CINE
Thriller apasionante, folletín por entregas inauditas, melodrama donde se desmiembra la familia tradicional y se inventa otra que restaura esperanzas, ciencia ficción que se asemeja intranquilizadoramente a la realidad, La piel que habito, el magistral puzzle de Almodóvar, sigue habilitando reflexiones.
› Por Moira Soto
El, que desde hace rato está de vuelta de múltiples variaciones en torno de transexuales que mutaron sus cuerpos por propia decisión, de transformistas bisexuales, de familias destruidas y reconstruidas de otro modo, filma ahora una historia trans a la fuerza, que mantiene su identidad profunda más allá de ablaciones, terapias celulares, hormonas y un prolongado aislamiento. Pero Almodóvar siempre encuentra un giro sorprendente en sus historias para ir más lejos todavía en el quebrantamiento de convenciones y normas, a la vez que va refinando, acrisolando la puesta en escena, sin que deje de notársele ese absoluto placer de filmar que lo caracteriza. Es cierto que esta vez se encontró con una materia prima a su altura: la cautivadora novela La tarántula, de Thierry Jonquet, serie negra truculenta con rasgos de ficción de la ciencia, dividida en tres partes: “La araña”, “El veneno”, “La presa”. El artrópodo es el cirujano que inocula su veneno en la víctima secuestrada para usarla como cobayo y objeto de venganza, y ésta –en su cabeza– lo llama migala, tarántula. Obvio que el director tomó esta novela como disparador, la destripó un poco, la reescribió y modificó su estructura. De modo que tenemos en cartel a un Almodóvar 120 por ciento...
Desde luego que no se hablará aquí del barón de Frankenstein y su desdichada criatura, ni de Los ojos sin rostro (1960) de Georges Franju, ni de Vértigo (1958) de Hitchcock, ni de Tristana (1970) de Buñuel... porque de eso ya se encargaron justificadamente los críticos locales en oportunidad del estreno de La piel que habito. Empero, sí vale dedicarle un homenajito a Vincent Price, antecesor en cierta forma del amoral doctor Lesgard (que hace estupendamente, glacialmente Antonio Banderas) en El abominable Dr. Phibes (1971), en La tumba de Ligeia (1964, donde Price se daba con opio, igual que Lesgard en La piel...) y –¿por qué no?– en el prólogo de El joven Manos de Tijera (1990), como crepuscular sabio loco que no puede terminar su tarea.
En este folletín pleno de ecos, rebotes y simetrías, que conjuga erotismo y muerte de una manera que habría encantado a Georges Bataille, vale detenerse en la recurrencia de Almodóvar a las artes visuales. Que si bien han ido influyendo cada vez más en sus films, hay que reconocer que esta vuelta las referencias pictóricas y escultóricas se multiplican e integran orgánicamente, y a la vez crean sentido. En particular, la obra de la grandiosa Louise Bourgeois, y no precisamente a través de sus arañas, pese al título de la novela que por cierto Almodóvar cambió y donde ni se mencionaba a la artista (además, esos bichos gigantescos esculpidos por Bourgeois, según su propio testimonio, tienen un significado maternal, protector, de laboriosidad), sino por medio de sus muñecos de formas humanas hechos de recortes, que se homologan con los retazos de piel sintética que Lesgard va creando y aplicando en su conejillo de Indias. Y también, salta a la vista su importancia, esas femmes-maison (ver imagen), mujeres de cuerpo desnudo y una casa de la cintura para arriba que LB dibujó en sus aguafuertes para representar el hogar como refugio-prisión en los años ‘40, adelantándose a los planteamientos feministas respecto de las tareas domésticas como deber exclusivamente “femenino”.
La cautiva Vera (que previamente apareció en la cueva con un fuentón celeste cubriendo su cabeza) encuentra en el libro de Bourgeois una vía para salvarse de la desesperación y la locura, dibuja mujeres-casa en la pared, escribe la fecha del día y también textos protectores. Asimismo, merced a las clases de yoga que mira en uno de los tres canales permitidos, encuentra otra salida para preservar su identidad, esa parte íntima inalienable que poseen los seres humanos. Por otra parte, cuando hace los ejercicios de yoga que la fortalecen enfundada en el body color carne, Vera reproduce con su cuerpo otra obra de Bourgeois, con formas masculinas: El arco histérico (hay varias versiones de los ‘90).
En estos tiempos desamorados, Concha Buika –de rojo profundo, naturalmente– entona “Necesito amor”, mientras tiene lugar una de las dos penosas violaciones del film. Y en estos tiempos de botox y de colágeno, de ácido hialurónico y otros recursos artificiales para negar la edad y la muerte, el terrible doctor Lesgard experimenta con piel sintética, inalterable, una verdadera coraza que no se deteriora. Y usa terapias diversas para consumar una venganza que –como la magia negra– se le volverá en contra. En esta pieza magistral donde ni un maniquí en una vidriera es casual, el cirujano plástico lee El gen egoísta, de Richard Dawnkins (evolucionista y ateo militante de la actualidad); y la cautiva (divina Elena Anaya), Escapada, de la escritora feminista Alice Munro (inspiración de la próxima producción de Almodóvar). Ambos se recuestan como una de las Venus ampliadas de Tiziano que está colgada, cristal de por medio, opaco para ella, transparente para el voyeur Lesgard.
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