Vie 11.04.2003
las12

crecerá sin odio

Jessica Martín acaba de ser madre. Era la novia de Ezequiel Demonty, el chico que murió en septiembre del año pasado al ser obligado a tirarse al Riachuelo por policías federales. El bebé de Jessica y Ezequiel se llama David. De ellos tres es esta historia.

› Por Marta Dillon

Cuando el horario de visitas termina en la maternidad Sardá un policía de uniforme es el que invita a quienes rodean a las parturientas a retirarse. No es amable, no tiene por qué serlo, él está allí para controlar que no quede nadie en la maternidad después de hora más que las madres y sus hijos. Ya tendrán tiempo los maridos de visitar a las mujeres internadas en la media hora exclusiva –entre las ocho y media y las nueve– que el reglamento interno les ha otorgado. Estrictamente exclusiva, ningún pariente puede reemplazar al marido.
–¿Y si no tiene marido la chica? –preguntó indignada Dolores Demonty.
–¿Y si al marido lo asesinó la policía tirándolo al Riachuelo? –pensó Dolores sin decirlo, para evitar un conflicto mayor.
–Ah... no sé, señora. Esto es sólo para los maridos o concubinos. Si no tiene que se arregle.
Hacía casi dos horas que Jessica Martín había parido a David cuando la abuela buscaba por dónde colarse para entrar a conocerlo. Eran casi las ocho de la noche del sábado 29 de marzo, desde las dos de la tarde Jessica estaba sola. Más de una vez le habían repetido que sólo el padre de su hijo podía acompañarla en el parto y en los momentos previos. Parecía un mal chiste: Ezequiel Demonty, su amor, el muchacho que le había prometido construir una casa en un terreno tomado en Mataderos donde vivir felices y comer polenta había sido asesinado por la Policía Federal en septiembre del año pasado. Nunca supo que su hijo era varón. Hasta la madrugada en que otro hombre en uniforme lo obligó a arrojarse al Riachuelo la pareja sólo había podido ponerse de acuerdo en un nombre de mujer: Denisse. Jessica sólo consultó con Dios antes de elegir David Ezequiel para nombrar a ese niño que seguramente se va a tener que enfrentar a más de un gigante. “Ese día en la maternidad yo lo miraba al policía y pensaba qué cara pondría si le dijera que culpa de otro como él mi hijo nunca va a decir ‘mi papá’. ¿Y para qué me serviría? Yo quisiera que mi nene crezca sin odiarlos a todos, sin tenerle miedo a la policía.” Sólo unas pocas veces Jessica se anima a desear amarguras eternas para los que mataron a su amor. El resto del tiempo intenta comprenderlos. Pero ya sabe que es imposible: “Como yo no soy capaz, no entiendo qué mierda tienen en la cabeza”.


Como sentimientos que se chocaban. Así definió Dolores lo que le sucedió el día en que Jessica le contó que estaba embarazada de Ezequiel. Fue el mismo día en que la Prefectura encontró su cuerpo enredado en esa maleza sin nombre que habita el Riachuelo. Hacía siete días que lo buscaban y apareció el día de la primavera. La madre y la novia estaban en un puente, muy cerca del lugar donde lo habían obligado a arrojarse al magma contaminado del límite de la Capital Federal cuando les avisaron que tendrían que ir a la morgue a reconocer a un muchacho. No, no es. Decía Jessica, restregándose los ojos enrojecidos de tanto parpadear entre lágrimas. No es, no puede ser, insistía. Dolores quiso calmarla en el camino, aun cuando ese muchacho fuera su hijo Jessi siempre tendría un lugar a su lado, iban a seguir juntas, acompañándose a la iglesia Vida Abundante los sábados y los domingos, igual que si Ezequiel estuviera con ellas. Jessica siguió negando hasta que atravesó el pasillo de la morgue y detrás de una puerta de vidrio vio una mano que se escapaba de la loza y un pie. No necesitaba más para reconocer el cuerpo amado, con el que había encajado tan bien cuando dormían apretados en la cama de una plaza, en la cocina de una casilla del Bajo Flores, donde vivían juntos desde hacía cuatro meses. Lo siguiente que recuerda Jessica sucede en la habitación que había sido de Ezequiel, en casa de su madre. Ella le pidió a Dolores que se acerque, había algo muy importante que decir. “Le dije que había quedado algo de él y no sabíamos si reírnos o llorar, se iba alguien y venía otro. Que no lo iba a reemplazar, ya lo sé. Pero no se lo habíamos dicho a nadie, era nuestra sorpresa, no sabíamos cómo iban a reaccionar nuestros padres.” Cuando se lo contó a Dolores, Jessica no se había hecho ningún tipo de análisis para confirmar su estado. No lo necesitaba, desde mayo que no tenía su menstruación y sentía la cintura y los pechos hinchados. “A los 18 años no iba a tener un embarazo psicológico, ¿no te parece?” Ezequiel estaba feliz con su hijo por venir, dice su novia. Se preocupaba, como todos, por el dinero, por el trabajo, por la casa. Pero ninguno de los dos se hizo problemas ese día en que el deseo los urgió sin preservativos a mano. “Yo me había olvidado de buscarlos –cuenta ella–, me daban una bolsa inmensa en el Centro de Salud para que repartiera también en el colegio. La verdad es que no pensé ese día que podía quedar embarazada, pero tampoco me hacía mucho problema, ya tenía ganas de tener hijos con él.”


