MUSICA Una selección caprichosa repasa la escena mundial del folk actual y las artistas extranjeras que se visten de tierra para renovar el género.
› Por Guadalupe Treibel
La escena –una de ellas, al menos– atraviesa tiempo de raíces, época de folk renovado en el que bandas como Wilco, Iron & Wine, The Fleet Foxes y Mumford & Sons piden la palabra y conjugan el verbo musical con divina inspiración. Y conquistan Estados Unidos, Gran Bretaña (de ahí, el mundo). No son los únicos: referentes femeninos se alzan en los altoparlantes con sobradas notas, convirtiéndose –como han definido medios como El País– en “herederas de Joni Mitchell”. Si acaso llevasen esa antorcha, el fuego es una cándida variedad de postales que, con artistas como Zoe Muth, Eilen Jewell, Laura Marling, Alela Diane, Sarabeth Tucek o Jesse Sykes a la cabeza, no hacen sino enriquecer el folk, y todas sus posibilidades. Aquí, una pequeña presentación de estas voces que, sólo por sus trabajos de 2011, no merecen penas ni olvido.
Sarabeth Tucek siempre quiso ser actriz pero cuando sus amigos músicos de Hollywood la alentaron a hacer canciones, la mujer de treinti se despachó de creatividad en las notas y el cambio de rumbo dio sus frutos: después de colaborar con Bill Callahan en el álbum Supper, editó su primer álbum solista, el homónimo Sarabeth Tucek (2006), que no sólo la tuvo girando con Black Rebel Motorcycle Club; también le valió las loas de Bob Dylan y algunos fanáticos improbables. “Un señor mayor siempre venía a mis shows con un osito de peluche que me pedía que sostuviese”, contó la “Charlie Sheen” del indie.
El cariñosito mote –bautizada la norteamericana por la media británica– se lo ganó tras ser arrestada en varias ocasiones por conducir borracha. “Durante algunos años, las cosas se salieron de control y terminé un poco loca”, explicó la fan de Big Star y Neil Young (a quienes enfila entre sus influencias), cuyas andanzas le significaron un mameluco naranja y horas levantando basura con otros convictos. Finiquitada la limpieza, Tucek voló a Nueva York y se quedó un tiempo con su mamá psicóloga. Una vez en casa, la mujer comenzó a recordar a su padre muerto y la nostalgia (y los cables sin atar; prácticamente no tuvieron relación) se transformó en composiciones, en un folk rock de melodías sensibles que, poco después, terminó en disco editado: el aclamado Get Well Soon (2011). ¿Por qué el botecito vacío que navega desde el cover-art? Pues, papá Tucek falleció siendo Sarabeth pequeña a causa de un ataque cardíaco... mientras navegaba un botecito. Amén a la literalidad.
“Es un disco personal, no literal. Si uno hace arte de la manera que debería, jamás debería parecer un diario íntimo. Sólo quería hacer algo desde la experiencia de la pérdida”, define ella sobre el motor que convirtió en docena de temas incómodos (por su poder evocativo, no así la gratísima musicalidad), temas que explotan, que inundan con imágenes recurrentes. “Corrí al lago para ver cómo desaparecías / Ese fue el lugar donde escribí mi primera nota”, cantará Sarabeth en “Wooden”. Y, luego, agua, rincones intactos, fantasmas y bares en parajes sonoros preciosos, llenos de preciso guitarreo y tamaña voz. Una voz con salvavidas.
Se dicen muchas cosas acerca de Jesse Sykes y todas apuntan a lo mismo: que es una mujer atemporal, que su belleza es atemporal, que motoriza sonidos atemporales y es (co)propietaria de discos que deberían tener su copyright en los sesenta. Esta mujer en banda (los Sweet Hereafter) hace maravillas: música country-western, rock psicodélico, folk chamánico y absorbente, todo envuelto en un (cuarto) disco trascendental llamado Marble Son (2011). Disco que empieza con 30 segundos a pura pelota de ping pong. Y encadena un riff. Y arranca la melodía. Y aparece la voz fantasmal, oscurísima, de J. S. Y así ¿cómo sigue? Como quiere: capturando “la extraña combinación de arrogancia y vulnerabilidad” de la vida moderna, como ella misma ha definido.
Es que esta mujer de 44 años está en plena curva ascendente; después de dejar su sello y la bebida, abandonar Seattle y romper con su novio (su –aún– compañero de banda Phil Wandscher), ha hecho un disco que reflexiona sobre la vida, la muerte y la fe, con letras que enuncian: “Cada día atravieso profundas aguas turbias / Sin este deseo ¿seré libre pronto?”. La pérdida, a la orden del día. “Muchas bandas nuevas destacan el hecho de ser positivos, de hacer música para gente positiva. Pues claro, cómo no hacerlo si tienen 23 y nada malo les ha ocurrido”, explica ella y enmarca el disco que ha lanzado este año.
