MARINERA EN TIERRA III
Los expedicionarios a bordo del Crucero Paraguay se esfuerzan por capturar, retratar e inmortalizar a una naturaleza a la que no le gusta posar. Entusiastas ellos, no se dan por aludidos e insisten con sus diversas técnicas. Cuando llega la hora gastronómica olvidan por completo que venían emulando a Ulrico Schmidl y se comportan como personajes de Rabelais. La cronista de Las12, sin ánimos de convertirse en una observadora neutral, hunde sus propias manos en el barro de la creación.
› Por María Moreno
Dormir en alta mar puede dar náuseas. Al cerrar los ojos, el camarote da vueltas aunque se esté tan sobrio como un recién nacido y por la mañana, una resaca blanca suele empastar la lengua. Pero El Crucero Paraguay iba a 6 km por hora. No había mano que meciera la cuna, pero como si flotara en un líquido amniótico (en algún momento creo haberme chupado el dedo) dormía de un tirón y despertaba con la energía de quien desconoce la contractura y el sobresalto de un sueño en caída libre. Ya a las siete, Graciela Silvestri (una de las editoras de la expedición) estaba pintando acuarelas en su camarote, la vista clavada en el ojo de buey y el sombrerito puesto por razones de etiqueta; lo hacía con una pincelada tan inglesa que una chata con el aspecto de la Corina de Langostino lograba en el block la apariencia de estar navegando por el Támesis del siglo XlX. Luego del desayuno “americano”, la mañana en el Crucero Paraguay era de arte y oficios, en la penúltima cubierta.
El armado pequeño y solitario, apenas del tamaño de un cuchillo como única pesca en una red de la isla Curupí, los 14 puertos privados desde San Pedro a Santa Fe, los campos de soja que se asomaban casi sobre las barrancas, eran las nuevas figuras del Paraná, no las que quizás habíamos ido a buscar sino las que probaban lo que Martín Prieto había definido como su canto del cisne. Un canto al que seguramente sobreviviría el paso raudo de los camalotes que seguían abriendo sus flores blancas sin detener ese apuro que parecía fruto de una voluntad humana hasta que los atascaba un puerto en donde hacían retroceder el límite del agua.
El paisaje no viene de la naturaleza –esos sauces y alisos acodados sobre las orillas que poco a poco irían relevando las palmeras– ha escrito Graciela Silvestri, sino de la biblioteca que viajeros como Darwin o como Burton han bajado a las miradas locales: nunca hubo “del natural”.
Junto a la barra del segundo piso del Crucero Paraguay había una mesita empotrada en donde los artistas solían desplegar sus herramientas: Fernando Bedoya, sus juegos de bisagras para serigrafía, sus cajas de pasteles, solvente, trapos. En las horas de taller, con esa practicidad inventora ante los bajos recursos, y porque la figura de Robinson estaba siempre en el aire, salían a relucir los almanaques de Paraná-raangá como tableros improvisados sobre el caballete de las piernas. Había tráfico de tragos o de mate. El termo del poeta Daniel García Helder (rosarino) era clásico, pero el hábito del antropólogo Guillermo Sequera (paraguayo) llenó el mate de hierbas hasta hacerlo parecerse a esas cabecitas de yeso cubiertas de semillas que echan brotes en forma de cabellera afro.
–Hay una cierta dificultad en la representación. En los tiempos de Ulrico, cuando no había televisión, observar la realidad era otra cosa. Pero acá, entre nosotros, ¿quién hace suficiente silencio como para percibir? Si no hubiéramos traído cámara, a lo mejor hubiéramos hecho paisajes de observación. Pero la cámara te autoriza a no mirar.
–Yo soy paisajista al mango. ¿Ves? Hago bocetos como éste y saco fotos: me gasto lo plata, saco cincuenta e imprimo. Después hago fotocopias blanco y negro malas, de las más baratas y, cuando digo malas es a propósito porque a eso también lo uso en la imagen. Aprendí mucho pero soy medio Duravit. ¿Viste Forrest Gump que empieza a correr y no puede parar? A mí me pasó igual.
