reconocimiento, el formar parte de un equipo, el acceso a eventos especiales y, en líneas generales, un marco de contención, valoración e, incluso, adulación”.
Todos los sistemas de venta piramidal incluyen formas de competencia y acumulación de puntos que luego se pueden traducir en premios tales como un bolso o perfumes, viajes y sorteos de autos.
Una de las promesas de la publicidad de Avon es que a través del reclutamiento de revendedoras, una mujer puede ayudar a otra. Sin embargo, en los hechos, la mujer que recluta cobra un porcentaje sobre las ventas de su reclutada. Daniela Gómez tiene 23 años y durante un año y medio vendió Avon para su suegra. “Yo sacaba unos 50, 60 pesos por campaña, cada 15 a 20 días, y ella, que era líder de zona desde hace 15 años, con muchas revendedoras a su cargo llegaba a los 200 pesos. Yo lo hacía de onda para ayudarla a ella y para sacar unos mangos para mí.”
Liliana trabaja para Avon desde hace casi diez años, vive sola con sus cinco hijos y también vende Gigot –otra marca de cosmética– desde hace 16 años. Cada “campaña”, que dura unas tres semanas, recorre los negocios de Parque Patricios, les deja el librito a otras madres en la puerta del colegio de sus chicos o a sus vecinas del edificio. “No es un trabajo, es una changa. Si no salís a vender, no es mucha la guita que te queda. Si vendés 500 pesos te quedan 100. Yo no puedo hacer otra cosa por los chicos, vivo sola con ellos y no los puedo dejar solos ocho o diez horas todos los días”, explica.
Adriana Amado Suárez es docente investigadora de la Universidad de La Matanza, doctora en Ciencias Sociales y autora del libro La mujer del medio. Analiza la nueva publicidad de Avon en la que varias mujeres cuentan su testimonio como revendedoras. “El spot es creíble, son testimonios reales, en vez de ser una publicidad propositiva es descriptiva porque cuenta algo que se da desde hace muchos años. Para muchas es su primer acceso a la belleza estandarizada. Avon toma como referente a Susana Giménez, y cada vez que Susana dice ‘tengo el lápiz labial de Avon’, se venden 200 mil lápices de labios”.
Los “libritos” o folletos son la herramienta de venta en la mano de cada revendedora. Se pueden dejar en la casa de la amiga o la cuñada “para que lo vea tranquila” y después se lo retira con algún pedido. Las modelos de los folletos, en su mayoría rubias, de ojos claros, flacas, de pieles perfectas, distan mucho de las mujeres que portan el librito. Para llegar a ese ideal de belleza, las compañías de cosmética ofrecen cantidad de productos –nunca uno igual al de la campaña siguiente– que prometen “armonía facial”, “crema para hombros” o cremas “ageless results” con su traducción al castellano en una letra más chica que indica que es una crema de “renovación antiedad”. En esta última campaña la novedad es el rimmel con cepillo curvado fucsia que asegura “200 por ciento más curvas (sic) hasta por 12 horas sin necesidad de un curvador”, en la cara de la actriz estadounidense rubia, joven, flaca y perfecta Reese Witherspoon.
Pero hay otro librito que no circula entre las manos de las clientas sino que sólo queda en las casas de las revendedoras: es el librito de premios, un elemento casi central en toda esta trama de ventas y reventas. Este sistema de premios no sólo sirve como incentivo para las vendedoras sino que también muchas de ellas mismas terminan comprando los productos, con la esperanza de revenderlos luego, para poder juntar los puntos necesarios para ganar algún bolso, remera, olla o juego de tazas de café. También se puede ganar un cupón para participar de un sorteo de un auto cero kilómetro y tarjetas “tapaditas” que sortean viajes a la costa o a Córdoba. Además, la revendedora que “recomiende” a otra, es decir, que la sume a este sistema de venta, lo que Avon llama “el Nuevo Programa de Indicaciones”, puede ganarse una cartera estilo sobre para fiesta.
Amado sostiene que “el famoso librito muestra el universo femenino en catálogo, desde los cosméticos y las cosas de la casa, hasta los calzoncillos de hombres, todo sigue siendo una preocupación femenina. Los artículos cosméticos nunca tienen fin. La crema de peinar, la de recuperación nocturna, siempre hay algo más para comprar, es el motor de la industria cosmética, todo el tiempo están inventando nombres nuevos con visos de cientificidad. Antes era el retinol, ahora las cápsulas de colágeno. Siempre hay algo más que no te hiciste y que necesitás hacer. La realidad es que el inconformismo con el cuerpo, el concepto de belleza y tu propia imagen es muy alto, y el paliativo es usar un shampoo especial para rulos. En los subtes atiborrados, las mujeres sacan su cosmético y se pintan, eso opera como una especie de refuerzo moral para salir a enfrentar el mundo. En esta sociedad hipercosmetizada, en la que antes de salir tu mamá te recomienda ‘¿Por qué no te pintás un poco?’, el maquillaje es calmante, un paliativo, son los trabajos prácticos que encara la mujer posmoderna para soportar la existencia”.
Las revendedoras son en su mayoría mujeres desocupadas, o con trabajos inestables, o amas de casas. En ese sentido, la docente y ex revendedora Silvia Medina arriesga la hipótesis de que “cuando tenés trabajo fijo, no seguís con la venta”. Las clientas suelen ser mujeres de los sectores medios que les compran –a veces para hacer un favor, otras por gusto– a las trabajadoras domésticas, porteras del colegio o vecina del barrio. Pero también están las mujeres de los sectores populares que no se acercan a las farmacias o perfumerías a comprar estos productos pero sí se los compran a sus vecinas, amigas o familiares. También están las que venden para financiarse sus propios cosméticos, las denominadas “vendedoras encubiertas”.
