VISTO Y LEíDO
Las crónicas de Juan Villoro, espectador inesperado del último gran terremoto de Chile, ponen palabras a la experiencia de la catástrofe y reflexionan sobre el territorio de la patria.
› Por Marisa Avigliano
El terremoto de 8,9 grados que agitó a Japón hace una semana corrió hacia el este a algunas de las islas del archipiélago (entre tres y cuatro metros), ahora están más lejos de Rusia y más cerca de los Estados Unidos, dicen los científicos y agregan: “Japón es más ancho de lo que era antes” (Ross Stein, geofísico del USGS.) Cálculos y desplazamientos cosísmicos son algunas de las formas que se miden mientras crece el número de muertos y desaparecidos. Pero hay algo más, otra vez la amenaza nuclear, otra vez la radiación. Ante la tragedia, inevitables relatos de sobrevivientes anidan las horas del día después. Un argentino en Japón ya es un corresponsal estrella que muestra por skype y a través de varios canales de noticias –su estilo, el modo en que se dirige a su mujer y a la cámara merece un análisis aparte, ya habrá ocasión–, lo poco que comen él y su familia (los supermercados están vacíos), mientras intentan conseguir combustible para llegar a un aeropuerto.
Siguen tomándose medidas: cambió el eje de inclinación de la Tierra (16 cm), cambió la duración del día (1,8 microsegundo). Son medidas nuevas que se suman a las que marcaron tiempo atrás otros terremotos. El 27 de febrero de 2010, Juan Villoro estaba en Santiago participando en el Congreso Iberoamericano de Literatura Infantil y Juvenil cuando un terremoto sacudió Chile. El bosque sombrío e inconquistable donde aullaba el lobo parloteaba el obsceno pájaro de la noche y la princesa se quedaba sin dormir por culpa de un garbanzo que sucumbió ante otro escenario, el de la tragedia en el mundo real. Se estaba abriendo la tierra y no era la pesadilla de un elfo. 8.8 El miedo en el espejo, el último libro del escritor mexicano, es la crónica de aquella supervivencia. Vivos de milagro, vivos en un hotel con paredes quebradas y alfombras de vidrios. Vivos en el microcosmos de algunas vidas que estando de visita en un país ajeno estuvieron a punto de extinguirse.
Una mujer psíquica sabe que esa noche va a pasar algo, no sabe qué, pero sabe que la luna está demasiado amarilla, demasiado hinchada. Otra elige dormir aunque se mueva la cama, se llama Alicia, forma parte de la comitiva del congreso y haciendo uso de su nombre y de su profesión en un país donde la tierra nunca se queda del todo quieta, cierra los ojos y piensa en Humpty Dumpty. Otra camina por el lobby y exhibe sin ostentación un pijama con rayas blancas y azules. ¿Qué hacen estas mujeres panelistas literarias ante el miedo? Escriben mensajes de texto, se hacen compañía, se mueven con movimientos precisos y calculados hasta quedarse quietas debajo del marco de una puerta y también se dan un baño. La reconstrucción es minuciosa y a la vez sutil y apenas evocada. No nos sorprende, sabemos que Villoro cruza –se desliza– cómodo el tempo que demanda la crónica y sabemos también que mantiene al lector despierto esperando el devenir de los hechos. Dones y oficios que esta vez sólo vieron la luz cuando las manos del escritor mexicano dejaron de temblar y pudieron contar en fragmentos la percepción de la muerte cercana. El miedo en el espejo – símbolo de la variabilidad temporal, lámina fetiche que muestra y absorbe, mundo de Lewis Carroll– va y viene atravesando el antes, el durante y el después del sismo. El deseo de volver a la patria es uno de los temas de este relato, aunque volver a la patria en el caso de Villoro sea volver a una tierra que siempre se mueve en la evocación de otros terremotos (México, 1985). “Son días sin calendario –escribe Villoro– en que el tiempo adquirió la consistencia del polvo que lleva años detenido y parece proyectar una sombra como si el aire emanara de su reposo y fuera imposible limpiar los muebles porque tocar los corpúsculos inertes significaría despertarlo para llenar la atmósfera de su sequedad ardiente.” Todo indica entonces que ya no tendremos que recurrir a citas literarias ni a secuencias gramaticales para comprobar que el tiempo no es sustantivo, porque todo se ha vuelto conmovedoramente impreciso y breve como un énfasis, como un rictus.
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