EL ARCHIVO FOTOGRAFICO DEL MUSEO BERNASCONI, LA HISTORIA ESCOLAR SIN NOSTALGIA
La recuperación de un grandioso archivo fotográfico que dormía en el Museo Bernasconi inspira la muestra El arte de enseñar que se lleva a cabo durante todo el mes de septiembre en el Centro Cultural Ricardo Rojas. Voces e imágenes recobradas y a la vez intervenidas por un grupo de artistas invitados, arrancan la mirada nostálgica de las blancas palomitas del ayer y enseñan a las de hoy, todo un pasado escolar.
› Por Dolores Curia
De fondo ronronea un discurso con voz, tono y cadencia de directora de escuela. No la vemos, pero podemos imaginarla: de punta en blanco, con un guardapolvo almidonado impecable, gesticulación exagerada, uñas prolijas y peinado alto. Es la voz que nos acompañará sin descanso durante lo que dure nuestra visita a la muestra interdisciplinaria El arte de enseñar. La instalación sonora que crea clima lectivo y complementa las obras se llama Señorita maestra. Lejos de los catastróficos estigmas de Jacinta Pichimahuida y compañía, el audio relata fábulas igualmente verídicas, pero con finales menos trágicos.
La muestra fue ideada por los curadores del Centro Cultural Rojas, Laura Isola y Máximo Jacoby. Todo surgió a partir del hallazgo del archivo Laínez (conformado por una cantidad enorme de fotografías escolares y memorias docentes que van de 1934 a 1968) que los historiadores Nicolás Arata y Luz Ayuso encontraron en el Museo Bernasconi. Una selección de los documentos del archivo fue puesta en diálogo con los trabajos de los artistas visuales Daniel Santero, Marisa Domínguez, Ariel Mlynarzewicz, Omar Panosetti y Mariela Savin. “Lo interesante de la propuesta me parece que es, en parte, esta idea de cruce entre las disciplinas. No es que no nos interesara el aspecto histórico del material pero, principalmente, queríamos resaltar su valor estético. Por otro lado, no queríamos caer en la intervención irónica, fácil, estéril. Yo ya estoy un poco cansada de la ironía”, confiesa Laura Isola en la charla con Las 12.
La propuesta para los artistas fue que se inspiraran en la iconoclasia de la educación pública para crear obras que interactúan con las fotos y textos del archivo. En la entrada de la sala y siguiendo esta línea se presenta, imponente, la relectura que Ariel Mlynarzewicz hizo del denominado “sujeto pedagógico peronista” que aparece en una de las imágenes: un purrete entrado en kilos, con delantal tirante (cuyos botones están a punto de salir disparados), equipado con sandwich de carne en una mano y vaso de leche en la otra. “Esa foto del ‘sujeto pedagógico’ en la que Ariel de basó para hacer su cuadro, exagerando un poco, podría resumir cierta relación del peronismo con la niñez y esa idealización de la Argentina poderosa propia de la época. En la Argentina ganadera, ese gordito es síntoma de salud, abundancia.” El imaginario parece agolparse todo en esta figura y trae a la memoria ese lema que rezaba “los niños, primero”. Forma y contenido congenian: la opulencia aparece en el cuadro en el significado de la imagen, de ese nene bastante bien alimentado, y en el tamaño del lienzo, la composición barroca (cuasi grotesca) y atiborrada de materia.
“Peronizar la exposición era una tentación muy grande en la cual no queríamos caer. No fue fácil porque, si bien el período que abarcamos es más extenso, la iconografía que como argentinos tenemos en nuestra imaginación con respecto a la educación pública está muy marcada por ese movimiento. Es inevitable que surja. Por eso estuvo esta gran tentación ahí, siempre latente. Además, el peronismo en sí es muy atractivo en su estética tanto para amarlo como para odiarlo, es difícil que resulte indiferente”, declara la curadora.
El pintor que supo hacer de la heladera Siam, los planes quinquenales y el Pulqui musas de su obra, fue otro de los convocados por los curadores: Daniel Santoro, con el Manual de la Tercera Posición bajo el brazo presenta un –nunca tan literal– Niños peronistas combatiendo al capital (2005). Allí dos mini descamisados de guardapolvos planchados con precisión milimétrica enfrentan al Tío Sam zoologizado, que ha devenido en serpiente. Cual crucifijo, La razón de mi vida los escuda. Y en otro cuadro, quizá más críptico a la hora de la interpretación, retrata a la mamá de Juanito durmiendo entre ruinas ideológicas, en un parque bombardeado donde yacen símbolos de todos los colores del arco político.
