LA VENTA EN LOS OJOS
La madre que se ocupa de desbaratar supuestos, clisés y lugares comunes como ninguna otra lo ha hecho hasta hoy mientras, como Dios manda en toda publicidad, alimenta a su familia con productos de su propia marca.
› Por Graciela Zob
La primera impresión es casi gutural. Con un volumen superlativo irrumpe el grito más convencional que se puede esperar de una publicidad de alimentos: “¡mamá mamá!”. Cortina musical que al descorrerse deja en evidencia a estos personajes, muñecos, casi juguetes, casi humanos ubicados en un lugar también convencional: un comedor, una cocina, la casita. Asistiremos a la imagen típica donde la mamá sirve arroz o sopas o caldos a su familia integrada por marido y niño ociosos que primero están disconformes con algo y luego agradecidos por la intervención del producto en cuestión. Eso pensamos. Pero, de eso, apenas se nos ofrecerán unos restos, la mueca, un cadáver exquisito realizado a base de clisés, todos unidos con asociación libre como único pegamento. Está el niño que pregunta, el niño que exige, el padre que acota y la mamá que resuelve. Pero definitivamente no son los mismos. Una subversiva versión de la mecánica familiar, sobre todo del rol de la madre, omnipotente y abnegada aparece aquí con toda la potencia que puede tener el disparate. Faltan nexos, no se proveen morales para interpretar los signos. Ni siquiera hay una gran dosis de ironía o de mensaje piola entre líneas. El escueto jingle tiene tan solo dos palabras más. Y punto. Insiste en su laconismo que caracteriza también el relato de cada viñeta donde una por una se va presentando hace ya más de dos años un producto nuevo de la marca que se posiciona a base de repetir y presentar un nonsense. La cortina musical parece urgida por hacer lo que de ella se espera: nombrar a la destinataria del mensaje y nombrar al producto que se quiere vender. “Mamá, mamá, mamá Luchetti”. Nada de metáforas melosas, nada de poesía en la publicidad, parece decir entre líneas este jingle. La propuesta argumental de cada episodio redobla esta apuesta ahorrativa, estética gutural que si bien conserva elementos de la publicidad tradicional dedicada a vender productos alimenticios, parece desganada a la hora de repetirse, de cumplir con los mandatos. Es que la saga de “Mamá Luchetti” parece negarse a cumplir con todos los pasos que se esperan del género.
En todas está la mamá, siempre con diferente peinado y también con diferente voz, a veces de locutora y a veces de Violencia Rivas, pero manteniendo la misma actitud: sabe lo que hace. Y lo que hace es cocinar. Y lo que hace no tiene nada que ver con nada. Revancha loca por sobre todas las otras amas de casa de la publicidad, domina la escena y no presenta ningún modelo de familia sino otra cosa, un modelo de ocurrencia. La mamá de esta publicidad tiene el control. A veces es un control remoto, otras es la licuadora o a veces basta con su manejo de las cámaras. El chico quiere algo, la mamá enciende la licuadora para no escucharlo. El padre quiere interrumpir, ella lo borra del mapa con otro electrodoméstico o con un mínimo gesto. Pero no es una madre perversa, cocina arroz y se produce como Diana Ros. No se sabe si quiere lo mejor para su familia, si es feliz viendo a sus niños crecer sanos y fuertes, esas cosas que quieren todas las otras señoras de los anuncios. No se sabe si la canción repite un pedido de sus hijos, “mamá queremos Luchetti”, o si ella misma es una madre “modelo Luchetti”. O las dos cosas. Consigue que terminada la publicidad, los espectadores queden dos segundos más pegados a la pantalla mareados por lo que ocurrió o no ocurrió. Un remanso esta señora, en la góndola de pocas ofertas que el medio publicitario ofrece a la hora de encontrar el espejo del consumidor tipo. La locura también es una madre que nos alimenta. Qué bueno que esté en el menú.
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