COSAS MARAVILLOSAS
Una obra de títeres que cuestiona la heteronormatividad y despliega temas como la adopción, las diferencias de clase y el matrimonio lgbt.
› Por Paula Jimenez
¡Qué lío! La reina está en edad de jubilarse y no hay ningún sucesor para ocupar su lugar en el reino. Pasa que su hijo, el príncipe Carlos, no se quiere casar, y un hombre soltero, y sin descendencia, no puede ser rey. ¿Y ahora qué hacemos? Hacemos que el príncipe lo piense bien, tan, tan bien que al final, por amor a su mamá (sí: ¡por amor a su mamá!) decida elegir una esposa entre todas las princesas de los reinos de por acá y de más allá. Alguna le tiene que gustar, seguro. Pero la realidad es que ellas desfilan inútilmente delante de sus ojos sin robarle el corazón. Y de pronto aparece Clarisa. Y con Clarisa su hermano Pablo, que la vino a acompañar. Tan lindo es Pablo y tan ágil (¡si vieran los saltos que da por el aire!) que Carlos queda prendado. Están en medio del encuentro cuando Clarisa se da cuenta de que olvidó, no sabe dónde, una pecera con un pececito que le quería obsequiar al príncipe. Entonces, ella y Timoteo, el bufón de la Corte, van por el pececito mientras que Carlos y Pablo se quedan solos y se ponen a jugar con un trono que está buenísimo. ¡Un trono que tiene rueditas y palanca de cambios! Juntos se matan de la risa. Tanto se divierten que cuando nuestro príncipe empieza a pensar cuál de todas las princesas le gustó más, comprende que el nombre de su amor es... es... ¡¡Pablo!! Y en el instante en que esto se revela algúnos de los nenes y las nenas del público le gritan al títere: ¡No podés, Carlos, Pablo es un príncipe, no una princesa! Otros lo cargan: ¡Se enamoró de Pablo, se enamoró de Pablo! Pero no parecen cargarlo porque Pablo sea varón, sino porque, lisa y llanamente, el muchacho se enamoró. Y él, después de resistirse un poquito a la novedad (un poquitito, pero no tanto), va y le dice a su mamá, la reina, que ya eligió marido. Ahí viene la parte en que la reina se recontra desespera y entre vahídos le espeta a su primogénito: ¡Es que dos hombres no pueden tener hijos! Entonces, una nena espectadora nos explica a todos y todas: ¡Se puede no tener hijos! Hete aquí una de las aristas del asunto (que no se toca en la obra): hijos, se puede elegir si se los quiere tener o no. Al lado mío, alguien se ríe y decodifica: es que estos chicos ya vienen con un nuevo formato. Las risas toman la sala del Teatro La Huella y enseguida el príncipe Carlos corta la hilaridad general contándonos a todos su proyecto: Pablo y yo vamos a adoptar, dice. ¿Qué es adoptar? Pregunta un nene desde la primera fila y se pone de pie. Pero la pregunta queda flotando en el aire porque nadie la responde. Sin embargo, no le debe haber resultado nada difícil deducir que adoptar es, seguramente, algo bueno, muy, muy bueno para la gente, porque la reina se ha puesto contentísima y ahora le dice al príncipe Carlos que a ella no se le habría ocurrido nunca una solución mejor y que, por ende, les da su bendición. Después, viene el día de la boda y descubrimos que la felicidad es por doblete: no sólo se casan Carlos y Pablo –a quienes se los ve verdaderamente hermosos– sino que también, el mismo día, lo hacen la princesa Clarisa y Timoteo, el plebeyo bufón de la Corte. Según Eloise, que tiene 6 años y medio –ni un día más ni un día menos–, lo más lindo de esta obra es que al final todo el mundo se termina casando. ¿Será esa la razón de tanta alegría de los espectadores? Bueno, quizá también podamos ser felices sin casarnos, ¿no? Es que en Príncipes... matrimonio y plenitud del amor estarían funcionando sinónimamente. Y diferenciar el derecho de la emoción que nos puede empujar a ejercerlo, sea, quizá, tema de la próxima obra.
Al terminar el espectáculo, chicos, chicas y adultos aplauden al unísono y se ríen, celebran. Como Caetano, por ejemplo, que tiene 8 años y está fascinado con los títeres que ahora saludan desde su escenarito de madera a los nenes y las nenas que se les acercan para charlar. Su mamá dice que cayeron ahí sin querer, que se enteró por Facebook, que ella no sabía de qué se trataba este espectáculo de títeres. “Me emocionó”, explica y los ojos se le llenan de lágrimas: “Una sorpresa. Una sorpresa maravillosa”.
Esta obra, que cuestiona la obligación a la heteronormatividad transmitida en los cuentos infantiles tradicionales, señala también –a través de la unión entre el bufón y la princesa– aquellas diferencias de clase que impedirían arbitrariamente un vínculo amoroso entre pobres y ricos, entre nobles y plebeyos. La historia se basa en el libro Rey y rey, de Linda de Hann y Stern Nijaland, cuya adaptación para teatro fue realizada por primera vez en castellano por la argentina Perla Schumacher con el nombre Príncipe y príncipe. Mucho se ha hablado de esta pieza que por fin puede verse en Buenos Aires por un tiempo más o menos razonable (el año pasado se hicieron sólo dos funciones de una versión mexicana, durante un festival de teatro tabú realizado en El Cubo). La autoría de Eleonora Castel y la dirección de Adriana Sobrero han hecho de Príncipes... un espectáculo entretenido y dinámico que hasta se permite un brillante número musical con el hit pop de Gloria Trevi: “Todos me miran”. El impecable manejo de la técnica de parte de los titiriteros Antonio Quispe y la mismísima Castel es otra de las tantas virtudes de esta obra. ¤
En el Teatro La Huella, Bulnes 890, sábados, a las 16.
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