VISTO Y LEIDO
Negación, deseo y una melancolía desatada componen, en parte, al narrador de Que el mundo me conozca, enredado con una mujer a quien salva de la muerte.
› Por Marisa Avigliano
Tiembla enfundada en una manta prestada y toma sorbitos de café caliente; un rato antes casi muere ahogada en el mar. Va a ser la mujer de la trama y ésa no es la primera imagen que tendremos de ella. La primera es cuando sale de una casa en la que se celebra una fiesta y camina por la playa con un vaso largo en la mano. Tiene puestos unos pantaloncitos cortos, gorra marinera, una remera rayada y es espiada por otro invitado que, aburrido de hablar de nada con nadie, se entretiene mirando sus piernas largas, su balanceo en la arena y el modo en el que se acerca a la orilla y se mete en el agua. La elogia y se consuela cuando demasiado pronto una ola la traga, entonces la contemplación se convierte en proeza porque el fisgón decide saltar la baranda de la terraza, cruzar la playa y salvarla. Después de la reanimación –hay algas y vómito– y del ladrido de unos Cocker Spaniel (la escena maravillosamente contada por Hayes es apenas un anticipo del conjuro de su prosa), todos vuelven a la fiesta sin conmoverse demasiado: “Una chica así debe haberse pasado de vueltas con los martinis”, dice el dueño de casa mientras el socorrista acuático siente fastidio por tener mojados sus pantalones, están en Hollywood.
Ella, la que probó con el Pacífico, quiere ser actriz; su redentor no quiere ser nada, ya es escritor –dejó momentáneamente su residencia en tierra neoyorquina (que incluye mujer e hija de ocho años) para escribir guiones en Los Angeles– y juntos son los protagonistas sin nombre de la novela en la que Alfred Hayes (1911-1985, autor también de Los enamorados), con herejía exquisita e insidiosa, devela la verdad bifronte del amor. ¿Qué hace ese hombre casado hace quince años enredándose con una chica de pueblo que, según él, no tiene sentido del humor ni encanto? Se enamora y se aburre, podría ser la primera respuesta; librarla del suicidio salado ha sido como pescar un duelo infinito del que no se salvará ninguno de los dos, podría ser la segunda.
Como ella le interesa de a ratos, él se entretiene contando la historia que los une. Ella exagera, él está en Babia. Binomio perfecto. Su voz es cruel y austera, sin embargo conoce la arrogancia del dardo en el detalle y sabe cuándo es imprescindible detenerse en el dobladillo de las cortinas, en las botellitas de Chianti vestidas de mimbre o en los primeros compases de “My Melancholy Baby”. Porque como en un thriller perfecto, todo encaja sin que se noten las junturas y nada disuade ni entorpece la sensación agobiante de desencuentro que él siente mientras la descubre patética y atractiva, ni mitiga la tensión fatal sobre la que hace equilibrio cuando quiere tenerla cerca y cuando quiere sacársela de encima. El deseo está ahí y se desconecta fácil, dice Hayes inclemente y sencillo. “Quería que saliera de ahí y que saliera de mi casa; no me importaba cómo, si sobre sus piernas o no, si enferma o no, ni adónde iba a ir o qué haría después (...). ¿Me escuchaba? Maldita puta.”
El sexo insinuado –el lector sólo comparte el momento en que se desabotonan las camisas o los besos que ya fueron dados–, las confesiones que huelen a alcohol, las creencias pueblerinas y los desprecios urbanos arrojan una granada que estalla sin ironía ni consuelo. “En ese momento pensé en un poema de Baudelaire: el amor, sombrío en su escondite, tensaba el arco fatal. Las flechas eran crimen, horror, locura. Pero no, sólo era una chica, un poco infeliz, sentada sobre una alfombra ante un fuego pequeño. Baudelaire y yo exagerábamos.” Una novela buenísima en la crueldad, y el elogio no es desmedido.
Que el mundo me conozca
Alfred Hayes
La Bestia Equilátera
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