Una colección que a fuerza de ilustración y de nonsense, además de una edición cuidadísima, busca despertar en las chicas y los chicos ese costado más terrible: el placer de leer.
› Por Marisa Avigliano
Como si en un rincón de la casa se escuchara: “juguemos al diccionario, a viene un barquito cargado de”, al “tutifruti o hagamos un crucigrama con ola y con hola también”, los tres primeros libros de la colección La Marca Terrible eligen que el juego lo hagan las palabras. Los tres son muy lindos, algún distraído dirá que de tan lindos parecen ingleses, los textos son de Florencia del Campo y Guido Indij y las ilustraciones de Bang Jung Hwa (El cavaré de las hormigas), Ko Geun y Jo Hong (El rey del garrote) y Baek Seung Im (¡Ah! Hay un monstruo adentro).
En las tres historias hay miedo, lío, juegos de palabras y de los otros también. Hormigas que no cantan y bailan con las patitas bien para arriba en un cabaret sino que cavan y cavan para ver si tienen cabida, un rey que con garrote (la magia no siempre viene con varita) en mano hace que todo sea mmmm de rico o ¡ah! de ideas y un monstruo que puede esconderse en tantos lados por ahí, ¡tris!, ¡bip!, ¡fiú! que puede terminar siendo dos, tres o muchos monstruos más.
A la idea de marca, como sello editorial, como distintivo y a su vez como tatuaje o como huella (que en el sentido más profundo de su significado revela “los dientes del espíritu”) se le agregó a la colección la palabra terrible y terrible es lo que causa terror pero también lo que es muy grande o extraordinario. Terribles son los chicos, el lío que hacen y sus gritos porque terribles son las ganas de jugar. No parece que queden dudas, los editores quisieron destacar que su intención era lograr que después de conocer el mundo que ofrece esta colección nadie se quedara igual, ni quieto ni mudo. Apenas conocemos tres, ya veremos si logran mantener el inquietante poder emocional que sólo son capaces de generar los auténticos enfants terribles.
La pluralidad del mundo reposa en el juego y se multiplica en la imaginación, por eso todos, el rey, las hormigas y los monstruos saben que deben volverse reflejo –como pasa con las palabras repetidas y los trabalenguas– para que una vez que el libro termine el lector vuelva hojas atrás sólo por el placer de volver a ver las mismas escenas, descubrir hormigas que no vio, abrir el ropero y ver si todavía alguien sigue allí escondido, tener una respuesta para la pregunta final: “¿Hacés macanas o sos macanudo?” o quizá sólo para darse ánimo e inventar frases nuevas . Todo sea para internarnos –e internar a los más chicos, aunque ellos lo hacen muy bien solos– en mundos desconocidos que poco a poco se revelan como una patria verdadera y para nada ajena.
Los colores, las imágenes y las técnicas (nunca una puntilla irreal fue tan real) acompañan muy bien cada una de las páginas (apenas 9) y como en las viejas ediciones infantiles que nos deslumbraban y que de tanto usarlas ya están quebradas y resecas, hay ventanas que se abren para mostrar la tierra debajo de la tierra, la idea más fabulosa hecha realidad, el escondite más inverosímil y la palabra mágica que sólo es mágica si se pronuncia marcando bien todas las a que tiene. El afán catalogable de clientes y libreros señala que son libros para niños entre cuatro y siete años pero sus autores dicen que no son libros para chicos ni para grandes sino para aquellos lectores de toda edad que saben disfrutar de los detalles, que “convierten a estos libros en objetos, en juguetes coleccionables” y que juegan a hacerse los vivos: “¡Copado que cupiéramos, Acabáramos! Se acabó”.
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