EXPERIENCIAS
Un hermoso libro de Guadalupe Rivera, hija del muralista Diego y amiga filial de Frida Kahlo, pone el foco en las escenas de felicidad, placer y vida social de la famosa pareja, antes que en los tramos de sufrimiento, soledad y desdicha. A la vez, Las fiestas de Frida y Diego rescata la pasión de la artista por la cocina mexicana y propone una antología de sus recetas predilectas, tan apreciadas por su goloso marido.
› Por Moira Soto
Ni fuertes turbulencias amorosas ni escenas del martirologio brutal, ni ensayo sobre las pinturas de Frida Kahlo... Guadalupe Rivera, hija de Diego Rivera y Lupe Marín –pareja ésta que duró hasta que ella prefirió al poeta Alejandro Gómez Arias y él a la jovencísima Frida–, elige con memoria selectiva y afectuosa hacer un recorte de los días felices que sin duda tuvo la célebre y conflictiva pareja de artistas. Días felices particularmente en la casa azul de Coyoacán, signados por el fervor con que FK se consagró a la cocina mexicana, a aprender, a investigar, a preparar amorosamente platillos y bebidas para Diego, para privilegiados invitados que se gratificaban no sólo con la riquísima y variada comida generosamente regada, sino también con la primorosa manera de decorar la mesa, las paredes, toda la casa con la estética infalible y ultramexicana de Frida Kahlo.
Porque para la genial mujer que supo pintar la leyenda “Viva la vida” sobre una rodaja rubí de sandía, dar de comer implicaba toda una puesta en escena que incluía la vajilla, la mantelería, flores y frutas sobre la mesa. Y ella misma, cuando la ocasión lo ameritaba, se vestía con preciosismo de tehuana de los pies a la cabeza. Como la quería Diego, como se quería ella aunque a veces se sintiera escindida entre la ascendencia indígena materna y la europea paterna (desdoblamiento del que da testimonio en su cuadro Las dos Fridas, de 1939, según algunas de las interpretaciones que se le suelen adjudicar).
Las fiestas de Diego y Frida, Recuerdos y recetas es una exquisita publicación del Grupo Patria Cultural, bajo el sello Promexa de México, impresa en Japón. Guadalupe Rivera trabajó junto con Marie Pierre Colle los textos y la reconstrucción de platos, ingredientes, cacharros, entorno, tal como lo pedía la memoria de Frida. A Ignacio Urquiza le cabe el alto mérito de haber fotografiado esta escenografía tan coherente que comprende además fotos del álbum personal de la artista, algunos de sus cuadros, detalles del mobiliario, una página de la libreta donde Frida anotaba con caligrafía prolija, casi escolar, las entradas de dinero debidas a sus obras y a las de Diego.
Además de visitar a su padre con su hermana menor Ruth, siempre bien recibidas por FK, Guadalupe Rivera vivió a partir de 1942, más de un año, con la pareja en Coyoacán, donde reconoce haber tenido experiencias extraordinarias que marcaron su joven vida. Aunque Kahlo le llevaba solo 17 años, se trasluce que tuvo la oportunidad de volcar en la adolescente sus ansias de maternar, tan tristemente frustradas a lo largo de los años. “A Frida le encantaba disfrutar de todo”, escribe Guadalupe en el prólogo que titula Una historia de familia. “El mundo a su alrededor era poco para transformarlo en una fiesta permanente. Celebraba santos, cumpleaños, bautizos, así como la mayor parte de las fiestas populares, fueran profanas o religiosas, que se cruzaran por su camino. Para ello reunía a sus amistades, a la familia, a sus discípulos y colegas, o salía a confundirse con el pueblo en los mercados, en las ferias tradicionales.”
Si bien GR pasa revista en el citado apartado inicial a las conocidas circunstancias del primer encuentro entre la desenfadada estudiante Frida Kahlo y el artista consagrado Diego Rivera, y al posterior comienzo del romance cuando él vuelve de la entonces URSS, lo hace más bien desde el ojo diáfano de la niña que fue, desde sus primeras impresiones, las anécdotas que le contaron de primera mano. Menciona el terrible accidente de Frida en el tranvía (1925), a los 18, pero sin entrar en detalles penosos. Apenas alude a esa primera postración que duró un año y que la llevó a cambiar la idea de estudiar medicina por la de dedicarse a la pintura. Por eso, cuando volvió a estar de pie, fue con sus primeros cuadros a ver a Diego que estaba en algunos de sus andamios pintando, para pedirle una opinión sobre sus primeras obras. Y ahí mismo se topó con la celosa Lupe Marín, la esposa, hecha un basilisco y a punto de arrojarle a la cabeza la canasta de comida que traía para su marido. Pero ya Diego había elogiado las creaciones de Frida, animándola a seguir con los pinceles...
