PRIMERA PERSONA
Después de enterrar a su mamá –la periodista y fotógrafa Marta Merkin–, Inés Ulanovsky quedó embarazada, empezó a hacer un registro de la ESMA con su cámara (ella también es fotógrafa) y se sentó a escribir recuerdos y anécdotas que la unían a ella. Hoy, cinco años después, esos textos son Algunas madres también se mueren, un libro sobre el paso del tiempo, la relación de las madres con las hijas mujeres y sobre qué se hace con las cosas de los muertos cuando ya no están.
› Por Flor Monfort
En los relatos sobre la muerte, quien escribe tiene la tentación de caer en la reflexión profunda de la experiencia enorme y violenta de la desaparición. Lo bueno de Algunas madres también se mueren (Capital Intelectual) es que elude completamente la pirueta literaria y la vocación filosófica para internarse en el mínimo detalle. De ahí su fuerza y esa sensación al terminar de leerlo de que al final todo está ahí, en un envase de shampoo. “Ese fue uno de los capítulos que escribí primero. Al mes de que mi mamá murió de cáncer, mi papá se quiso ir de la casa que compartía con ella. Había dos opciones: quedarse viviendo entre los objetos del pasado, o deshacerse de las cosas. Es muy doloroso, porque además es un mundo: las pinturas, la ropa, los papeles, los archivos de la computadora. Yo decía: ‘Pero esta crema salió 300 pesos, ¿la tengo que tirar? ¿Me la tengo que poner?’. Era como un absurdo. Había un shampoo nuevo, que yo le había comprado antes de que se muriera, y pensaba: ‘Hasta que use todo este shampoo van a pasar seis meses de tenerlo ahí, de verlo cada vez que me bañe’. No sabía qué hacer. Al final lo tiré, pero fue un mes en el que viví en un estado completamente maníaco porque tenía que decidir qué hacer con todas las cosas de la vida de mi mamá”, cuenta. Inés Ulanovsky tiene 33 años, dos hijos, una profesión como fotógrafa que la llevó a trabajar en el área audiovisual del Archivo Nacional de la Memoria, y este libro sobre la experiencia de la muerte de su mamá, recién publicado (antes publicó otros de fotografías). Todo esto –ser madre, perder a la propia, escribir un libro y hacer un registro fotográfico de la ESMA– pasó en un breve lapso. “El registro de la ESMA y el libro están muy vinculados. Escribí todo lo que tenía que escribir y lo que me faltó, lo completé con esas fotos. Fue un trabajo muy solitario, el día que fui a hacer las fotos al casino de oficiales, donde se producían las torturas y estaban los detenidos, estaba sola. Fue denso porque estuve 3 o 4 horas ahí, subiendo y bajando, del sótano hasta la capuchita, que es la parte más alta. La luz es muy linda, tiene algo de bello, pero son todas situaciones entre surrealistas y terroríficas. Me interesaba lo que había en la ESMA, pero estaba movilizada también por mis propios espacios vacíos.”
–Siempre tenía la idea de querer escribir, había algo de lo formal de escribir que me gustaba: alguien escribiendo en una computadora. Me gustaba tener libretitas, pero en definitiva no escribía mucho, tenía como cierta traba ahí. Cuando se murió mi mamá, empecé a escribir sin ningún tipo de filtro ni consigna que me frenara. Escribí cinco o seis capítulos de los que ahora están en el libro y me pareció que tenía un montón de otras cosas, pero ya empecé a trabarme más y no me imaginaba cómo seguir. Una vez que pasó la primera ráfaga de escritura, lo dejé, y cuando me quedé embarazada de mi segunda hija, fui a ver a María Moreno, tuve encuentros con ella durante un año y lo pude terminar. Ella lo veía como algo más literario y yo como algo completamente personal, que tenía que ver con una necesidad de hacerlo.
–Después de leerlo cuando ya era un libro, me di cuenta de que me había hecho bien hacerlo porque lo pude leer con cierta distancia. Mientras tenía las notitas y 80 words abiertos, estaba muy encima, no lo veía. También le mostré los textos a mi circuito íntimo y me dijeron cosas que me sorprendieron mucho, como que no habían podido dejar de leerlo, y me empecé a entusiasmar con la idea de compartirlo y de hacer algo concreto. El libro es todo el duelo, todos los recuerdos y la sensación física que yo tenía en ese momento, como si te dijera “estuve a punto de chocar, pero no choqué”. Era una sensación de susto tan indescriptible que la única manera que tenía de sacármela de encima era escribiendo. Yo había empezado estando embarazada de mi primer hijo, que fue al mes de que muriera mi mamá. Después lo dejé y cuando me quedé embarazada de mi hija lo encontré y ahí quise terminarlo. Me empecé a dar cuenta de que había un montón de cosas que yo no había escrito nunca sobre el vínculo con ella. Pero escribía de una manera tan simple, que no sabía cuál podía ser el encanto de publicarlo. Me parecía que era muy familiar, muy doméstico, pero no, empezó a trascender eso y me di cuenta de que había algo medio universal. Tiene que ver con un vínculo y es muy del universo femenino.
–Ella era una mina muy encantadora y yo pensaba que también tenía que ser encantadora. Y después me di cuenta de que no, que estaba bueno no tener buena onda con todo el mundo, no ser tan solidaria como ella. Cuando se murió estaba muy apegada a su ropa, pero un día me di cuenta de que no estaba bueno, y me empecé a preguntar ahora quién soy yo. La tenía muy incorporada a mi vida, entonces fue un laburo muy grande, y escribir me ayudó a hacer ese despegue. Tal vez sea una interpretación súper berreta, pero yo hacía tiempo que quería quedar embarazada y no podía, y no tenía ningún problema físico que lo impida. Pueden ser un montón de cosas, pero yo creo que tuvo que ver el dejar de ser hija para poder ser madre.
–Durante todo el embarazo de Bruno tenía que evitar las miradas de lástima. Sentí una lucidez enorme, y no sé cómo pero armé una especie de ejército protector para que esas miradas le lleguen lo menos posible a él. Cuando tenía siete meses, se despertaba muchas veces a la noche, entonces empecé a ver especialistas de sueño y a una de las que consulté, no sé por qué, le dije que se acababa de morir mi mamá y me puse a llorar. Ella me dijo que le explique eso al bebé. Me pareció una intervención muy sana, si bien él era un bebé, fue un alivio para mí poder decirle que a veces estaba triste. Después, cuando fue más grande y veía la foto me preguntaba: “¿Quién es ella? ¿Dónde está?”. A mí no me parecía muy sólido decirle que estaba en el cielo y él me dijo: “¿Sabés lo que pasa, mamá? Que algunas madres también se mueren”. Yo le estaba dando vueltas y él me lo dijo claramente, lo fui a escribir porque además me pareció una frase linda y cargada de sabiduría. Me llenó de naturalidad un relato que yo no sabía cómo construir. Y eso es el libro: aceptar algo que fue inevitable y que algunas madres, además de todo, también se mueren.
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