Vie 18.03.2011
las12

OFICIOS

Manos laboriosas

Cortar, coser, bordar, tejer ya no son actividades “femeninas” que hay que hacer por inexorable obligación. Recuperadas en su potencial creativo y placentero, esas labores se pueden realizar hoy por elección, por pura diversión, por amor al arte. Desde su taller, Soledad Erdocia dicta clases amistosas y entusiastas aliñadas con té y masitas.

› Por Moira Soto

Tardecita porteña en pleno barrio del Once, frente al teatro IFT, calle arbolada y tranquila. En un sexto piso, funciona el taller de bordado, costura y crochet de Soledad Erdocia. Mercedes, Elisa, Melina y Joaquín discurren en torno de una mesa grande, entre el aprendizaje de un punto, el trazado de un molde y la unión de cuadrados tejidos para armar una manta. Una antigua tetera cuya tapa está cubierta por una funda al crochet emana delicioso perfume a té verde y jazmín, masitas tentadoras y preciosas tazas diferentes de porcelana al alcance de las manos hacendosas. Así, corte va, puntada viene, intercambio de recetas de cocina y de algún chisme inofensivo, comentarios sobre series actuales de TV y un panegírico unánime a Larry David, se va desarrollando la clase semanal de tres horas para cada grupo de tres o cuatro personas que quiere aprender o perfeccionar estas habilidades consideradas –salvo especializaciones como la sastrería– tradicionalmente femeninas. Pero que comenzaron a ser revalorizadas a partir de la segunda mitad del siglo pasado, tanto en el plano más cotidiano que suma placer y practicidad, como en las artes visuales en nivel mundial.

Antiguamente signo de fortuna y de nobleza, el bordado –y en general el refinamiento ligado a lo textil– aparece en Babilonia, también en el Antiguo Egipto, en Grecia, en Roma (que lo toma de los frigios que lo traen de Oriente...). Tejidos, confección de prendas y su ornamentación suelen ser aplicados a la liturgia de diferentes religiones, muy especialmente la católica con su clero tan proclive a las pompas doradas que el Vaticano incorporó luego del saqueo de Constantinopla por los cruzados en 1204. Se bordó mucho en Bizancio y en Flandes, en castillos y en monasterios, sobre ropajes, mantelería, tapices, cortinados... Paralelamente, se fue extendiendo el tejido de encajes mediante distintas técnicas, un trabajo que, al igual que lo sucedido con el bordado en Occidente, se fue feminizando a través de los siglos, tanto que hasta promediar el XX llegó a considerarse cosa exclusiva de mujeres. Las niñas aprendían a bordar en el colegio de monjas y ya señoritas era de rigor que cosieran y bordaran un ajuar que idealmente constaba de 70 piezas hechas con miles de ilusionadas puntadas. Actualmente, en algunas escuelas locales que descreen de los estereotipos, chicas y chicos aprenden a bordar y a tejer.

Desde fines del siglo pasado hasta ahora, las labores textiles han sido revalorizadas en forma creciente. En particular, por las artistas y teóricas feministas. Si en la primera mitad del XX refulgen los nombres de Sonia Delauney y Natalia Goncharova gracias a sus diseños de telas y vestuarios, hacia fines de ese siglo y comienzos de este, abundan los nombres de creadoras como Corinne Marchetti, Ghada Amer, Elaine Reichek, Joanna Vasconcelos que aplican técnicas de bordado y tejidos a sus obras. En Elles, la gran exposición reciente del Pompidou, estuvo el espacio De l’art de tisser les liens, habitado por tapices y bordados. En nuestro país, por citar apenas algunos nombres, Nora Correas, Gracia Cutuli, Monica Van Asperen, Marina de Caro, Raquel Podestá, Mónica Millan han realizado valiosos trabajos con elementos textiles. Parte de la producción de Leo Chiachio y Daniel Giannone está integrada por bordados de diferentes temáticas. Y ya en el diseño de indumentaria de inspiración étnica, vale nombrar a la precursora Mary Tapia, a la muy premiada Manuela Rasjido y su espléndida colección Arte para usar.