Félix Rodríguez, otro arquitecto, tienta a que lo llamen modesto pero entonces estaba describiendo un método de trabajo: “Siempre estoy fallando. Si no fallo, no avanzo”. Pero la mención de los Duravit –aquellos Citroen o Pic Ups de juguete que, si eran usados como proyectiles, podían abrir la ceja del jugador, también eran eternos– quizá delatara su certeza de ser un clásico. En su block, se multiplicaban, junto con los paisajes de río, los paisajes industriales, de una potencia sobrecogedora. ¿Las musas de Félix? La usina, la ruina de la usina, los escombros donde estaba la ruina de la usina. Pero también los bares en donde sobrevive el goce social del vecino aposentado frente al triolet y la ginebra en vaso chico.
–Me hago el fijador, me preparo la tela y la carbonilla, si puedo, también la hago. Voy a un bosque incendiado, agarro las cortezas y las pruebo. Laburo fuerte, no sé si laburar fuerte es ponerle mucho negro.
A Loiseau no le gustaba el final de una obra, su peso, su valor futuro. Iba transformando el barro de un mono aullador que tomaba mate a un tucán, del tucán a un esqueleto de tucán, y del esqueleto de tucán a un indio que de pronto se pareció muchísimo al geógrafo Reboratti (título de la obra in progress: El toba Reboratti) pero que, a fuerza de que viéramos, ya en Paraguay, bustos de Solano López, se deformó en Franco o en un cabo primero, villanos.
Lo razonable era que Loiseau usara un barro conseguido in situ, por ejemplo el negro que luego vería con angurria en Itá, entre las manos de las artesanas Juana y Julia o el rojo que iba a contorneando a veces el barco. Pero lo había comprado en Tesis, una pinturería artística de Palermo.
–Venía herméticamente cerrado, el primer día lo mojé y lo mantuve para el segundo. Pero cuando me enteré que subía un colegio a ver el barco decidí dejarlo destapado para que lo vieran. Era El Indio y me hubiera gustado saber qué pensaban los chicos. Ese show costó que se secara.
El barro, decía también Loiseau, es invitador, popular, no se le niega a nadie, como que viene de abajo. Y Fernando Bedoya se iba al fondo de su pasado, con un J.B en la mano.
–Mi primera relación con el arte tuvo que ver con el barro. Entre Chiclayo y Lambayeque había un arenal que les dieron a los japoneses y ellos lo convirtieron en un vergel de arroz. Y los chicos íbamos allí a saltar los charcos. Me acuerdo perfectamente de un día: yo vestidito de blanco detrás de unos atorrantes. Pasó lo que tenía que pasar. A las once de la mañana estaba adentro de la zanja, cubierto de un barro casi negro. Cuando salí, los otros habían desaparecido. Me sentía culpable, aterrado de tener que volver a casa. Estuve horas sacándome el barro y de pronto me di cuenta de que lo podía moldear con la mano y me puse a hacer bolitas. A las cinco de la tarde estaba rodeado de figuritas. Ya no estaba tan negro, había quedado color café con leche. Entonces volví a atravesar el arrozal hasta la avenida 2 de mayo. Mi vieja estaba plantada en medio de la calle y, por la cara, me di cuenta de que sabía de dónde venía. Yo estaba cagado en las patas. Pero no me dijo nada: me bañó, me secó, me sentó en su falda y me hizo un dibujito. Para mí fue un caramelo porque se me hizo agua la boca.
Bedoya y Loiseau eran como esos vendedores callejeros que montan una mesita y hacen trucos habilísimos para vender una aguja de tapiz que nunca funcionará, un pelapapas que parece ultrasónico pero que se desafila al primer puchero: primero publicistas. Hasta que los mirones tímidos, aun los habituados al estrado y al oficio que no mancha, terminaban enchastrados y gozosos trazando hasta con las uñas y los dedos pescaditos, estrellas, gonococos. Yo misma dibujé una palometa con la nariz del pez cyrano y de un rojo sólo probable en un carassius.