Las efemérides de FK son bien conocidas: a los 22, en 1929, se casa con Diego, de 42, y la fiesta se hace en la casa de la excepcional fotógrafa Tina Modotti, musicalizada por mariachis mientras los invitados esperaban a los novios con tragos de tequila y picando chicharrón con aguacate. Todo era miel sobre hojuelas hasta que –ya presentes los recién casados– estallaron los celos incontrolables de la ex de Diego (¡a la sazón, felizmente en pareja con el poeta Jorge Cuesta!): Lupe se burló malamente de Frida, le echó en cara sus defectos físicos derivados de la polio que sufrió de niña y llegó a levantarle las faldas para mostrar sus piernas desparejas. Frida no se quedó en el molde y le retrucó con un buen empujón que la mandó al suelo. Una vez más, como aquella vez entre los andamios, Diego debió separarlas, calmar los ánimos. Y la fiesta de bodas siguió su curso.
Luego de vivir un tiempito en un caserón de Colonia Juárez, frente al Paseo de la Reforma –donde todo se compartía con otras parejas de artistas–, Diego acepta la propuesta del embajador de los Estados Unidos de hacer un mural en una antigua construcción, el Palacio Cortés, en Cuernavaca. Allí es donde la visitan por primera vez Ruth y Lupe. La autora de Las fiestas... recuerda los apuros de Frida, todavía inexperta ama de casa, para manejarse con las tareas domésticas, hacer la comida, mantener el orden y la serenidad en una cocina pequeña donde, a causa del clima tropical, pululaban cucarachas y otros insectos. Como dice Lupe, todos sobrevivieron y a los pocos meses regresaban a México para que Diego cumpliera su compromiso con el presidente de pintar la historia de México en los muros de la escalera principal del Palacio Nacional. Para esas fechas, las relaciones entre Frida y Lupe se habían apaciguado, y ambos matrimonios se fueron a vivir a un edificio de departamentos: en la planta baja, FK y DR; en el tercer piso, Lupe, su marido y sus dos hijas. “Aunque –anota Lupe– siempre estábamos juntos a la hora de las comidas y por las noches, cuando llegaban amigos de visita.” La buena vecindad no sólo se mantuvo sino que además Lupe empezó a enseñarle a cocinar a Frida, entre cubiertos de madera y ollas de barro. Si bien la cocina era chica, ellas se las arreglaban para preparar a cuatro manos chiles poblanos en frío, rellenos de picadillo y cubiertos con una salsa agridulce de jitomate y rodajas de cebolla; romeritos con tortas de camarón y nopalitos; frijoles negros refritos acompañados de queso y crujientes totopos... Obviamente, los platillos predilectos del exuberante Diego Rivera, un hombrón de muy buen diente, dado a los excesos, a quien se le podría aplicar el comentario de Walter Benjamin (en Cuadros de un pensamiento): “Quien siempre comió con moderación, nunca experimentó lo que es una comida, nunca sufrió una comida. A lo sumo conoció el placer de comer pero no el de la voracidad, el desvío desde la llana avenida del apetito hacia la selva de la gula...”
Lupe había aprendido los platos que le enseñó a Frida de su abuela Isabel Preciado, quien tenía como biblia culinaria un clásico de Guadalajara, Recetas prácticas para las señoras de la casa, en dos tomos. Con el tiempo, Frida recurrió también al Nuevo cocinero mexicano, heredado de su madre, sustancioso compendio de las ricuras nacionales.
En 1930, F y D viajan a los Estados Unidos, donde él ha de pintar murales en la Bolsa de San Francisco y en la Escuela de Bellas Artes de California. Según su estilo disfrutador, Frida se adapta, intenta conocer todo lo posible el país, experimenta con la pintura. Pero con el paso del tiempo, de hotel en hotel, comienza a extrañar la comida mexicana y se queja de la exigua variedad de la alimentación norteamericana. Ya en Detroit, ella decide volver a cocinar, en el barrio mexicano encuentra almacenes con los ingredientes apropiados y empieza a llevarle diariamente las vituallas a su laborioso marido, que no para de recibir y aceptar encargos.
