Vie 08.07.2011
las12

ENTREVISTA

La voz de todas las cosas

La poeta, dramaturga y gestora cultural Susana Villalba acaba de ser distinguida con la prestigiosa Beca Guggenheim para realizar un libro de poemas donde hablarán las cosas que no suelen ser escuchadas. Adelantando algo de ese silencio obligado, en esta entrevista reflexiona sobre la herencia de los años noventa, los aportes de las nuevas generaciones, el género en el discurso poético, las políticas culturales de la Ciudad de Buenos Aires.

› Por Paula Jiménez

“Soñé que el amor era sencillo/ que algo dejaba de moverse/ alguna vez/ por un minuto entero”, decía Susana Villalba en su conmovedor poema “El cangrejo ermitaño”, allá por 1995. La cita pertenece a Matar un animal, uno de los mejores libros que ha dado la poesía argentina de las últimas décadas y que, para satisfacción de los lectores, volverá a las librerías dentro de pocos meses, cuando sea reeditado por Curandera Ediciones. Pero si este es un buen año para Villalba es también por algo más: la Guggenheim Foundation ha decidido otorgarle la prestigiosa beca con la que distingue a artistas, académicos e investigadores de toda América. Adrienne Rich, Robert Lowell o Elisabeth Bishopp, en EE.UU., la han recibido, y en la Argentina Diana Bellessi, Mirta Rosenberg, Alicia Genovese, María Moreno y Arturo Carreras, entre otros.

Villalba, autora de los libros de poesía Susy, secretos del corazón, Clínica de muñecas, Oficiante de Sombras, Plegarias, Caminatas y Matar a un animal, es, además, novelista, dramaturga, directora de teatro, periodista y gestora cultural. Esta multifacética artista, a pocos días de haberse dado a conocer la noticia, reflexiona sobre la relación entre la situación de la poesía y cuenta a Las12 el proyecto que cautivó al jurado neoyorquino: la escritura de un libro con el que planea, incluso, hacer hablar a las piedras:

“Empecé a pensar algo sobre un perro que habla, un árbol que habla, no el ser humano, escuchar a otros seres. Pero me cuesta escribirlo en la ciudad y pensé ir un tiempo a Merlo, San Luis, para escuchar a los árboles, a las piedras, me gustaría mucho hacer que hable una piedra, que es lo más difícil. Lo que propuse a la Guggenheim fue desarrollar este proyecto y en un ámbito natural.”

¿Cómo vivís este reconocimiento?

—Con mucha alegría, pero también como un contrapeso a un desconocimiento enorme de otros momentos, la tradición de Enrique Molina o de Olga Orozco, escrituras que luego se consideraron “grandilocuentes”. Creo que habría que revisar la época de los ’90. Así como ahora se empieza a hablar sobre lo que pasó con el periodismo o con los valores humanos, habría que hacerlo también con la cultura. En aquellos años se impuso una ideología que me parece fascista: esto vale, esto no. Creo que el mercado se alió con una ideología para tomar ese tipo de decisiones, y esto alentado por los diarios o por una academia donde no se leía a Tolstoi pero sí al joven recién publicado por Planeta. No es que desvalorizo el tipo de poesía que surgió de allí, sino una actitud que le bajó el pulgar a todo lo que no siguiera el canon del minimalismo. En los ’90 las editoriales dejaron de ser argentinas, porque fueron compradas por capitales extranjeros, y éstos impusieron sus criterios estandarizados. Hubo entonces líneas, en poesía y en narrativa también, que quedaron para el desconocimiento, y otras levantadas y validadas. Fue un criterio que desestimó a todo un costado de la poesía argentina más surreal, intensa y extensa. En los ’80, en cambio, había existido una pluralidad de voces, una convivencia de diferentes estilos, y si bien discutíamos entre nosotros, no venía un suplemento cultural a decirnos quién era mejor que quién, o cuál poesía había que hacer y leer. Por eso te decía que este reconocimiento que recibo ahora lo siento como un contrapeso, más allá de que mi poesía siempre tuvo quiénes la apreciaban.

¿No pensás que actualmente se está recuperando algo de aquel espíritu de los ’80?

—Sí, absolutamente. Apuesto totalmente a la diversidad de voces que hay en las generaciones más jóvenes. Seguramente acorde con que algo ha cambiado en nuestra sociedad, incluso en lo cotidiano. Pero como yo trabajo en el Gobierno de la Ciudad sigo viviendo en esa “república” donde el desconocimiento y desprecio del trabajo perduran.

Sos directora de la Casa de la Lectura de la Ciudad.

—En las obligaciones sí, en los derechos no, administrativamente soy una empleada común, soy de planta desde hace veinte años y llevo adelante ese lugar sin tener alguna jerarquía ni una antigüedad destacada. El trabajo que hago fue muy reconocido por todo el ambiente literario y también por los vecinos, me escriben mails para felicitarme, me lo dicen, pero a nivel de difusión, retribución o incentivo, siento bastante desconocimiento.

Se corresponde con una política...

—También les pasa a médicos o a maestros, creo que habría que valorar el trabajo de personas que son las que sacan adelante las cosas. Además, sí, la política cultural actual me parece que prioriza el impacto multitudinario rápido, como la Torre de Babel de libros, aunque su aporte no sea tan popular, en lugar de una actividad que intenta acercar un autor a la gente que perdió el hábito de la lectura o tiene menos acceso. Pero a lo que voy es a que para mí fue casi toda mi vida, durante décadas, empezando por la dictadura y ahondado en los ’90, viví lo cotidiano y el trabajo con un constante desconocimiento de derechos. Y en la Ciudad de Buenos Aires aún no siento el cambio, como si quedara esta forma de dominación de no dejar que nadie tenga una pizca de poder ni sienta que vale, lo cual nos haría más fuertes. Un reconocimiento grande, como la beca, lo que hace es curar un poco esa herida de años, infligida por un país que ha sido de una crueldad tremenda.