Si no fuera por el modo en que dobla la ropa, la autoridad con que le habla a sus hermanos menores y esa particular manera de sacar el mondero entre sus ropas para contar las monedas para el pan, a Jessica sería fácil darle los 19 que tiene. Sin embargo, hasta su madre se ve débil a su lado a pesar de los años que lleva como jefa de familia. “Mi mamá es tremenda, si yo no la reto a la noche y la mando a dormir capaz que son las cuatro de la mañana y está lavando ropa.” Ella es bastante parecida a pesar de que reniegue. La noche anterior a la entrevista estuvo lavando un montón de sábanas que ahora cuelgan como fantasmas en la semipenumbra de la casilla. Parece mentira que afuera el mediodía hiera los ojos, dentro de este conjunto de piezas con el revoque sin terminar es necesario encender las bombitas eléctricas. Doscientos pesos paga la familia de Jessica por alquilar este lugar con escasa ventilación, un baño sin techo y una cocina que no es tal porque la pileta está a dos piezas de distancia de las hornallas. En la camita que compartía con Ezequiel, a mediamañana todavía duerme Barbie, la hija que Jessi parió cuando recién cumplía 16. La mamá no se apura a despertarla, todavía no termina con el trajín diario y antes de vestir a su hija tiene que ocuparse de mandar a sus hermanos a la escuela: la mayor está en séptimo, el que sigue en sexto y la más chiquita en segundo. La semana que viene Jessica también volverá a su escuela, la EMEM Nº 4 de Lugano, famosa por contar con guardería para los bebés de las alumnas que quieren seguir estudiando. “Cuando quedé de la Barbie era distinto, porque yo era muy chica. Fue difícil, la verdad es que yo no quería saber nada con tener relaciones pero salía con un chico de 18 que supo cómo convencerme. Yo conocía que había pastillas para no quedar pero ¿con qué excusa iba al médico? No entendía nada. Y él estudiaba, iba a la iglesia, pensé que si quedaba se iba a hacer cargo de mí.” Después no fue tan así, dice, pero a fuerza de insistir consigue que el padre le compre zapatillas a la nena o cumpla con las cosas que Jessi le pide. “Yo tengo una pensión de cien pesos, una pensión no contributiva para madres solteras que siguen estudiando. Con eso mantuve a mi hija siempre.” Con eso y una caja de alimentos que le entregan en la salita una vez por semana. Con David las cosas podrían complicarse, pero Jessi se siente acompañada por la familia de Ezequiel. “Lo raro, lo que no pude dejar de pensar en todos estos meses, es que ese mismo viernes que desapareció él me decía qué iba a hacer yo si me llegaba a quedar sola con el nene. Me preguntó si me lo sacaría. ¡Estás loco!, le dije. Yo no sé, a veces me parece que él buscó a propósito que tuviéramos este hijo”, dice Jessica, y David, inesperadamente, lanza un gorgeo como de pájaro desde su cuna.
La voz se le quiebra solo un instante. Después queda una congestión alérgica que le nubla un poco la cara demasiado blanca. A veces alguna compañera de la escuela le dice que es una concheta, porque es rubiona, porque no le gusta agarrarse a los golpes con otras chicas. Es gracioso, la familia de su primer novio no la aceptaba porque vivía en la villa. Ellos no estaban demasiado lejos, más bien justo en la entrada. “Para mí ser de la villa es no tener medios para estar en un lugar mejor, nada más. Para mí villera es la que putea todo el día, la que loquea o no se baña. Pero si alguien de afuera me lo dice yo digo que sí, que soy villera y a mucha honra.” Pertenecer al barrio deja una cicatriz, de todos modos, cuando se han abierto tantas heridas. “Cuando me vinieron a decir que a Ezequiel lo había parado la policía no me sorprendí. El nunca estaba en nada, le gustaba tocar la guitarra y cantar, igual que a mí. Pero ya lo habían parado otras veces. Acá en la villa es así, te ven en la calle y quieren saber que hacés, es normal.” Y hubiera sido capaz de aceptar esa normalidad si no le hubieran arrebatado con esa violencia sus caminatas sin rumbo con su novio, los planes de construir una casita para ella, su mamá y sus hermanos, las tardes en la iglesia y las noches de ensayo con la guitarra. Con esas pocas cosas tendrá Jessica que enhebrar los relatos que, en la ausencia, construirán un padre vivo en la memoria del pequeño David Ezequiel.

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