Patricia tiene 56 años, cuatro hijos varones adolescentes, vive en Ramos Mejía y vende ropa deportiva de la marca Punto Uno en el club donde juega al paddle. No tiene trabajo ni profesión. “Hace cuatro años me enganchó una amiga porque yo andaba falta de laburo. Muestro los catálogos en el club, compro lo que me piden y después vendo. A veces queda ropa que comprás, no le queda bien a la clienta y no la podés cambiar, entonces me la quedo yo o la vendo a precio de costo o más barata. Sólo podés cambiar por talle y por color, no por otra prenda. Por cada prenda te dan cinco o seis pesos, no se puede recargar mucho porque si no sale fortuna. Y a veces hasta les doy a pagar a las clientas para poder vender.”
Para Amado, “hace 30 años ser revendedora era un trabajo marginal porque la familia tenía un lugar prioritario en la vida de las mujeres. Hoy la situación de precarización e inestabilidad laboral, sobre todo para las mujeres (tenemos sueldos más bajos que el promedio), hace que se jerarquice este lugar de la vendedora ya que lo encaran desde el concepto del cuentapropismo”.
“Son mujeres de clase media baja que buscan unos mangos y que tienen muy pocas alternativas de inserción laboral, más allá de cuidar chicos o trabajar por horas en casas. Ser revendedora ofrece un lugar subjetivo más digno que el que habitualmente se les asigna a las mujeres en otros ámbitos, ya que no es como el sistema comercial masculino estandarizado. En general apuntan a mujeres de entre 30 y 60 años, ya que especulan con los pocos o casi nulos espacios valorados en el mercado laboral que se les ofrecen. Por eso el slogan repite conceptos de autosuperación profesional y te indican que seas tu propia jefe”.
Al explicar la naturalización de las reglas de juego de este sistema conocido como venta piramidal, Viviana Cifarelli, socióloga del Taller de Estudios Laborales (TEL), sostiene que “hay una relación de dependencia ocultada atrás del supuesto cuentapropismo”. “Es trabajo asalariado encubierto, una forma de relación asalariada en los hechos en la que están presentes los dos sujetos: la empresa productora que necesita comercializar estos bienes y servicios; y alguien que lo único que tiene para ofrecer es su trabajo. Si bien la relación asalariada existe como forma y concepto, no se presenta y de esta manera no se reconocen ninguno de los derechos consagrados en la ley. Es una forma más de precariedad laboral, inestabilidad y arbitrariedad por parte de las empresas, pero que en este caso está muy naturalizada y ocultada. Es trabajo en negro, pero nadie lo ve.”
En la investigación “Colectivos no organizados: trabajadoras de venta directa”, realizada por Sivara (Sindicado de Vendedores Ambulantes de la República Argentina), se destaca que lo característico del sector es que las empresas no reconocen la condición de dependientes de sus vendedoras y, en cambio, utilizan expresiones como “revendedores”, “agentes comerciales”, “distribuidores”, “representantes” o “consultores”. La Cámara Argentina de Venta Directa (Cavedi) estima que las ventas anuales promedian los 700 millones de dólares e identifica a un promedio de 700 mil vendedoras y de cuatro mil trabajadores dependientes en funciones administrativas. El principal demandante es Avon, con el 42 por ciento del total.
Las consecuencias del enmascaramiento de la relación laboral se expresa en que “todos los riesgos que existen están sobre la trabajadora, que compra los productos, se compromete a pagarlos, logre cobrarlos o no –asegura Cifarelli–. Otro riesgo es asumir el pago con la empresa bajo apercibimiento de cobro de intereses. Los traslados de entregas y la responsabilidad de que llegue en forma correcta el producto también recae sobre las espaldas de las revendedoras. Ahora se suman los folletos on line, lo que produce que la revendedora ponga a disposición su computadora y conexión a Internet como herramienta de trabajo en su casa o en un locutorio, es ella la que se tiene que hacer de esa herramienta.”
“Otra gran mentira es la idea de libertad que asocia la publicidad a la reventa. No hay libertad, existen reglas claras para los pagos, calendarios de entrega de los productos, ¿y quién las impone? Las pone el patrón. ¿Quién organiza? ¿Quién calendariza? Es la empresa productora. El principio de autoridad sobre el calendario de retiro, entrega y pago los pone la patronal. A su vez, la figura de supuesta cuenta propia hace perder cualquier posibilidad de organizarse en función de defensa del trabajo y condiciones, la anula”. Cifarelli advierte que si este trabajo es tomado como una actividad complementaria a otra actividad principal, ya sea formal o no formal, o el trabajo doméstico o el cuidado de los niños –a lo que apunta la publicidad– “reduce subjetivamente las posibilidades de organizarse y requerir mejores condiciones de trabajo”.
En ese sentido, el sindicato de vendedores ambulantes propuso la creación de una Comisión Paritaria Nacional de Trabajadores de Venta Directa y envió en 2009 un proyecto de ley al Congreso para regular la actividad. Pero advierten que el primer paso para poder empezar a reclamar lo que les corresponde a las revendedoras es un cambio en la autopercepción, “ya que predomina un ‘lavado de cerebro’ por parte de sus empleadores, que lleva a que no se consideren como tales”. Ese primer paso implica dejar esa fantasía de ser una consultora de belleza independiente y pasar a ser una vendedora ambulante asalariada y organizada.
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