La publicidad de Arnet presenta a un hijo asesor de imagen y a una madre dispuesta a ponerse en sus manos, todo sea por la amistad virtual. Un comercial que se ríe de los estereotipos mientras les rinde un delirante homenaje.
› Por Graciela Zob
Es hora de dormir. De hecho, el marido ya es apenas una cabecita sobre la almohada mirando para el otro costado. Ella, en cambio, todavía está leyendo, siempre alertas las mujeres, siempre dispuestas a reinventarse, a seguir aprendiendo, a aprovechar el tiempo. La mamá de esta publicidad está leyendo un libro de autoayuda, de instrucciones, “Técnicas” para algo, se alcanza a leer. El niño irrumpe sin golpear la puerta del cuarto, lleva su computadora portátil abierta y se dirige a su madre, ignorando por completo al lirón: “Ok, te acepto como amiga en Facebook, ma, pero tu foto de perfil te la hago yo”.
El famoso abismo generacional que tanto exasperaba a las generaciones de hace unas décadas hoy es un bache cubierto por una serie de estrategias virtuales, de técnicas de rejuvenecimiento y de una comprensión del pasado por parte de los más jóvenes, tamizada por Los Simpson u otras obras paródicas que los adultos miraron con ellos. Así es que la vergüenza que todo niño, preadolescente como es el caso, siente hacia el estilo demodé de su madre, aparece aquí como disparador de un recorrido desopilante y amoroso por estas técnicas de acercamiento mutuo. Para ser aceptada como amiga del selecto grupo del niño, la madre, que más allá de sus kilitos, de sus pasados treinta y de su falta de calle cibernética, quisiera ser una más entre todas las beneficiarias del statu quo, se presta como una verdadero modelo, como una adorable elefanta en un bazar a todos los clisés de la belleza, la felicidad, el glamour, el éxito, que su niño junto con ella ha mamado de revistas, otros avisos publicitarios y etcétera y ahora se dispone a escupir como un verdadero experto.
De pronto el niño es el grande y la madre es la niñita manipulada. El pequeño se ha convertido en una especie de asesor de imagen, artista del marketing, promotor de modelos remanidos que va dando instrucciones a su madre:
“Así, estás en Pinamar, estás en la playa, más postura, relajate.” En un estudio donde se ve que otras personas están haciendo lo mismo, es decir, otras ficciones para venderse a sí mismas o algún producto, este niño confirma el trueque de edades cuando dice: “¡Dale, viejita, que les pasás el trapo a todas!” con un registro más digno de Luis Sandrini que de un chico de su edad. Es que el candor y el amor, tan anacrónicos como las películas de Sandrini y tan reducidos en otras publicidades a una milanesa bien servida o a un trapito que saca bacterias, aparecen en esta historia renovados y revalorados. Tanto la madre como el hijo están por fuera del standard de cuerpos tan limitado del elenco publicitario. Al niño se le ha permitido incluso un savoir faire sobre moda, diseño, estética, que no condice con la estricta obligación de cumplir con los estrictos roles de género consabidos. La elección de estas desviaciones se debe a que aquí, el comercial se orienta a la risa que nos rimamos juntos, de tales mandatos de flacura y brillo. Sin el dedo en alto contra las publicidades que fijan a las mujeres en la figura de las amas de casa limpialotodo, estas escenas ponen en juego a una mujer más parecida a las espectadoras de verdad. La madre que surfea a riesgo de caerse y que posa como Natassia Kinski con obediencia de pupila, finalmente al ver el resultado agradece a su hijo que la haya dejado así, que le haya quitado la celulitis. Porque eso era todo.
“Mirá cómo te dejé, estás para bailar en el caño, ma...” contesta el niño un poco más cercano al espíritu Tinelli y al discurso de su padre que el de su abuelo. Madre e hijo regresan juntos al hogar sabiendo que el perfil es materia de photoshop y la amistad, cuestión de click. Y la relación madre e hijo en este mundo líquido, una de los compañerismos más sólidos y desquiciados, que dan ganas de festejar con más horas de navegación.
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