PERFILES > HEBE DE BONAFINI
› Por Veronica Gago
Hebe, la de la lengua filosa. Nunca midió nada de lo que dijo. Desafió lo que cada época intentó consignar como “medida” de tolerancia discursiva. Pero esa “desmesura” no fue nunca mera incontinencia, sino palabra excepcional, que abría un hueco: precisamente una excepción en las formas de hablar, de nombrar, de valorar. Esa forma de marcar la cancha (el “no” a las indemnizaciones, el “no” a las identificaciones/exhumaciones de cuerpos de los desaparecidos, el “no” al nombre propio en el pañuelo, por nombrar sólo tres hitos de su discurso) la convirtió en una voz incontestable. Tanto por prestigiosa como por arbitraria. La fuerza pública de esa palabra, su proyección poderosa, y la cerrazón puertas adentro que ese tono también cobijaba fue un desfasaje siempre problemático. Especialmente para quien hizo del ser madre la contrafigura de la compartimentación adentro/afuera, público/privado.
Nadie puede retar a Hebe. Y es canalla quien encuentra en este momento el goce de derribar ídolos, de relativizar resistencias. Sin embargo, es difícil sustraerse a la mezcla de enojo y tristeza de tod*s aquell*s que no pudieron discutir en su momento –no ahora– con Hebe. Que prefirieron no hacerlo, o dejar esos debates silenciarse justamente puertas adentro, para preservar la eficacia de una palabra que se consagró a fuerza de una tozudez en la lucha y de una incapacidad de abrigar diferencias sin rotularlas como claudicaciones o pruebas de traición. Ante esta grieta, quienes estuvieron cerca (siendo parte de esa palabra-excepción y aceptando el anonimato militante para fortalecer el símbolo del pañuelo) casi siempre prefirieron distanciarse en silencio. Guardando la angustia de ser testigos privilegiados de un drama difícil de poner en palabras (sin caer en los lugares comunes de una teoría del cerco o de una psicología barata).
Las Madres de Plaza de Mayo inventaron una política radical. En condiciones de política armada (mediados y fines de los 70) encontraron en la maternidad desarmada una condición de enunciación capaz de asumir las injusticias de toda índole. Fue un gesto que marcó el camino de construcción política en la posdictadura y que abrió el debate sobre la violencia del modo más digno y menos eufemístico.
El viraje de apoyo a un gobierno fue llamativo en la historia política de Hebe y en su repertorio exigente de alianzas. Y por insólito aún más indiscutible y deslumbrante. Recuerdo estar en el Puente Pueyrredón el 26 de junio de 2003, a un año del asesinato de los piqueteros Kosteki y Santillán, escuchando a Hebe junto a miles de personas. Llamó entonces a la resistencia armada y al mismo tiempo a apoyar al gobierno de Kirchner recientemente electo. Recuerdo también el desconcierto y la risa generalizada frente a una hipótesis aparentemente incompatible. Se trataba, una vez más, de una anticipación simultáneamente lúcida y delirante, dúctil en compatibilizar la nobleza y los lenguajes de la política militante de los 70 con las virtudes de la ocupación del poder estatal, como realización a destiempo de aquel proyecto. Parecía que Hebe necesitaba, por fin, pasar el pañuelo, confiar en herederos.
La anticipación, en todo caso, también daba cuenta de un modo de construcción política posrevolucionario. Que la revolución no exista como horizonte (verdadera discontinuidad con los ‘70) requería contemplar un nuevo cálculo en términos de dinero, territorios, gestión, seguridad, pasillos y despachos. Un cálculo que no es sólo de Hebe, sino de una movilización a gran escala de pasados y filiaciones.
Hebe es, como se ha dicho, parte nuestra. Algunos han dicho “lo mejor de nosotros”. Recordar a las madres en resistencia es la parte menos vergonzante de una sociedad que supo pactar con poderes asesinos. Ellas pusieron su espalda como puente entre generaciones, no dudaron –en la crisis de hace una década– en poner también el cuerpo para enfrentar a la policía montada en plena Plaza de Mayo en una imagen de fuerza conmovedora. Hebe, marchando cada jueves, siempre buscó ir más allá de la plaza céntrica y andar hacia los barrios, interpelando a la juventud por venir. Hebe es nuestro pasado y nuestro presente. Y su legado tal vez consista en esa entrega desmedida, tan amorosa como intransigente.
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