Debates: si ahora se trabajaba a partir de fotos, ¿acaso los impresionistas no lo hacían a partir de bocetos? ¿Qué? ¿Te creeés que se quedaban bajo el sol rajante como si el prado que pintaban fuera de verdad el prado? ¿Así que Leonardo hubiera renunciado a una Cannon?
Hasta que Félix Rodríguez encontró la metáfora del arte moderno.
–Una vez hice una obra para un restaurante del barrio. La cambié la mitad por plata y la mitad por comida. El dueño me pidió un mural del pueblo natal y me dio dos ceniceros para que copiara el paisaje. Le hice un mural de cuatro metros por uno y medio o dos, en terciado. Tardé dos meses, cuando llegó el día, le dije “ya está”. Era un sábado al mediodía y el boliche se llenaba. Estaba la gente llegando a comer y yo ahí: clavando. Cuando el tipo se fue a España lo vendió a un cliente. El cliente lo sacó, pintó la pared color caca brillante y le puso un banderín de Defensores de Belgrano. Y entonces un día un amigo que iba a comer siempre ahí me dijo “¿Viste lo que hicieron? ¡Qué hijos de puta!”. Fui y me peleé con el tipo, no por eso sino porque era muy desagradable, ¿viste esos gordos con los brazos cortitos? Un día paso con la bicicleta y veo el mural en otra pared. Hice marcha atrás y lo miré, le habían cortado un cacho porque no entraba, justo en el diez o quince por ciento en donde estaba la firma. Apareció el tipo y me dijo “Rodríguez, vení, me lo tenés que firmar”. “Boludo, encima que lo cortaste te lo tengo que firmar. Bueno, está bien, te lo firmo pero a cambio de una cena para diez.” Años después, otro amigo me dice “tengo una obra tuya”. “¿Un dibujo?” “No, una obra enorme, el boludo del gordo lo tiró a la calle.” En esta historia está la historia del barrio. Y, a lo mejor, la historia del arte.
La muchachada se reía bajo los sombreros tobas, se cacheaba de cariño o brindaba con traducción guaraní. Pero la naturaleza debe haber pensado ¿así que soy sólo representación, que nada soy antes? Y nos mandó tres tormentas.
–La peor fue la de Empedrado –me explicaba Víctor Hugo López, marinero paraguayo, políglota y estudiante de Derecho a distancia– porque ya no teníamos el ancla. Acordate que en Goya, cuando paramos a hacer un recambio de pasajeros y la estábamos levantando y faltaban cinco o seis metros, se rompió la caja de cambios del malacate y voló en pedazos. Se debe haber trabado algún engranaje porque se rompió hasta la carcasa. El ancla quedó a ras del fondo sin terminar de subir con el barco liberado. Fuimos rápidos: buscamos dos malacates manuales y subimos el ancla que pesa un montón de toneladas. Con el calor que hacía, el viento que venía del otro lado era muy difícil y nosotros, los marineros, todos metidos el agua.
Recuerdo esa noche en que, a estribor, la luna iluminaba unos sauces recostados y semihundidos, que casi acariciaban con sus copas la baranda de la segunda cubierta. Un cabo los sujetaba al barco con un sistema no muy distinto del que ata un caballo al palenque.