Ojo, oscuro no es mórbido. Aunque... “La muerte siempre está sobre mi hombro. Y es un sentimiento que no cambiaría por nada. Aunque suene oscuro, en realidad, es muy hermoso. No es violento ni opresivo; hace que cada segundo sea vibrante. Si puedo respirar sobre el vaso que tengo enfrente y ver mi respiración, del otro lado del vaso existe otro mundo.” Como sea, Sykes crea una experiencia sonora visceral con elegancia y con finalidad: representar la complejidad del ser. Menuda causa.
A menudo, Zoe Muth recibe una pregunta: ¿Cómo termina una chica criada en el Seattle de los ’80 haciendo música country? “Ni idea –responde ella–. Simplemente abro mi boca cuando canto y eso es lo que sale.” Lo que sale es, ni más ni menos, un cable que la conecta a la tradición de Iris DeMent o Loretta Lynn (nada garagero, señoras y señores), un cable que tira de la vida rural, los momentos difíciles y el amor de bares. “Si no puedo confiarte una moneda, ¿cómo voy a confiarte mi corazón?”, entona en su segundo disco, Starlight Hotel (2011), la compositora que aprendió a tocar la guitarra por cuenta propia, casi al mismo tiempo en que se empezó a interiorizar con el movimiento obrero y las historias “que no llegan a los libros de texto”.
“De alguna manera, el sonido country encaja con cómo me siento y los relatos que quiero contar: obreros cansados y perdedores enamorados con un intelecto folk. Nada de jet set; old-Chevrolet set”, explica la muchacha en sus veinte. Para ella, el arte no tiene que ser perfecto; la historia de la música americana busca, en sus palabras, “escapar de la monotonía de la vida, escapar de la pobreza, escapar de lo que el mainstream dice que es divertido”.
Muth les huye a las redes sociales (de hecho, se define un poco sociópata), se calza su viola Takamine de los ’70 y no tiene tarjeta de crédito. Lee poesías de Bukowski y escucha temas de Dylan, de Steve Forbert, John Prine, Emmylou Harris, Bruce Springsteen, de Kate y Anna McGarrigle. Zoe habla de una “rebelión contra la producción masiva de las discográficas y el corporativismo mediático” y agradece a los colaboradores de ruta, a la audiencia fiel. Pero, ante todo, la blonda pelilarga que pisa los 30 hace canciones sencillas llenas de geografía, de historias mínimas dignas de ser contadas.
Eilen Jewell hace folk del bueno y no le escapa a la etiqueta. De hecho, la abraza y redefine: “Eres una compositora folk cuando cantas música de la gente para la gente”, asegura la mujer de treinti pocos que –como bien dijese el crítico español Ramón Fernández Escobar– “se balancea en el swing y no vacila; se zambulle en el country y flota sobre campos de algodón”. No hace falta más que escuchar su último trabajo, Queen of The Minor Key, para notarlo. “Radio City”, el track inaugural, deja claro que la música de raíces de esta joyita hiperactiva (hace más de 150 shows al año, “sin contar apariciones en radio o tiendas”) extiende sus raigones por el rockabilly, folk, blues, rhythm’n’blues, country y gospel con igual calidad.
Desde su debut en 2005 con “Nowhere in no time” (un demo en directo) hasta su CD de 2011, la mujer de Boise, Estados Unidos, viene en una escalada que gana merecidos adeptos. De hecho, el año pasado editó Butcher Holler, un álbum con versiones de Loretta Lynn, ¡y salió airosa! “Su escritura resulta una inspiración, aborda cosas con las que ninguna otra se atrevió en los sesenta: la liberación femenina, la píldora... Adoro su humor”, explica sobre la hija del minero a la que dedicó tributo.
Es que Eilen cree en celebrar a las artistas mujeres en vida “como ya se ha hecho con tantos hombres”; por eso, su acústica carga un sinfín de autógrafos: a la firma de Lynn (por supuesto), se suma la de Lucinda Williams, Mavis Staples, Wanda Jackson, Emmylou Harris. “La visión que tenemos puede enriquecer la de los hombres. Nuestras relaciones de pareja o familiares no son iguales que las suyas”, asegura sobre la (necesidad de una) mirada de género en el folk.
Para su último álbum, Jewell se aisló: fue a una pequeña cabaña en el bosque, en Idaho, sin agua corriente ni electricidad y escribió a todas horas canciones de amores peligrosos y tristezas. De hecho, el título –Queen of The Minor Key– esconde un guiño: “Es cierto que compongo más canciones en tonalidades menores que la mayoría. Encuentro algo magnético en su cualidad espeluznante”, concede en una entrevista. Como concede la certeza de querer mejorar como escritora y hacer de cada disco un hecho más y más verdadero, llevando el proceso creativo a un nuevo territorio... pero sin pasarse de novedosa.
Bien lo ha logrado. Su música es exquisita, sucia (estilo ’50) y sensible, fulminante. Y su voz suena como debe ser oída. “No me impresionan las cantantes que meten diez notas donde sólo debe haber una”, asegura. Y el equilibrio hace, sí, la diferencia.