Las chicas más jóvenes que van al taller de Soledad Erdocia no sólo se han reconciliado con estas labores sino que las disfrutan sinceramente, las comparten con sus abuelas y les gusta pasar de una técnica a otra, de una aguja de bordar a una de hacer crochet. Estudiando y/o trabajando, les encanta “dejar todo por tres horas y desestresarme”, según dice Mercedes mientras practica el punto sombra en un bastidor donde se va armando un collage de variados colores y puntadas. Elisa, por su parte, reconoce que aparte del disfrute que le procura el crochet, aprecia la facilidad que le brinda el ganchillo, apto para la cartera de la dama, que permite tejer en el colectivo, en la cola del banco, en el bar, ideal para la meditación. Melina ha traído un vestidito de su sobrina para sacar un molde y quiere el albur que esa prenda tenga pegada una etiqueta que diseñó Mercedes, ilustradora. Entre una taza de té y una puntada o un tijeretazo, se pronuncian nombres de tiendas afines: Casa Raquel para bastidores, Yoly, El hilo dorado, El rey de los mil botones...

Otra de las alumnas del taller, Laura Palacios, escritora y psicoanalista, cuenta por teléfono que está trabajando en patchwork folk americano, reinventando casitas: “No es fácil la combinatoria de telas, Soledad me guía. El otro día me pasé una clase primera calcando una casita, luego buscando las telas apropiadas para armarla... Cuando yo era chica, mi abuela tenía un taller donde enseñaba el Sistema Mendía de Corte y Confección, en un pueblo muy chiquito llamado Oriente. Las alumnas eran en general chicas jóvenes que se querían hacerse el ajuar, alguna osada el vestido de novia. Se reunían por la tarde en el taller de mesas amplias, tres máquinas de coser, un pizarrón. No quedaba otra que cotillear, contar historias del pueblo, esa sala era un caldero de noticias: te enterabas de todo lo que pasaba en el lugar. De más chica me gustaba ir como oyente, pero de los chismes. Al llegar la adolescencia, empecé a coser”.

Soledad Erdocia, profesora de escultura, durante cinco años fue docente de artes visuales en el IUNA. Ya en 2007 organizó una exposición de bordados que en su opinión merecían ser mostrados, aunque no habían sido hechos con ese fin, entre los cuales figuraba el de un chico de 8. Posteriormente, ha tenido alumnas de todas las edades, de 6 a 76 años, y también algunos varones adultos desprejuiciados. Soledad prefiere que cada uno/a traiga su proyecto y que en cada grupo se aprendan distintas técnicas para que se produzca intercambio, surjan nuevas opciones. En febrero pasado, por segunda vez, Erdocia dio talleres en el Viejo Hotel Ostende junto al mar: en cinco días, tuvo 14 alumnas y un alumno.

“En la historia de las artes menores, el bordado aparece relacionado con lo femenino”, señala SE ([email protected]). “Afortunadamente, entre los rescates que hacen las feministas con respecto a la historia del arte, figuran estas labores poco reconocidas. En otros tiempos, en las cortes se les deba valor en nivel decorativo, se invertía mucho en tapices, bordados, puntillas. La vestimenta religiosa muy recamada es un clásico, lo mismo que el uniforme militar: escudos, charreteras realizadas con hilos de metal que se van tomando con una técnica especial. Por cierto, el bordado, con distintos colores y características, figura en los folklores de Oriente y Occidente.”

¿Hay un crecimiento del interés hacia la costura, el tejido y el bordado, tomando estas habilidades con estima y disfrute?

–Creo que sí, yo lo noto. Aunque no falta quien me pregunte cada tanto con un dejo de desdén: “Ay, ¿eso hacés vos?”. A mí, como recurso estético, como forma de expresión, me parecen con tanta potencia como la pintura y el dibujo. En cuanto a la ropa, obvio es decir que hace rato que hay diseñadores que son considerados artistas, y muchos de ellos han incorporado el bordado, el tejido.

¿Cómo llegás a esta pasión por las labores textiles?

–Mi madre cosía ropa para sus cuatro hijos. Iba a aprender en Adrogué pero le exigían mucha prolijidad y a ella le gusta ir rápido. A su manera nos hizo camperas, pantalones, camisas, pero no te puedo decir que aprendí de ella. Cuando me vine a vivir a Buenos Aires, mamá se compró una nueva máquina de coser y me regaló la vieja, una antigua Singer a la que le había puesto motor, que me traje. Nunca fui de seguir la moda, me gusta mucho lo vintage desde siempre, la ropa de décadas pasadas. Siempre he sido una renegada de lo que se usa, no me entusiasma la uniformidad. Me empecé a comprar ropa usada que tenía que arreglar y con la máquina lo hacía medio a los ponchazos. En una de mis idas a Bariloche, fui a tomar clase con una profesora que me mostró cómo se sacaba el molde falda, de pantalón. Cosas básicas que con algo de maña y sentido común fui desarrollando. Estando ya en Bellas Artes, comencé a hacer trabajos con tela. Me hice amiga de Mercedes Guagnini, que luego fue mi socia en Sra Mutt. A ella también le habían regalado una máquina y entre las dos empezamos a hacer cosas para la facultad, que terminamos en 2001, momento más bien desastroso para el país. A principio de 2002, decidimos hacer ropa para vender.

