VISTO Y LEíDO
El cuerpo, único espacio de libertad dentro de la cárcel, es el eje del libro Tinta Libre, fotografías de mujeres presas realizadas en la Unidad 5 de Rosario.
› Por Sonia Tessa
Nacido del trabajo que desarrolla el colectivo Las Juanas, hoy Mumalá, esta experiencia nació en 2008, cuando ese colectivo comenzó a trabajar en la cárcel de mujeres. “Pasadas todas las puertas y las rejas, nos encontramos con las chicas. A primera vista confirmamos algo que no es novedad, y que es coincidente con el resto de las cárceles del país: la población proviene de villas y barrios humildes. Las presas son mujeres pobres”, escribe Gabriela Sosa, coordinadora del Colectivo, en el primero de los pocos textos escritos que integran el libro. “Palabras, dibujos, señales con tinta y elementos caseros en la piel de las mujeres presas. ¿Qué expresaban las marcas en el cuerpo? ¿Qué contaban? ¿Por qué aparecen, mutan y se reproducen en el encierro?”, sigue el texto. Con esas preguntas, convocaron al fotógrafo rosarino Héctor Río, que multiplicó la invitación a “un equipo de artistas que de manera solidaria no sólo aportó materiales y herramientas de trabajo, sino que puso el cuerpo, semana tras semana, de junio a diciembre de 2010, retratando las historias grabadas en la piel de las chicas del penal”.
Plasmado en un libro de 76 páginas, el núcleo son las fotos pero, curiosamente, lo primero que se ve de las internas del penal es una poesía, el poema de Ana llamado “Las marcas en el cuerpo”. “Las marcas de esta mujer que escribe,/ mi color, es de sangre y dolor./ Cómo borrar las marcas de mi alma,/ y de mi corazón”, dice. Ana vivió una historia de violencia de género que ella terminó de manera trágica.
Las fotos constituyen mucho más que una cartografía de la piel de las presas. Cada uno y cada una de las fotógrafas convocadas puso su mirada para que esos tatuajes mostraran un “más allá”.
Silvina Salinas eligió poner a sus retratadas a contraluz, en el marco de una puerta. Con una ínfima ventana enrejada entre las dos plantas, Salinas las retrata de cuerpo entero, con sus ropas, con sus expresiones de sorpresa o extrañamiento. Paulina Scheitlin, en cambio, se detuvo en el detalle.
Matías Sarlo propone el blanco y negro para retratar una espalda con la inscripción “madre” y juega con la simetría. Dos tetas con sus tatuajes y dos manos en la página siguiente. En cambio, Francisco Guillén hace estallar el color. El rosa casi fucsia de una remera le da marco a un elaborado tatuaje: un retrato coronado por la inscripción “Emi te amé, te amo y te amaré”.
Andrés Macera también se expresa en blanco y negro. Un mínimo espejo sostenido por su retratada es la herramienta que apoya su delicadeza. Héctor Río se sumerge en el detalle de una rosa en el omóplato de una presa que parece sostenida por el corpiño rojo. Un brazo tajeado, con la inscripción Leo, completa la selección de este artista.
Celina Mutti Lovera se detiene en el empeine de un pie, expuesto en el patio del penal. Enmarcan los pies las sombras de las rejas. Esta fotógrafa eligió un breve verso de Alejandra Pizarnik (“pero creo que mi soledad/ debería tener alas”) para el epígrafe de la foto de una interna, con el tatuaje de una cruz en la espalda, apenas iluminado desde una ventanita.
Cada una de las fotografías –falta reseñar algunas, todas son bellas y elaboradas– cuenta de manera contundente y sensible lo que significan los tatuajes dentro de la cárcel, y que en una paradoja estiran el estigma al salir en libertad. “Los tatuajes, la tinta libre en los cuerpos de las presas, generan otra estética, quizá la estética de una pequeña libertad de elegir en prisión, la estética de la palabra dibujada en un papel de carnadura humana”, dice Analía Aucía en el texto “Cuerpos, marcas y cárcel”, uno de los que anteceden a las fotos.
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