[IN CORPORE]
› Por Karina Felitti *
Esta semana trascendió que un colegio de Posadas, Misiones, dispuso que las estudiantes concurran a clases con pantalones en lugar de polleras, como una medida preventiva ante varios intentos de rapto o abuso sexual que vivieron algunas adolescentes del lugar. Los pantalones deberán ser “clásicos”, esto es, nada ajustados, nada “provocativos”.
Más allá de las supuestas buenas intenciones, la medida adoptada vuelve a poner en el foco a las mujeres y sus ropas, y no a una sociedad que, más allá de las leyes para erradicar la violencia de género y educar en la sexualidad, sigue produciendo discursos y prácticas que atentan contra la integridad física de las personas.
Es evidente que no se trata de una cuestión de vestuario sino de creencias, valores, prejuicios que habilitan los abusos, y es sobre ellos que deberíamos seguir trabajando, sin limitar la autonomía de decisión, ni la libre circulación. Con pantalones o polleras, en calles iluminadas o más oscuras, nadie debería ser blanco de ataques violentos, ni sexistas.
Lo mismo vale para las soluciones segregacionistas que se han aplicado en los medios de transporte en ciudades populosas como Río de Janeiro y el Distrito Federal de México. Hace poco, viajando en el metro del DF y transitando por sus “vagones rosas”, me preguntaba: “¿Es separando a mujeres de varones que promovemos el respeto y el cuidado mutuo?”. Sin ánimos de etnógrafa sino por turista desatenta, mi primer viaje en hora pico no fue en el espacio que la política de protección había diseñado para mí sino en un vagón repleto de varones que me miraban extrañados y hacían un esfuerzo sobrehumano por no rozarme. Algunos se preguntarían por qué no estaba con las otras mujeres en el lugar protegido que me habían asignado, aprovechando el viaje para maquillarme y arquear mis pestañas con una cuchara de té, técnica original y efectiva de las mexicanas que deja muy atrás al más caro rímel que exista en el mercado.
El contraste entre esta política de segregación y las publicidades que promocionan centros de salud especializados en interrupción legales de embarazos resulta impactante. Mujeres que pueden decidir en libertad sobre sus derechos reproductivos, pero que son aún “protegidas” de las manos masculinas, confinándolas mientras se espera que las cosas cambien. Puede que en el “vagón rosa” haya más posibilidades de conseguir un asiento; lo único seguro es que con este tipo de medidas, que nos dicen cómo vestirnos, por dónde circular y en qué lugar sentarnos, seguiremos perpetuando modelos que obstaculizan una buena convivencia.
* Historiadora del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género, Facultad de Filosofía y Letras, UBA - Conicet.
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