Vie 28.10.2011
las12

Reparaciones

› Por Marta Dillon

Fue ella misma la primera en dibujar, nítida, una de las ramas de su genealogía política: “Me identifico con la Eva del rodete y el puño crispado frente al micrófono; no con la milagrosa, no con el hada buena que usaba vestidos brillantes”. Apenas despuntaba el mandato de Cristina Fernández de Kirchner y ella podía decir con soltura esa palabra –en masculino, es cierto– que iba a signar su primera presidencia como una declaración de principios, como si en esos primeros tiempos –tan lejos y tan cerca– necesitara afianzar su figura sin ninguna de las herramientas que vienen en el kit de mujercita; dicho el diminutivo desde la mirada del amo, del patrón, del marido. Era su primer viaje como presidenta y todavía “crispada” no era sinónimo de sopapo en la cara por parte de quienes le achacaban soberbia ni era tampoco “crispasión”, transformando, por vía de una letra, el desprecio en guante que se recoge para doblar la apuesta del desafío. Pero algo de todo eso había ya desde el principio. Si se identificaba con esa escena de Eva en el balcón es porque quería que se escuche el “aquí mando yo”, aun teniendo cubiertas las espaldas por el compañero, que cuando ellos se casaron era la forma de decir novio, pareja; incluso marido, aunque esa palabra denotara otra alcurnia. Eran épocas en que ella misma ensayó el rodete, un poco más alambicado que el de la primera mujer del General, rodete de peluquería al fin y al cabo y no un recogido con cuatro o cinco horquillas para disimular la falta de; épocas en las que ese mismo rodete era leído tanto con beneplácito disciplinador –porque a una mujer madura el pelo largo ya no le sienta– como con desconfianza –¿qué?, ¿se quiere parecer a Evita?–, época fugaz, en definitiva. Porque la Presidenta supo temprano que hay algo más que se les pide a las mujeres cuando éstas se corren de la norma. Algo más que no llega nunca a satisfacerse porque la verdad es que no deberían estar ahí. ¿O acaso el mayor signo de aceptación de una mujer en un grupo de hombres no es considerarla “como uno más”? Y entonces, la Presidenta, al mismo tiempo que se soltó el cabello, dejó de intentar agradar. Incluso dejó de emitir señales destinadas a demostrar cualquier cosa, si total daba lo mismo. Ella era esa yegua. Yegua en los muchos sentidos populares que tiene esa palabra: por atractiva, por indomable –bajo amenaza de ser domada–, por destinada al servicio del padrillo, por reducida a su condición hembra. No era casual que el apelativo animal surgiera con fuerza y banda sonora de cacerola durante el conflicto por las retenciones que disputó, además de dinero, el dominio sobre los símbolos patrios –no en vano ella volvió casi dos años después, cuando su animalidad empezaba a desintegrarse, vestida de bandera nacional y bailando en el palco, rodeada de hombres de gobierno de países latinoamericanos para festejar el Bicentenario en una fiesta masiva y policlasista, pletórica de escarapelas–.

¿Cómo fue que se desarticuló esa violencia misógina? O mejor, ¿qué otras voces consiguieron desplazar a esa violencia hacia los márgenes, a eso que se musita pero ya no en voz alta porque no está asegurado el eco cómplice?