De regreso en México, año 1933, la pareja se instala primeramente en la casa de líneas supermodernas y audaz colorido diseñada por Juan O’Gorman, en San Angel Inn. Como la cocina le resultaba estrecha, Frida hizo construir una adicional, pero ni aun así logró sentirse a gusto. Entonces, la pareja decide volver a la casa azul de Coyoacán, luego de algunas refacciones. Este sería el hogar, y San Angel el sofisticado estudio.
Allí, en la casa de fachada azul profundo cobalto –color protector contra los espíritus malignos–, Frida se fue perfeccionando cada vez más en la realización y presentación de los mejores platos del recetario mexicano. En esa casa pueblerina con jardín florido, ramos de girasoles y otras flores del campo en el interior, pájaros variados, gatos de largo pelaje gris, el mono araña llamado Fulang Chang... En la cocina, el fogón decorado con azulejos de Talavera blancos, azules y amarillos, y en una de las paredes, pequeños jarritos de barro escribían dos nombres entrelazados: Frida y Diego. Sobre el fuego, ollas y cazuelas de Oaxaca, cazos de cobre de Santa Clara, vasos y jarras de vidrio de Guadalajara y Puebla... Así recuerda Guadalupe los paisajes de la felicidad de Frida, así trata de plasmarlos fielmente en el libro, a través de palabras e imágenes.
Sí, hubo –entre otras menos importantes– una infidelidad de Diego que hirió en lo profundo a Frida, la que él cometió con Cristina, hermana de ella. Hubo un divorcio en 1939, una historia de Frida con Nicholas Murray, y antes con Trotsky, exiliado en la casa azul hasta ser asesinado. Pero Guadalupe opta por acentuar que F y D se vuelven a casa en 1941. Ella sigue cocinando y pintando: en 1943 crea el más que sugestivo cuadro La novia que se espanta al ver la vida toda abierta, con esas sandías caladas, las bananas, el ananá y esa papaya sexual dejando entrever su oscuro interior.
Eligiendo su propia cronología, Guadalupe Rivera arranca con el mes de agosto, cuando tuvo lugar aquella fiesta de bodas en Coyoacán, donde se sirvió arroz blanco con plátanos fritos, huauzontles en salsa verde, sopa de ostiones, mole negro (preparado con más de 30 ingredientes). Tarde en la noche, los invitados rezagados se sirvieron unas buenas porciones de pozole y toda suerte de tostadas, empezando por las de manitas de cerdo y las de pollo con aguacate.
Septiembre, mes de las fiestas patrias, de los platos que combinan el verde, el blanco y el colorado. En las celebraciones de 1942, Diego invita a varios viejos amigos de los años mozos de militancia y Frida comienza los preparativos por la tarde, escogiendo el vestido de gala de tehuana, con su huipil bordado en amarillo y rojo, falda negra de brocato de seda con holán blanco y rebozo amarillo, flores en el pelo y ocho anillos de oro en sus dedos. En el banquete ofreció caldo miche de pescado, torta de elote, chayotitos rellenos, tunas blancas al anís, agua de lima, agua de horchata, agua de flores de Jamaica. En octubre cumplía años Guadalupe, que en ese tiempo que vivió con Frida, tuvo su festejo con sopa de jocoque, macarrones con espinacas, pollo frito en almendrado, carne con pulque, guayabas en sancocho y unas masitas con merengue francés graciosamente llamadas militares de París...
Y siguen las fechas y las fiestas: en noviembre, Todos los Santos y los Fieles Difuntos; en diciembre, las posadas navideñas y el fin del año; en enero, la rosca de Reyes; en febrero, un bautizo el Día de la Candelaria... Hasta llegar a julio cumpleaños de Frida y una mesa donde reluce el pipián verde con cerdo y nopales, destacan los rojos de la tinga poblana, las pechugas en escabeche aportan los perfumes del oliva, el vinagre, el ajo, el tomillo fresco... El pescado se sirve en hojas de acuyo y no falta el mole poblano, las ensaladas, el dulce de camote y piña, hecho con 2 kilos de batatas amarillas, un ananá, 2 tazas de azúcar y 150 gramos de piñones. Deleites para los cinco sentidos, dignos de alguien que, al decir del Wen Fu chino hace añares, hacía brillar todo lo que encerraba luz, hacía vibrar todo lo que guardaba sonido.
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