PERFILES > INGRID BETANCOURT
› Por Flor Monfort
Si “lo que en la selva ocurre, en la selva se queda”, Ingrid Betancourt decidió dejar allí exactamente lo que le convenía, algo que a priori no debería ser criticable salvo porque escribió un libro de 700 páginas donde no pudo eludir el estereotipo de las mujeres incapaces de ser solidarias entre ellas: las “perras” de la selva, como dijo uno de los compañeros de cautiverio sobre Ingrid, que ni siquiera justifica el mote porque al decir del libro, lo que se hacen, no es demasiado oscuro.
Que estar seis años encadenada, sometida a torturas permanentes, pestes de diverso calibre y la amenaza de muerte sobre la nuca debe ser una de las experiencias más traumáticas, nadie estaría dispuesto a negarlo. Allí donde la vida se reduce a conseguir un espacio seco para apoyar la cabeza para descansar o rastrear el único pedazo de pollo sólido que habrá en la comida del día, el monstruo que habita en cada alma sale con furia y muestra los dientes al que hasta ayer era un aliado.
Tal parece ser el caso de Clara Rojas e Ingrid Betancourt. La primera, asesora de la segunda, ambas en carrera política con años de oficio, estaban trabajando en la campaña presidencial de las elecciones colombianas de 2002 cuando las FARC interceptaron su auto y las tragó la selva. Fueron seis años y pocas noticias probadas de ellas, pero mucho interés mediático por rescatarlas: el rumor de que Clara había sido madre, de que Ingrid estaba muy enferma, de que alguna tuvo un romance con un guerrillero, contribuyeron a formar un gran mito. El punto cumbre fue el video que la misma FARC mandó como prueba de vida: un encuadre desde arriba, Ingrid sentada, flaquísima, el fondo verde brillante y los gritos de la naturaleza. Aquella imagen de una Ingrid vencida recorrió el mundo y reavivó la inquietud por recuperarlas vivas. Primero fue Clara, que volvió a la civilización con la historia confirmada de una cesárea en el medio de la nada y los detalles de cómo le arrancaron a su hijo, dejándolo abandonado y enfermo en un refugio estatal, y luego la recuperación y el encuentro, todo televisado, como bien indican las reglas de la vida mediática siglo XXI. Cuando fue el turno de Ingrid, que volvió después de un espectacular rescate, lo que se esperaba del reencuentro, no ocurrió. Si bien hubo abrazos y una conferencia de prensa en común, enseguida Ingrid se fue a Francia y la complicidad de haberse visto sometidas al peor drama de sus vidas y la posibilidad de lanzarse juntas a una nueva oportunidad política, quedaron en el aire.
En No hay silencio que no termine, Betancourt se explaya sobre su ex amiga, a la que describe como una cuarentona solitaria obsesionada por las plantas, la misma a la que le había pedido que no la acompañe a San Vicente del Caguán, el día que las secuestraron a ambas. En rigor, la intención era llevarse a Ingrid (como rehenes para intercambiar presos de la guerrilla con el gobierno colombiano) pero ésta dijo que Clara era como su hermana y ante la duda, decidieron llevarlas a las dos. Ya en cautiverio, en el que estaban obligadas a estar “como siamesas”, Ingrid dijo que mientras ella planeaba cómo fugarse, Clara intentaba adaptarse. Siguiendo el esquema de relación que tenían en su vida anterior, Ingrid daba las órdenes y Clara seguía a su amiga. Así concretaron cinco fugas que fueron frustradas y de las que volvieron con más castigos cada vez. Hasta que un día, Rojas quiso algo que sea solo suyo, “Quizás estoy aquí, en parte, por ti, pero la situación de embarazo es mía”, le dijo. En la versión de Ingrid, Clara pidió a los jefes de la guerrilla quedar embarazada porque su reloj biológico la apuraba. Sobre el verdadero motivo de tanto odio y rencor, Ingrid no dice nada creíble. El episodio en el que Clara le roba un pedazo de queso de su morral, no termina de cerrar para nadie, y si así fuera, algún condimento de ficción no le hubiera venido mal a la trama que, a esta altura, es ficción pura.
Ahora que Betancourt está lejos de Colombia y se dedica a hacer giras para promocionar su libro, estuvo en el programa de Oprah, donde reconoció la altivez y el orgullo de la que la acusaban sus compañeros, como el norteamericano Keith Stansell, que dijo de ella: “Es el peor ser humano que conocí en mi vida”. “Yo no fui perfecta —le dijo a Oprah—. Estaba asustada y cuando uno está asustado muestra cosas que no son las mejores. Ahora los entiendo mejor, yo los amo y espero que puedan cambiar de opinión.” Tal vez cambien de opinión, tal vez no, tal vez Betancourt todavía shockeada y con la necesidad de ponerle voz al silencio de tantos días, quiso contarlo todo, aunque dejara tan mal parada a su “compañera”, como la llama. Tal vez éste sea una gran libro, pero el capítulo sobre Rojas defrauda, se queda a mitad de camino entre el novelón y la denuncia pacata: de “cuarentona solterona” a esta altura no se acusa a nadie, mucho menos en un libro con pretensiones serias. Oprah misma le pidió más sangre “Con lo que debían oler, ¿cómo tenían tantos romances?” le preguntó asombrada, pero Ingrid es eso nomás: altiva, orgullosa y buchona.
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