Las imágenes pasan como en un racconto de la historia argentina: palomitas blancas forman fila en paralelo a la ribera, en frente de una escuela mínima que se yergue en plena selva. A Juan Domingo se lo ve en otra foto caminando y rodeado de un centenar de “sujetos pedagógicos” que agitan banderines diminutos. En otro retrato de la salida tras el timbre, que seguramente acababa de sonar, sobre una de las paredes de la casa del saber alguien grafiteó “Laica”. Entonces, Isola explica: “También nos gustó jugar un poco con la metáfora de la educación como una especie de liturgia laica. Muchas de las fotos dan cuenta del proceso de lucha por la secularización y laicización en el ámbito de la escuela. Hay que tener en cuenta que, siendo laica, en un principio la institución fue pensada en paralelo con las prácticas religiosas. Por ejemplo, no rezamos, pero decimos una oración a la bandera. No comulgamos, pero nos paramos en fila para recibir una copa de leche. Hay un montón de rituales, en los actos, la entrada y salida de la bandera que, en algún sentido, son una versión secularizada de ciertos rituales religiosos”.
Marisa Domínguez, otra de las artistas invitadas, se hizo cargo del bien merecido homenaje a las Actividades Prácticas (las más de las veces, sinónimo de hora libre). Desenfundó papel glasé, punzón, plasticola y escuadra: así montó unas piezas multicolores de origami que penden del techo del Rojas y levantó un Corazón de tiza con los tonos de la Patria. A pocos pasos nos espera Volví y soy millones, obra con la que Domínguez retruca la frase de Evita. En ella aparece la madrina de los descamisados fetichizada en logo.
Omar Panosetti, por su parte, “intervino” el emblema escolar por excelencia y gran homogeneizador de indumentaria: el guardapolvo. Reconstruyó cuatro instancias: el acto escolar, la copa de leche, los libros de texto con caricaturas de Eva y Perón, y el edificio. El día de la inauguración una de las instalaciones incluía una panera con el sabroso alimento, complemento típico del mate cocido. No se sabe quién tomó la iniciativa, pero los panes empezaron a ser devorados por los concurrentes y la pieza quedó convertida en una obra interactiva con todas las letras.
En otra imagen, una directora mira a cámara entre seria y sorprendida: parece encarnar ella la educación toda. Elegantísima y con un séquito de maestras detrás, se la ve posesa por su noble tarea. Según la curadora, los distintos estereotipos de educadoras impresos en nuestra imaginería tienen mucho que ver con la fuerte impronta femenina de la escuela, por demás contradictoria: “La educación tiene una gran presencia de las mujeres. Por un lado, funcionó siempre como una posibilidad de independencia laboral. Al mismo tiempo, la directora aparece nombrada, en general, como ‘la señora de’. Se me viene a la memoria todo el universo de las novelas de Puig. No era frecuente que una mujer llegara a altos cargos, como supervisora o ministra. Era un modelo de independencia mixto. No anulaba el lugar tradicional de la mujer, pero sí podía funcionar como una salida laboral. En la década del ’40, en un contexto donde no era tan común que una mujer saliera a trabajar, mi abuela, como tantas otras, encontró su vocación en la docencia”, relata Isola.
El recorrido va llegando a su fin, pero sigue sonando de fondo la voz de Señorita maestra, haciendo eco del discurso florido de la directora. Recorre los más simpáticos lugares comunes de la pedagogía y del universo educativo de una época precisa: las poesías a la flor del ceibo, la bandera idolatrada, las rifas, los planes de ahorro postal y las bibliotecas creadas a pulmón. Imaginamos una directora emperifollada que, emocionada, se dirige transversalmente, desde el escenario, hacia un concurrido auditorio conformado por el alumnado, las familias, el equipo docente y “todas las organizaciones peri-escolares de esta casa argentina de estudios elementales”. Según explica Laura Isola: “Del ’34 al ’68, las escuelas les mandaban informes a la Secretaría de Educación con relatos de todo la información que consideraban relevante elevar al ministerio”. Este audio fue producto de una selección de memorias: “Lo que hicimos nosotros con eso fue una selección que la narradora Marta Polisiquio grabó. El relato ayuda a entrar en ese mundo. Logra esta mezcla extraña. Aunque cae muchas veces en lo kitsch y lo cursi, logra reproducir cierta escritura de circulación propia de la docencia. Mezcla dos instancias: la burocracia y lo emotivo”.
Cuando se le pregunta a Laura Isola si cree que la muestra finalmente sucumbió al tinte irónico o, más bien, al nostálgico, se inclina, decidida, por la segunda: “Está hecha con cariño y melancolía, y con cierta militancia de lo público, con el plus que le da a esto estar en el Rojas, lo que lo vuelve doblemente significativo: por el vínculo que el Rojas tiene con la Universidad y por lo que aquél significó siempre en sí como proyecto creativo de experimentación. Lo que mostramos acá forma parte de todo un imaginario en el que la educación pública, por su función de nivelación y movilidad social, ocupaba un lugar muy central, sobre todo con respecto a las clases medias y bajas, que hoy no ocupa. Eso es algo que se perdió, por lo menos, hace veinte años. La muestra es un mensaje por la resistencia de lo público. En esto sí creo, en la educación pública: ésa es mi única militancia”.
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