Cuando, tres años atrás, en una web musiquera, uno de sus fans describió sus canciones como “bonitos temas folk que hablan sobre chicos”, a Laura Marling no le gustó nada. “¡Es ridículo! Si prestás atención, notás que mis canciones no son ‘bonitas’. Algunas son deprimentes, al igual que varios costados de mi personalidad”, replicó entonces para un medio brit y sentenció a sus letras con el mote de “realismo optimista”. Vale mencionar: tenía apenas 18 años. Precoz, aprendió a tocar la guitarra a los 3 –le enseñó su padre, un compositor amateur y profesor de música, padre de tres niñas, que “obligaba” a sus hijas a escuchar vinilos de Joan Baez o Bob Dylan– y, ya como teen y colegiala de la escuela cuáquera Leighton Park, en Inglaterra, solía sentirse incómoda alrededor de otra gente y tenía tremendo miedo... a la muerte.
Quizá todo eso haya influido a esta muchachita y sus temas maduros, oscuros, densos, detallistas. Quizá no. Lo único cierto es que Marling (que visitó Argentina el pasado mayo) ha logrado que el folk se sienta moderno una vez más, y –aun cuando la linkeen a Joni Mitchell y Neil Young, Nick Drake o Regina Spector– su música es sólo suya. Y tiene tres discos para probarlo: Alas, I Cannot Swim (2008), I Speak Because I Can (2010) y A Creature I Don’t Know (que lleva poquito más de mes de vida).
Aunque ha reconocido la importancia de artistas como Nina Nastasia o Diane Cluck, el giro inevitable en sus composiciones ocurrió tras oír I See a Darkness, el (magnífico) álbum de Bonnie “Prince” Billy: “Fue como un shock en mi sistema. Esa intensidad... Por un momento sentí que no debía estar escuchándolo porque, al hacerlo, invadía sus emociones”. También sintió el giro de pequeña, al leer a Jane Austen y las hermanas Brontë, sus autoras favoritas, y de ellas tomó nota de que “aún cuando las cosas parezcan dulcemente románticas, no lo son; son brutales”.
Laura se maravilla por cómo sacuden las palabras. De hecho, la enoja no aportarles a sus shows citas; no impregnar el vivo con las horas que se ha dedicado a anotar pasajes de sus obras favoritas (al menos, eso sí, se inspira en vidas como la de John Steinbeck para escribir canciones). La enoja también que la gente ya no ame los discos, sólo a sus laptops; que la obliguen a usar maquillaje en presentaciones televisivas; el circo detrás de las entregas de premios (ganó el Brit Awards y el NME Awards y estuvo nominada a otro tanto).
Como parte de la formación original de Noah and the Whales y colaboradora de Mumford & Sons, como solista, Laura lleva coronita en la escena folk londinense. Pero siempre agradece al amor y la razón, “dos criaturas de crueldad incesante y goce eterno”. “No sé cómo escribo, por qué lo hago ni qué lado mío logra que ocurra. Por eso no pienso en eso: no puedo lidiar con no saber. Ese caos hace que quiera comprender todo lo demás, todo lo que me rodea”, explica la sensible y sensata (no así romántica ni religiosa) Marling. Que así sea, mientras el no-amén dé por resultado temas como “My friends”, “Salinas” o “All my rage”.
De las muchas cartas de presentación, ser protegida, amiga y paisana de Joanna Newsom y girar –desde 2004– con grupos folk rock como Iron & Wine o The Decemberists es menuda tarjetita. La que la carga es la californiana Alela Diane que, con 28 años, ya suma tres discos de estudio cargados de diamantes y amores de madre, hierba seca y árboles, caballos, aves, autopistas, campo abierto. Después de The Pirate’s Gospel (2006) y To Be Still (2009), la mujer vinta que-prefiere-componer-con-piano lanzó Alela Diane & the Wild Divine, disco de 2011 donde viola, una percusión ligera y teclados acompañan su voz todoterreno –que coquetea con el psych-folk y el country rock sin miramientos–.
“Hago música americana. Es el sonido de donde provengo e incorpora muchos elementos de la tradición musical de mi país. Es nostálgico y, aun así, moderno”, define ella, hábil en composiciones naturistas, focalizada siempre en que la voz crezca. Como ocurre en “Elijah”, festejado track de su último trabajo. O “Long way down”. O “Suzanne”. “La voz comienza en un determinado punto; toma algunas carreteras sucias, quizás agarra la autopista al centro y, después, desemboca en cinco carriles, cambiando de canal con gracia”, metaforiza la chica rutera de 28 años, contenta (y sorprendida) de seguir descubriendo(se) vocalmente.
Cuando no canta, vive en Portland con su gato y marido en una vieja casona victoriana, donde compone, prepara el desayuno, se sienta frente a la hoguera a madera, camina por las colinas, colecta cositas viejas para arreglar el hogar, prepara sopa. “¡Y huevos! Cualquier tipo, menos crudo”, recuenta ella, mientras cocina cuerdas y canciones. Más y más canciones. Cuando toca, lo hace acompañada de la familia: no sólo su esposo es su violero; su papá también integra la banda. “¡No lo voy a echar! Nos llevamos muy bien. Es un tipo divertido para pasar el rato”, explica Alela. Y no hay con qué refutarle. Acaso, ¿hay algo más lindo que la familia unida?
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