VISTO Y LEíDO
› Por Marisa Avigliano
Era una nena cuando escribía poemas de sugestiva audacia que su padre transcribía (cuentan que don Santiago los pasaba en limpio pero que no los entendía) y lo seguía siendo cuando las revistas cisplatinas hablaban de ella: “Una verdadera joya, una bijou (...) con sus manecitas de muñeca”. Delmira Agustini es la poetisa erótica de la generación del 900, la portadora voluptuosa (como la describe Cróquer-Pedrón) de una palabra sobre el deseo femenino y la uruguaya indócil que murió en un cuarto de hotel, asesinada por Enrique Job Reyes, su ex marido quien, acto seguido, se suicidó. Delmira Agustini fue “encontrada a medio vestir en el cuarto de alquiler de los suburbios donde se citaban en secreto al tiempo que resolvían los trámites de su divorcio, para sorpresa y escándalo de allegados y admiradores”.
Entrada precoz y salida trágica del escenario, la vida de Delmira (delineada con agudeza académica por Eleonora Cróquer-Pedrón) irrumpe a comienzos del siglo XX y le da buen pulso a la silueta de la nueva escritora latinoamericana que empieza a constituirse desde la exhibición.
Cróquer-Pedrón (Caracas, 1967) propone un recorrido a través de las diversas apariciones/desapariciones foto-textuales de Delmira (tal como fueron reproducidas por la máquina cultural uruguaya e hispanoamericana) que convierten al libro en una suerte de álbum bizarro de una señorita. Una soltería falsa, soltería, ya sabemos, era la de la recluida señorita Dickinson.
Los facsímiles de los semanarios, los retratos ovales, la foto de Agustini muerta, los recortes de la intimidad, las cartas a Rubén Darío, los restos biográficos, y hasta los afectados textos que la propia Delmira escribía firmados con el seudónimo Joujou, trazan el estilo de la excentricidad necesaria para insertarse y trascender en el campo cultural de su época. Con algunos de los tópicos que la retórica masculina usaba y abusaba y con muchos excesos “mordaces y salpicados de ira”, Delmira/Joujou nombraba en otras mujeres artistas lo que mismo que se escribía o se decía sobre ella: “La delicada envoltura de su cuerpo es demasiado débil para resistir tanto espíritu; su cabecita soñadora se dobla extenuada al peso de la idea”. “Toda ella en su andar (...) le hacen un blasón escintilante que encandila y atrae al poeta y al viandante, al que sueña con los sueños y al que vive la vida desnuda y agria del prosaísmo”.
Escrito con rouge. Delmira Agustini (1886-1914). Artefacto cultural es un camino sin atajos, sin soluciones prácticas (aunque las citas simulen resolverlo todo) porque es el croquis de una composición personal, la bitácora de una mujer que se empeñó en fabricarse, como escribió Molloy: “La imagen proyectada es el escritor y también es su máscara: hecha de lo que se es, lo que se busca ser, lo que queda bien que sea y lo que se sacrifica para ser”.
Entre tanto esmero por parecer, entre tantas intenciones Delmira no abandonó una inadecuación que supo sostener con temperamento y ardor y que fue la clave para que su obra perdurara. Destruyó un lenguaje, creó otro, experimentó entre cadenas de palabras indecibles y hundió sus pies en orillas con desdenes de barro.
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