PERFILES
Solange Gómez
› Por Flor Monfort
Como los pensadores que se canonizan por etapas, los jugadores de Gran Hermano también las tienen, como el joven Marx o el primer Cristian U, los jóvenes dorados sub 30 del ciclo voyeur, hay semanas en las que deciden “exponerse”, otras en las que prefieren ser “full players” y otras donde “extrañan el afuera”, según el vocabulario técnico instalado por Peluffo, Rial y panelistas afines a la reflexión del ciclo que ayuda a tejer la programación de casi todos los canales de aire, en los meses en que lo peor del estereotipo de género queda huérfano de Tinelli y sus bailes. Pero mientras se define el contrato de la enana con el bailarín de primera línea, GH tira sus últimas bengalas de emoción.
Solange Gómez entró con perfil bajo. Mucho más atractivas eran las historias de Luz, la lesbiana asumida que miraba bien fijo a cámara para decirle a su novia que la extrañaba; la de Pamela, que contó uno por uno los atentados contra su embarazo adolescente, o la de Rocío, la primera eliminada que enseguida fue tapa de Playboy y gracias a una pirueta de la producción, volvió a entrar a la cancha para darse por derrotada a las dos semanas por no querer prestarse al “puterío”. Estas eran las chicas del Gran Hermano versión 2011. Chicas que saben que cuando salen les toca una tapa de Paparazzi, un “íntimo” en el prime time de Telefé y una producción hot en la revista Hombre con cuestionario incluido, que a esta altura ya pueden estudiar para responder con altura al clásico de la revista de Perfil: “¿Tragás o escupís?”.
Solange se fue escurriendo. Cuando entró fue la fundadora del grupo de “las divinas”, que se fue diluyendo con las nominaciones, pero llegó al final. O casi. Porque antes se cruzó con el macho alfa, paseador de perros bravos, y hoy líder indiscutido de la casa, flaneur en pijama de seda, jugador de toda la cancha, el ya famoso Cristian U, y se convirtió en su peor pesadilla. Hasta que no se sacó la basurita del ojo, Cristian no paró.
Poco importó la denuncia que amenazaba con sacarlo de la casa por disposición judicial, mucho menos su confesa ludopatía. Cuando hace dos semanas, entre acosos e insinuaciones, Cristian le levantó el dedo a Solange al grito de “a mí no te me hagás la pendeja cocorita”, en el debate de las cinco de la tarde en torno del devenir de estos seres humanos en disputa por 100 mil dólares, se habló de violencia de género, de falta de códigos, de cómo un hombre le habla así a una mujer, mientras alababan el aguante de la morocha, su tranquilidad (fingida, claro, porque más tarde no paró de llorar y de pedir que la saquen), en definitiva, del pilar que ella hizo carne, frase que a esta altura ya podría ser slogan del programa: “El que se enoja pierde”. Pero si hay algo que Cristian hizo y que lo coronó exitoso fue desplegar su enojo, mostrar que es un pésimo perdedor, aturdido porque a él no le tocan las preguntas fáciles que les hacen para amenizar el encierro, irritado hasta el clímax de la ira porque le tocaron el jardín que él se dedica a cuidar, Cristian se enoja y después pide perdón, pero “por la parte en que te insulté porque la idea era la que te quería transmitir”, da eternas explicaciones y se regodea en su propio discurso envolvente como papel film, que elabora para cada gala, con su gomina enervante.
Solange Gómez se convirtió para Cristian en una especie de grito de Munch con rulos de buclera, el fantasma que amenazaba con sacarlo del juego a metros de la línea de llegada gracias a su encanto y a sus ojos miel, y que por fin, el domingo pasado logró sacar de competencia. Por eso la empezó a agredir. Mucho antes, cuando no tenía aliados y cosechó la simpatía del afuera por la soledad que padecía adentro, él decidió irse, porque sabemos, el violento no puede actuar solo, necesita delfines que le aplaudan las gracias, como hacen los dos Martines que llegaron a la final con él. Una final de machos, lo que Cristian quería: “sacar a la bruja”, “la bicha”, “pendeja cocorita siempre en campaña”, que por más que aguantó y aguantó en nombre del buen gusto y el decoro que toda dama que se precie debe tener, nos preguntamos dónde puso la agresividad que le despertó este chimpancé lampiño, fanático de la pulcritud, el orden y los buenos modales, que se le suelta la cadena cuando alguien desestabiliza sus planes, a él, que le dice a la manada para dónde vamos muchachos. Las mujeres, a sus cosas, dijo alguna vez sin saber a quién parafraseaba.
En un Gran Hermano en donde ni las disforias de género, los gays confesos ni las intervenciones judiciales lograron tanto rating como los ataques de furia del posible ganador, feliz como chancho en la mugre por llegar entre machotes al final del camino, Solange Gómez podría ser una heroína si no hubiera bancado tanto, pero cómo explicarle, domesticada como está desde el principio de sus días, que veintipico de cámaras la cubrían, en un hecho inédito de trasladar los intramuros a la hora pico del programa más visto, que podía ella levantar el dedito más arriba, enchufarle en esa jeta perversa el contenido del bowl que revolvía mientras se morfaba la provocación. Resistió como pudo y salió raspando por pocos puntos.
Por si algo no nos quedó claro, el violento es justificado. Cristian U arquea los ojitos y dice que él es bueno, que sólo necesita amor. Solange consigue ser la “más mujer”, como le dijo alguien en el debate, por soportar el maltrato. Sospecha ella que algo está mal, pero la reunión con los de Playboy la distrae de esos pensamientos que empezaron en la casa. Que estas escenas sean parodias de la violencia real no escandaliza a nadie, que sean premiadas tampoco, lo que preocupa es que una mujer que sospecha que puede hacer mucho más que dejar al hombre con la última palabra elija igual quedarse callada.
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