En Pinamar se inauguró un sector adulto dentro de una disco para que puedan controlar a chicos y chicas mientras bailan en la matinée. Por supuesto, las adolescentes sufren más prejuicios a la hora de ser miradas desde afuera de la jaula transparente de este verdadero reality show. Mientras, otros sectores cuestionan el control como forma de cuidar a los hijos/as y enmarcan esta tendencia como un nuevo foco del consumo que provoca la idea de inseguridad.
› Por Luciana Peker
El chico se acomoda la camisa y baila con el cuerpo arrastrado por la marea, casi sin bailar. Casi sin buscar se le acerca o se deja llevar una chica con la que se rozan más de lo que se miran. El comienzo del strapless es suficiente para que él le dé okey a su máquina de sonreír y ofrezca su vaso como ofrenda. No hace falta mucho más para que la espuma se alce entre las manos que se recorren en la intimidad inventada entre la marea alta.
Del otro lado, su papá mira la escena revoleando un vaso de tónica (porque no puede tomar whisky). No gesticula pero por dentro siente como si su hijo llevara la pelota que él alguna vez llevó sin que nadie pudiera sacársela. Y cree que cuando su hijo logra besar a la chica escotada se expone al público un gol de su paternidad.
La chica va a bailar después de probarse dos o tres vestidos y de minuciosas jornadas de sol para controlar que los breteles no le marquen la blancura, como tiras reales en la piel de verano que nunca es del todo real. Para ella, salir es ser parte de ese mundo que anhela desde niña, en donde el brillo en los labios apenas destella entre tantos destellos que mirar. Entre los cuerpos vibrantes alguien, un chico, la toma por la cintura y la invita a brindar. A ella. La miraron, la eligieron, la convidaron: a ella. El la besa y ella brilla en el beso.
Del otro lado, su papá mira la escena revoleando un vaso de gaseosa cola (porque no puede tomar whisky). No puede evitar gesticular. Siente como si hubiera perdido las riendas de su hija, igual que ella desprendió los breteles de su vestido. Lo codean para hacerle chistes sobre su nena, como si fuera un clásico en el que lleva las de perder. También sabe que no sabe nada de ella desde que volvía de la escuela y le preguntaba cómo le había ido en matemática. Pero ahora cree que está a la vista que si el chico se la lleva él está perdiendo en el boletín de la paternidad.
Las dos escenas muestran de qué manera inequitativa y diferente son, todavía, observados los y las adolescentes. El viejo y clásico prejuicio del chico ganador y la chica fácil subsiste y es apenas uno de los rasgos de discriminación de género que se pueden potenciar en el modelo Gran Padre por el cual los papás y las mamás pueden espiar a sus hijos/as cuando van a bailar. La idea surgió para los púberes en la disco Ku de Pinamar, permanente centro de diversión, descontrol y polémicas en uno de los balnearios más movidos de la costa, e implica que los y las adolescentes puedan ser relojeados mientras bailan, en una mirada siempre cruzada por los prejuicios de género.
El dueño del boliche, Gustavo Palmer, tuvo la idea de que los padres y madres puedan ver las imágenes de sus crías saltarinas al ritmo del punchi punchi en una virtual cámara Gesell pero con musiquita y DJ. Por eso, en el VIP de Ku se colocó un dispositivo vidriado que permite que los adultos puedan ver lo que hacen sus hijos/as de 13 a 16 años –en el horario de la matinée de 20 a 24 horas– sin ser vistos por ellos y ellas.
“Se puede observar cómo se divierten los chicos sin que los chicos se sientan observados. Es algo muy armónico y contenedor, muy positivo”, relató Gustavo Palmer, sobre la reinvención del panóptico (una torre por la que se podía controlar toda una cárcel, por ejemplo) pero bailable. Aunque él no piensa en castigar y vigilar, sino en aggiornar su disco a los miedos de los mandamientos modernos. “El tema es culturizar y sembrar un granito de arena para mejorar con buena energía. Sirve para demostrarle al padre que los chicos se divierten de la mejor manera”, remarcó Palmer.
En cambio, Alejandra Canosa, periodista y mamá presente –según se define– de una adolescente, no cree que la mejor manera de cuidar sea espiar. “Me parece una buena estrategia de marketing comercialmente hablando. Las camaritas son una buena opción para que los padres puedan restar créditos por culpa, falta de tiempo y comodidad”, apunta a quienes son invisibles durante el año y pretenden jaquear sus ausencias con el control de la mirada permanente cuando el tiempo se vuelve un reloj de arena.
Pero ella no quiere mirar a su hija con un vidrio de por medio. “Yo elijo que mi hija se pueda equivocar, decidir y resolver si no cuentan con un celular, un GPS o la última notebook”, arenga en alusión a que el vidrio del reality –real– show de la disco de Pinamar no es la única herramienta para vigilar a los hijos/as.
Las llamadas a sus teléfonos, los dispositivos tecnológicos para ver dónde se encuentran y la supuesta comunicación permanente pueden ser un estímulo para la incomunicación real y, además, para que los y las adolescentes se sientan tan sobreprotegidos que se expongan a mayores peligros. “En definitiva, la tecnología es una herramienta interesante, pero los vínculos y el afecto no funcionan con baterías recargables”, define Canosa. A veces, mejor que el amor vuelva a ser ciego y no que convierta todo todo en un show a la vista.
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