Hablando de gente a la que se le ha denegado el acceso al poder, ¿ves en la poesía de las mujeres una marca distintiva, de género?

—Sí, yo veo una poesía muy distinta en las mujeres, lo que me cuesta es establecer en qué consiste esa diferencia. Hay algo del orden del deseo desde donde escribe la mujer. Siempre me gustó algo que decía Marguerite Duras: que la mujer se sentía menos obligada a ser tributaria de lo social. La poesía de los varones, en general, parece como si tuviera la obligación de relacionarse con el campo de las ideas.

Hay hombres como Osvaldo Bossi que parecen quedar más del lado de las mujeres.

—Reynaldo Jiménez... diría los y las que hablamos desde el deseo, desde el lenguaje desatado, liberado de los preceptos de la comunicación. En ese sentido decía no ser tributario. Las mujeres en general soltamos más las amarras del lenguaje.

¿Y dentro del ámbito de la poesía, con respecto a las personas que la integran, se repite cierta dinámica de poder que existe en la sociedad?

—Me llama la atención que los varones inmediatamente sienten necesidad de hacer revistas y editoriales, las mujeres escribimos y ya. Aunque quizá me equivoco, porque ahora surgen editoriales de mujeres, ¿quizá no se animaban antes a ocupar esos lugares? No sé, yo te hablo además de los hombres de mi generación, a los que les faltó bastante para un cambio, la única forma supuestamente progre que encontraban de no ser como sus padres era borrarse completamente. Además, creo que el hombre, por tradición cultural, ya tiene el músculo de ponerse frente a la mujer en el lugar más conveniente, el de la dominación, aunque después en su trabajo lo traten como a un trapo, o incluso precisamente por eso. Creo que ahora hay más solidaridad entre géneros.

Actualmente, ¿creés que es verdad eso de que nadie lee poesía?

—No. Creo que se lee menos porque es menos difundida: difícilmente puedas leer lo que no encontrás. Además para leer poesía se necesita de un mayor tiempo de reflexión, y se ha perdido la costumbre de leer algo que complejice. Igual la poesía siempre tiene sus lectores. Y hoy en día los blogs hacen que la poesía se difunda; un pibe de la Patagonia tiene acceso a leer a un poeta de Jujuy a través de Internet...

Pero esta inmediatez en la publicación, ¿no afecta la calidad de lo que se escribe?

—Ellos tienen conciencia de que son borradores los que se mandan entre sí. El que estamos viviendo es un cambio muy grande y todavía no se sabe a dónde va a llegar, pero con Internet los chicos gambetean la imposibilidad de publicar o de que una editorial decida quién no publica. Con respecto a la falta de profundidad, no puede ser mayor que la que hubo en los ’90, ahora tiene que ir para arriba el péndulo.

Escribiste Matar un animal en plena década de los 90, ¿había en ese libro algo de la bronca que te suscitaba la época?

—Va más allá de una bronca ocasional. Suelo tener una antena y percibía un fenómeno general que tenía que ver con el asesino como eje, me preguntaba por qué tanto thriller, por qué tan nutrida la parte policial de los diarios. Me lo confirmó leer a Baudrillard, por ejemplo, con el Crimen Perfecto, hablaba del asesino como el único lugar donde se reconocía alguna pasión. Empecé a investigar en revistas de cazadores y coleccionistas de armas y encontré frases idiomáticas que decidí que había que tomar para nuestro lado, quitárselas al poder y trastrocarlas en poemas. Eso es Matar un animal, que termina con la confesión de la víctima: un resumen de este país donde uno terminaba siendo el culpable de las cosas que en realidad te estaban haciendo. La víctima se arrepiente y no sabe de qué. Es una reflexión, como la que quiero hacer ahora en el proyecto del perrito que se pregunta para qué el ser humano tiene la inteligencia, para qué tiene el lenguaje, si hace las cosas que hace.

¿De qué manera pensás que se puede hacer una poesía política, de compromiso con las circunstancias sociales?

—Siempre es desde el lenguaje, modificar un lenguaje que con sus estructuras te embretó en un molde cultural, rompiendo esa estructura salís de él. Pero eso es más filosófico y más lento. Si quiero influir en lo más inmediato, en la falta de oportunidades de algunos para entender poesía, hago gestión cultural, difundo la lectura. Y si quiero hacer política concreta, acciono desde otro lado, por ejemplo me enganché con un grupo Poetas con Cristina.

Adrienne Rich decía que nuestro lenguaje es el del opresor y que es desde su transformación desde donde se pueden operar los cambios...

—Sí, absolutamente. A eso me refería con soltar el lenguaje, soltar amarras. Las frases hechas vienen hechas: si decís ojos aterciopelados, ya estás diciendo cómo tienen que ser los ojos. La política en poesía sería cambiar ese adjetivo por uno que te sorprenda. Incluso sería modificar la gramática, que siempre es una jerarquía de poder. Toda construcción del lenguaje impone una jerarquía y una estructura de pensamiento. A mí me fascina Vallejo porque él construyó una gramática propia y, sin embargo, lo entendés igual, conjuga un sustantivo, sustantiviza un adverbio, desarmó y armó de nuevo el lenguaje. De ese modo repensás las categorías. La mujer, por ejemplo, es una construcción cultural, es dicha, y el hombre también, aunque le conviene hacer como que él es el que dice, para no quedar en el peor lugar. Esto aparece mucho en mis libros y mi teatro, los clichés femeninos y masculinos. Por suerte creo que últimamente comenzó a pensar también el varón en construirse fuera de los tópicos instalados.

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