RESCATES > VIRGINIA WOOLF (1882-1941)
Virginia Woolf nació en la niebla y ahí afincó para siempre. Delicada criatura, transitó en una pena angustia que la condujo a la fina muerte helada.
Niña del hielo. Virginia, neblinosa y triste, cual flamenco clavado por sus delgadísimas piernas, en el río.
Nunca hubo paz. Sufrió de epilepsia y genialidad. Crispada, rápida, filosa y tajeando el aire, por su perfil caprino, la motejaron La Cabra.
Era la imposible eternidad de la poesía de Albión. Poeta, por encima de cualquier drama, habitó en dolor, en pos de un final personal proustiano, y la compararon con Joyce.
¿Quién atraparía lastimando tan hábil y claro ser? La envidiosa, insidiosa gente del escenario familiar. Ocurre... Todo pasa desde 1882 hasta 1941, cuando finaliza el siglo XIX y va el siglo XX por la mitad.
Virginia Woolf nació en pleno invierno, un 28 de enero inglés de Londres.
Sus padres provenían de los funerales de sus primeras nupcias, y no fue buen augurio. Ambos traían descendencia. El padre, a una mujercita desequilibrada que moriría en el manicomio; la mamá, a tres vástagos: Vanesa, George y Gerald, perversos varones, los últimos, de mal recuerdo. De esta unión desgraciada nació Virginia.
Leonard Stephen, progenitor, reconocido señor de vuelo intelectual, permitía a Virginia y a su media hermana Vanesa incursionar en la impresionante biblioteca donde la lectura de los clásicos nutriría sus inteligencias, induciendo a Virginia a la escritura y a Vanesa a las artes plásticas. La mamá, Julia Jackson, posó descubriendo toda su belleza en el estudio del pintor Edward Burne, a cuyas sesiones también concurría Vanesa, atraída por el arte del dibujo y la pintura. La familia Woolf-Stephen recepcionaba personajes famosos en su castillito de Sussex: Henry James, Julia Cameron y Jane Russell.
Durante una conferencia, Virginia se referiría al Angel de la Casa, con rabia manifiesta, que llamó la atención a la concurrencia. Dijo que en las familias inglesas hay un icono que puede ser un aparador, una mesa, una joya, un hermano, siendo el último nombrado, el que ella heredó. Se trata de George, su hermanastro. Aunque no lo denuncie a viva voz, salta en sus novelas. Imaginemos a esta adolescente de catorce años, temerosa en las noches; a George, salteador, abusador y ángel de la casa... Su madre, Julia, ha muerto cuando la muchacha cumplió trece años. El señor Stephen padece un estado de viudez espantoso, que lo aparta del problema grave planteado por Virginia, denunciando al degenerado. El anciano, insensible, dice a su hija que George es el ángel de la casa, y que goza de todo derecho. El no cree que sea torturador porque su calidad de ángel le impediría pecar; que es tan puro, que hay que obedecerle.
Virginia es neurótica y después de esta situación sufrirá ataques epilépticos. Cae al piso donde se retuerce, bizquea, arranca sus cabellos. Amarga situación que obliga a internarla en un instituto neuropsiquiátrico. Con el tiempo, fue superando su desgracia cuando publicó Orlando, novela que regaló a Vita Sackville-West, escritora jardinera con la que mantuvo relaciones íntimas para olvidar a los hombres. Dos habían mancillado su natural inocencia: padre y hermanastro, y ahora buscaba paz en otro cercano.
De Orlando opinó el crítico Michael Dickinson: “Es la carta de amor más larga de la literatura”. A través de Orlando y su amiga, la escritora intentaba aferrarse a una tabla flotante de salvación, superando el problema del incesto. De todas maneras, su nueva actitud homosexual crisparía a los victorianos.
Ella excedía el marco avaro de entonces, sobre todo en Inglaterra. A fin de integrarse socialmente, se unió al grupo Bloomsbury, junto a los escritores Brenan y T.S. Eliot, Lytton Stracher, entre otros, donde conoció a Leonard Woolf, con quien se casaría en 1912, formando pareja serenamente estable.
Psíquicamente, la mujer esposa debió sentirse integrada a una sociedad enjuta y prejuiciosa. Publica en ese tiempo, en ligero estilo periodístico, una biografía de las hermanas Brönté, las novelas Fin de viaje y Noche y día. Y con Leonard fundan, en 1917, la editorial Hogarth Press, que da la estampa a Freud y a Eliot, entre otros.
En Fin de viaje y Noche y día, se rebelará contra normas preestablecidas, aparentemente inamovibles. Pero ella insistirá con su modalidad contraventora, que ha trascendido también su vida. En las novelas La señora Dalloway y Las horas, se manifiesta poética, y en las páginas campea ráfaga de innegable lirismo y exacta pintura de caracteres.
El año 1936, con Tres guineas y La habitación propia, narrativa contra el fascismo, tratará de borrar el concepto de tendencia nazi del cual la acusaron por expresiones: “No me gusta la voz judía, no me gusta la risa judía”. Dama transgresora, de repente escribe acerca de Leonard: “Mi querido judío tiene más religión en la uña de un pie, más amor humano en un pelo que un cristiano”.
Un 28 de marzo, hundió su trágica existencia en las aguas heladas del río Ouse. Tan leve el cuerpo que debió poner piedras en los bolsillos y así se sumergió en su fina muerte de niebla.
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