¿Ya estaban listas para diseñar, cortar y coser en cierta escala?

–Cursamos moldería como oyentes en la UBA, materia optativa que nos ayudo a rever cosas y a corregir. Nos pusimos a probar cómo se ponía un cierre, seguíamos con una manga... Probábamos 500 veces si hacía falta, pero lo lográbamos. Fue bueno tener esa libertad de probar y probar: si nuestra formación hubiese sido muy estructurada, no nos habríamos aventurado tanto. Todo con la idea de hacer prendas únicas, mirando mucho el arte concreto de los ‘40 y los abstractos en general, de Mondrian a Sonia Delauney, haciendo nuestras propias composiciones de color.

¿Cuánto tiempo duró Sra Mutt?

–Cuatro años. Se fue haciendo difícil de sostener, complicado vender a un precio que justificara tanta dedicación. De modo que necesité un trabajo paralelo y entré en el taller de Pablo Ramírez, donde estuve dos años que me sirvieron mucho en todo sentido: poder ver los vestidos increíble que cose su modista, trabajar en el armado de un desfile, relacionarme con gente muy diversa. Y entendí bien cómo eran los procesos de producción.

¿Cuándo emprendés el camino del bordado?

–Ya cuando hacíamos ropa con mi socia bordábamos las prendas a mano, con puntos básicos: cadeneta, atrás, algunas partes llenas, todo muy simple para unos dibujitos abstractos. Luego, empezados a bordar a máquina, a hacer pespuntes. Dejé cuando me fui de Sra Mutt y al volver, lo hice por el bordado mismo, sin una prenda de por medio. En un viaje a los Estados Unidos, mi tía me regaló un libro genial de bordados, de cabecera para mí. Aprendí un montón de puntadas, lo que me dio una base para enseñar.

¿Ahí fue cuando se te ocurrió la idea de dar clases?

–Mirá, desde la época de Sra Mutt había gente que me pedía que le diera clases de costura, pero no era el momento. Después de trabajar con Pablo Ramírez retomé la idea de la docencia, di clases en el IUNA. Pensaba empezar con un taller de escultura contemporánea y otro textil. Pero fue tanta la gente que me llamó por costura y bordado, que lo de la escultura quedó relegado.

¿En qué momento irrumpe el crochet en tu vida?

–Hacía mucho que tenía ganas de aprenderlo, agarraba las indicaciones pero no lograba sacarlo. Hasta que un día decidí tomar clases y me bastó una para aprender la base. Volví a mi casa y con una revista saqué el resto de los puntos. En las clases siguientes aprendí algo más, pero ya estaba lista, me enganché enseguida, el crochet es muy adictivo. Me volví refanática, no paraba de tejer. Ahora estoy con ganas de entrar al dos agujas, conozco el abc, quiero aprender más de todas estas labores. Un día fui a una demostración de encaje a bolillo en el Museo del Traje y me encantó. También me atrae el frivolité, el ñanduty. Me da mucho placer trabajar los materiales textiles de distintas formas, te ofrecen posibilidades ilimitadas para crear y también reciclar. Te diré que en general estoy por el reciclado, llevo bolsa o changuito al supermercado, separo la basura. Tengo una conciencia ecológica que se me acentuó cuando vivía en Bariloche y sufría cuando la gente tiraba irresponsablemente desechos al cerro. Me parece natural aplicar esa conciencia a la ropa, porque esta industria de la moda no para de producir desechos, todo viene cada vez más berreta, se rompe pronto. Y hay muchas prendas de décadas anteriores de una calidad increíble para aprovechar. Solo hay que buscar, investigar dónde está el mejor precio. Creo que el hecho de agarrar un vestido viejo en buen estado y darle nueva vida, arreglarlo, reformarlo, intervenirlo es un paso a favor de la ecología y de la estética.

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