–Y a eso multiplícalo por tres –dijo Richard que, como buen barman, no tiene apellido, es un familiar que da yapas y opina de todo como el Bertin que Hemingway tenía en el Ritz. Y me dio una libreta abierta en una página que decía Pacotilla. Allí estaba la lista de lo que habían traído desde Asunción para alimentarnos y que, decía, había que multiplicar por tres “40 kg de pan, 80 de surubí, 150 de lomito, 76 de arroz, 65 de harina, 24 de azúcar, 50 de queso, 26 de fideos, 50 de helados, 45 litros de aceite y 14 de leche”. Si el viaje de Ulrico Schmidl se había realizado bajo el signo del hambre y la inanición, deberíamos desplazarlo como mentor por François de Rabelais. Y de producirse entre nosotros casos de antropofagia, como en el viaje original, nuestros hígados darían exquisitos foie gras. Además, en tierra, debíamos honrar las recepciones y probar las albondiguitas de pacú, el escabeche de yacaré y las empanadas de charque como en la Casa de la Artesanía de Formosa, en donde también hubo discursos, coros de niños y solos de niños prodigio.
Amada, de trenza larga y pollera plato, tomaba con mano delicada algunas porciones de sopa paraguaya y las sumergía en el escabeche de yacaré, misturaba albóndigas de elementos diversos y los apretaba en una fuente. El mal pensamiento hacía creer que los acopiaba para llevárselos –uno podía imaginarse los hijos numerosos, excluidos de ese banquete para ilustres–, a ojos vista, como autorizada por la casa. No probaba, bebía muy poco. Sólo desarmaba los platos. Era como si estuviera desarticulando la antigua economía de la conquista : el repliegue de las armas a cambio de pescado, palmitos, mandioca. Era un boicot político
–Yo no pisaría si mi marido no hubiera estado tantos años trabajando acá. Le gustaba contar su vida pero era breve.
–El blanco siempre está tocando la puerta de la india. Y yo ¡mándese a mudar! Hasta que se me metió. Mi marido no es pilagá, es correntino. Y así tengo estas mestizas.
Hacía un gesto mimoso de acampanar su pollera plato y señalaba a dos lindas rockeras que le hacían de cancerberas.
–A éstas me las quisieron llevar los menonitas. ¡Que voy a entregar yo a mis hijas! ¿Así que me invitaste a tu casa de Buenos Aires?
Pero la comida era también una comunión. Ignacio Fontclara, paraguayo, tercera generación de cocineros, era, de entre los expedicionarios, una suerte de filósofo de los alimentos terrestres:
–¿La masa madre? Si mezclás harina y agua se hace como un cultivo donde se posan las levaduras y los organismos que están en el ambiente. En el medio del Lago de Ypacaraí y en el medio del río Paraná ese momento es irrepetible porque el espacio físico siempre es único. Como la gente cada vez. Se la deja 24 horas y se le vuelvo a poner harina y agua, es como darle de comer. Y mientras se la siga alimentando, sigue viva. Y mis hijos la pueden seguir y también mis nietos. Con este calor está en constante reproducción. Pero en el frío duerme y duerme. Si la dejo en el frío meses y meses, arriba se le va formando una capa de agua muy oscura que se disgrega y se quita. Y esa masa madre sirve para hacer una bagette, una masa de brioge, de pizza o de chipa como la que hicimos hoy con todos los expedicionarios Es como una música que cada uno puede seguir interpretando.
¿Qué habrá hecho Ignacio con nuestra masa madre? ¿Conservarla en el freezer o arrojarla al Paraná para que se funda en la materia orgánica del río?
¿Una masa que nunca se seca y a la que todos le dieron de comer, sería ése el símbolo de nuestra extraña amistad abordo? A mí me gustaría pensar que el vínculo Paraná Raangá es como un enlace creador entre soledades como la de Horacio Quiroga y “El ingeniero belga”. En Barranqueras, en el Instituto de Cultura Provincia del Chaco vimos una muestra de fotos de ese escritor para quien hacer un cuento era tan importante como una canoa: Quiroga silbaba en medio de la selva algún fragmento de La muerte de Isolda pero, de pronto, se quedaba atascado y se ponía a repetir como un disco rayado, entonces el ingeniero belga, desde lejos, invisible a sus ojos, lo continuaba hasta el final.
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