Se podría pensar que tan rápido como supo que no valía la pena ninguna impostura, también supo que eso que había dicho al momento de asumir la presidencia, que le resultaría más difícil por ser mujer, era una verdad incontrastable. Y después de toda una carrera política minimizando la cuestión de género –algo que compartió con la mayoría de las mujeres militantes de su generación, no en vano recién ahora se empieza a reconocer a la violación como un delito en sí mismo y no sólo parte del repertorio de la tortura en los Centros Clandestinos de Detención–, la puso por delante. Así empezó a nombrar a “todos y a todas”, así insistió en su propia vulnerabilidad que no era individual sino colectiva, así consiguió generar una complicidad con otras que puso patas para arriba eso de ser una yegua. Porque todas somos yeguas en algún momento o en otro de nuestras vidas, es un precio que se paga para que alumbre, el tiempo que sea, la llama del propio deseo. Que esa mujer que es una excepción por el lugar al que había llegado se reconociera parte de la regla del menosprecio, resultó reparador. Ya no sería otra sino una entre otras. Aun cuando por momentos pareció que abusaba de esa variable, como cuando presentó ese plan de facilidades para cambiar la heladera, el calefón y el lavarropas diciendo que ella misma, Presidenta, era la que estaba pendiente de las cosas cotidianas, de las necesidades de los hijos, como si eso no fuera una inequidad sino un destino. Aun así, cierto lazo de género se reparaba y se podía convertir en consigna: “Todas somos yeguas”, eso que era un insulto, empoderaba. Y fue esa fuerza de débiles la que le devolvieron cuando el duelo del compañero la obligó a caminar bajo la lluvia, conduciendo el cortejo, ordenando la coreografía del dolor como quien ordena la casa o trata de convertir en casa el refugio o la trinchera posible. Como ordenó los sentimientos cuando distinguió, días después, que la muerte de Néstor Kirchner no había sido su momento más difícil sino el más doloroso. De esas cosas también sabemos las mujeres.

Una fiesta popular como la del Bicentenario, la reivindicación de la alegría, una serie de medidas de gobierno descriptas hasta el cansancio y que huelga volver a enumerar salvo porque algunas estaban anotadas en la columna de lo ya perdido –como la estatización de las AFJP– y otras en la de los imposibles –aunque eso, sabemos, sólo tarda un poco más, ¿quién hubiera pensado en que se iba a torcer el brazo de la Iglesia con la ley de matrimonio igualitario?–, ya habían rasgado ese tono petulante que tan bien habían entonado las cacerolas en Recoleta durante el conflicto por las retenciones. No deja de ser cierto que haber perdido al compañero, haberla visto atravesar el duelo en tiempo real y sin descanso, la convirtió en alguien más familiar, más cercano. Una figura que se parece más a la “muchacha peronista” de los ‘70 pero no por filiación política con esa generación, no por compartir la mística y la ideología de esa generación diezmada sino por algo más superficial, si se quiere: mujeres que apechugaban con todo, con los estereotipos de género y también con el mandato de transgredir lo que se esperaba de ellas –¿o no se entrenaban en la lucha armada y volvían a hacerle la comida a los hijos y también al compañero?–, con el codo a codo del poema pero con el prejuicio que todavía sobrevive de que lo que hacían lo hacían por amor y no sólo por convicción, con una sexualidad que ya no dependía del matrimonio pero soportando el código moral que tenía listo el calificativo para las díscolas.

Cristina Fernández se volvió familiar, una mujer posible, alguien de quien muchos y muchas pueden decir “mía”. De ser una yegua pasó a ser “mi presidenta”. Su vulnerabilidad no llegó al extremo de convertirla en inmortal sino que la convirtió en una de las nuestras. Y justo cuando eso sucede, ella elige para festejar su reelección rodearse de su hijo y de su hija, ponerse a retar a la audiencia como una madre agotada, sacarse de encima el piropo recordando su edad, bailar como bailan las señoras la música que ya no les pertenece del todo en las fiestas de casamiento. Poner de vicepresidente a un joven convencionalmente guapo, que toca la guitarra y, se supone, le cuidará las espaldas. Puede ser todo una puesta en escena, ¿pero alguien puede denostar a esta altura del siglo el valor de una puesta en escena? ¿Y quién es capaz de coreografiar el abrazo de esa mujer con sus hijos como primeros destinatarios de su triunfo electoral? ¿Quién más que una mujer podía hacer eso? Con todo lo que implica en cuanto a vulnerabilidades y estereotipos. Con el efecto reparador que tiene también que haya ahí una mujer de su generación, madre y también hija, presente. Haciendo visibles esos lazos que sólo estaban en la escena política por ausencia: Madres de Plaza de Mayo, hijos e hijas de desaparecidos.

Es curioso: dicen que Eva Duarte de Perón detestaba esa foto que la muestra con el pelo suelto y la sonrisa dulce. A ella, como a Cristina Fernández de Kirchner, le gustaba la imagen del rodete, la del cuadro político, la que no tiene nada que ver con la mujercita. Pero qué bien que les sienta a ambas el pelo suelto, rubias o morochas, bien argentinas.

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